Vocaciones

Identidad y papel del sacerdote en la Iglesia

Entrevista con monseñor Andrés Gabriel Ferrada Moreira, secretario del Dicasterio para el Clero, sobre la identidad y el papel del sacerdote en la Iglesia.

Antonino Piccione·2 de abril de 2023·Tiempo de lectura: 8 minutos
Sacerdote seminarista

El seminarista Melchizedek Okrokoto, de la diócesis de Brooklyn (Nueva York, Estados Unidos) reza antes de una Misa (CNS photo/Gregory A. Shemitz)

Monseñor Andrés Gabriel Ferrada Moreira es Secretario del Dicasterio para el Clero. Nacido en Santiago de Chile el 10 de junio de 1969, fue ordenado sacerdote de la Archidiócesis Metropolitana de la ciudad el 3 de julio de 1999. Se doctoró en Teología Bíblica en la Pontificia Universidad Gregoriana en 2006. Ha desempeñado diversos cargos pastorales en la diócesis, entre ellos el de Director de Estudios y Prefecto de Teología del Seminario Pontificio Mayor de los Santos Ángeles Custodios. El 1 de octubre de 2021 fue nombrado Secretario del Dicasterio para el Clero (del que era Oficial desde 2018), con la asignación de la Sede Arzobispal titular de Tiburnia.

En esta entrevista con Omnes, el secretario del Dicasterio para el Clero habla sobre la identidad y el papel del sacerdote, los rasgos esenciales de la vida sacerdotal y la esencia del sacerdocio que, de manera parecida a la de la Iglesia, siendo «un misterio de Dios, está profundamente arraigada en la realidad».

Monseñor Andrés Gabriel Ferrada Moreira, la Iglesia católica tiene una rica tradición teológica y práctica sobre la vida y el ministerio de los sacerdotes, tradición sintetizada y revisada durante el Concilio Vaticano II, ¿cuáles son los elementos esenciales?

–Considero que uno de los puntos centrales sobre el sacerdocio es expresado en la Constitución Dogmática Lumen Gentium cuando dice “Para apacentar el Pueblo de Dios y acrecentarlo siempre, Cristo Señor instituyó en su Iglesia diversos ministerios, ordenados al bien de todo el Cuerpo. Pues los ministros que poseen la sacra potestad están al servicio de sus hermanos, a fin de que todos cuantos pertenecen al Pueblo de Dios y gozan, por tanto, de la verdadera dignidad cristiana, tendiendo libre y ordenadamente a un mismo fin, alcancen la salvación.” (LG, 18). 

En este sentido podemos decir que tanto el Concilio Vaticano II, el magisterio pontificio postconciliar, como también la relativamente reciente Ratio fundamentalis istitutionis sacerdotalis (2016) resaltan que el ministerio presbiteral se interpreta, tanto en su naturaleza específica como en sus fundamentos bíblicos y teológicos, como un servicio a la gloria de Dios y a los hermanos que han de ser acompañados y guiados en su sacerdocio bautismal.

Nunca se insistirá lo suficiente en la expresión «en el servicio». En efecto, el sacerdocio ministerial está al servicio del sacerdocio común de los fieles y se completa con él en la armonía de un único pueblo sacerdotal. Por tanto, el sacerdote católico es, ante todo, no un jefe o una autoridad, sino un hermano entre los hermanos en el sacerdocio común, llamado, como todos los fieles bautizados, a dar su vida como ofrenda espiritual agradable al Padre. 

En cuanto al proceso de configuración con Cristo Cabeza, Pastor, Siervo y Esposo de la Iglesia ¿cómo se realiza? 

–Este proceso místico es un don de Dios que hunde sus raíces en la primera llamada dentro de la comunidad cristiana, y que requiere una seria formación inicial en el seminario para alcanzar su plenitud en la ordenación sacerdotal. Este proceso, al mismo tiempo, constituye un camino que debe permanecer firme a lo largo de la formación permanente. Todo don místico requiere, de hecho, la contrapartida de la práctica ascética, que es el esfuerzo humano por acoger y complacer los dones de la Gracia.

Este proceso vital y permanente de configurarse a Cristo mismo, Pastor, Cabeza, Siervo y Esposo de la Iglesia es el servicio específico que el sacerdote brinda a sus hermanos en la fe, este es el aporte esencial que el presbítero ofrece al resto del Pueblo de Dios, de modo que juntos puedan como discípulos de Cristo, perseverar en la oración y alabar a Dios (cfr. Hch 2, 42-47), ofrecerse como víctimas vivas, santas y agradables (cfr. Rm 12, 1), dar testimonio de Cristo en todas partes y, a quienes se lo piden, dar razón de la esperanza que hay en ellos de la vida eterna (cfr. 1 Pe 3, 15). 

¿Qué relevancia tiene la circunstancia de que el sacerdote sigue siendo siempre también un creyente, un hermano entre hermanos y hermanas en la fe, que está llamado con ellos, aunque de modo específico, a realizar la común vocación a la santidad y a compartir la común misión de salvación?

–A este respecto, el Papa Francisco subrayó en el simposio «por una teología fundamental del sacerdocio» que: La vida de un sacerdote es ante todo la historia de la salvación de un bautizado.  A veces olvidamos el Bautismo, y el sacerdote se convierte en una función: funcionalismo, y esto es peligroso. No debemos olvidar nunca que toda vocación específica, incluida la del Orden, es una realización del Bautismo. Es siempre una gran tentación vivir un sacerdocio sin Bautismo -y los hay, sacerdotes «sin Bautismo»-, es decir, sin el recuerdo de que nuestra primera llamada es a la santidad. Ser santos significa conformarnos a Jesús y dejar que nuestra vida palpite con sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2, 15). Sólo cuando intentamos amar como Jesús amó, hacemos también visible a Dios y realizamos así nuestra vocación a la santidad (17 de febrero de 2022). 

San Agustín lo expresa con palabras insuperables al referirse al ministerio del obispo, que tiene la plenitud del orden sacerdotal: Si me aterra ser para vosotros, me consuela ser con vosotros. Porque para vosotros soy obispo, con vosotros soy cristiano. Ese es el nombre del oficio, esta gracia; ese es el nombre del peligro, este de la salvación. 

¿Podemos profundizar en algunos rasgos esenciales de la vida sacerdotal para una correcta interpretación del papel del sacerdote en la Iglesia? Su naturaleza de discípulo-misionero; su estatuto en el mundo; el triple ministerio, etc.

–Primero, como ya se ha dicho, todo sacerdote pertenece al pueblo de Dios y ha recibido el ministerio sacerdotal para ser ‘siervo’ del rebaño: este concepto no se afirma en sentido negativo, sino positivo, pues conlleva ‘el gusto espiritual de ser pueblo’, como subraya el Papa Francisco en el párrafo homónimo de la Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium (2013), pues es un valor válido para todos los fieles y discípulos que anuncian el Evangelio, y especialmente para los sacerdotes: Para ser evangelizadores de alma también hace falta desarrollar el gusto espiritual de estar cerca de la vida de la gente, hasta el punto de descubrir que eso es fuente de un gozo superior. La misión es una pasión por Jesús, pero, al mismo tiempo, una pasión por su pueblo (n. 268).  

En efecto, para ser un auténtico servidor -ministro- sacramentalmente configurado con Cristo Buen Pastor, es necesario que el sacerdote se sienta parte de ese pueblo al que pretende entregar su vida, experimente, así, la alegría de caminar junto a él, ame a cada miembro del rebaño que el Señor Jesús le ha confiado y utilice todos los medios necesarios para responder a su vocación. 

En segundo lugar, el del sacerdote es también un ministerio comunitario: en el título del decreto conciliar sobre el ministerio y la vida de los presbíteros, Presbyterorum Ordinis -el orden de los presbíteros-, la palabra Presbyterorum está en plural, significando un misterio marcado por la colegialidad, es decir, por una misión confiada a una comunidad estable, en la que las relaciones son fraternas y siempre inspiradas por la comunión trinitaria.

De hecho, «La palabra Orden, en la antigüedad romana, designaba grupos constituidos en sentido civil, especialmente con referencia a los que gobiernan. «Ordinatio» -ordenación- indica la incorporación a un «ordo» -orden-» (CEC, 1537). La exhortación Pastores dabo vobis profundizó particularmente en este punto, afirmando la forma radicalmente comunitaria del ministerio ordenado: El ministerio ordenado, en virtud de su propia naturaleza, sólo puede realizarse en la medida en que el presbítero está unido a Cristo por la incorporación sacramental al orden presbiteral, y por tanto en la medida en que está en comunión jerárquica con su obispo. 

En tercer lugar, Presbyterorum Ordinis subraya el carácter sacramental del ministerio sacerdotal, pero es interesante que interprete este hecho objetivo como un camino de configuración con Cristo sacerdote. La configuración se entiende ontológica pero también espiritualmente, en sentido sacramental pero también humano, profundamente personal pero destinada al bien del pueblo de Dios, conferida mediante el sacramento del Orden pero en continuo desarrollo hacia la santidad sacerdotal. Esto explica que la formación sacerdotal contenga un dinamismo continuo, el del discípulo llamado a ser pastor (cfr. RFIS, 80). 

El cuarto aspecto esencial es el estatuto del sacerdote en el mundo. A este respecto, el decreto Presbyterorum Ordinis alcanza su punto culminante cuando habla de la vida espiritual del sacerdote, que a mi parecer puede resumirse en las palabras: «Ungido por el Espíritu Santo para el mundo y no fuera del mundo». La esencia del sacerdote es como la de la Iglesia, que, aunque es un misterio de Dios, está profundamente arraigada en la realidad. En referencia a los sacerdotes, Presbyterorum Ordinis afirma: No podrían ser ministros de Cristo si no fueran testigos y dispensadores de una vida distinta de la terrena; pero, por otra parte, tampoco podrían servir a los hombres si estuvieran alejados de su vida y de su ambiente (n. 3). 

La idea de ser ungido para el mundo y no fuera del mundo exige del sacerdote ciertas actitudes fundamentales que favorezcan el diálogo con la realidad a través de un lenguaje que asegure la eficacia del anuncio. Por tanto, no puede evitar enfrentarse al reto, por ejemplo, de hacer accesibles a la gente los conceptos filosóficos y teológicos adquiridos durante su formación; o de utilizar las redes sociales para la evangelización.  ¿Es así?

–Es indispensable una formación permanente, no sólo teórica, sino también práctica y pedagógica. Otro reto importante es que los sacerdotes vivan su ser en el mundo con serenidad, en sencillez, pobreza evangélica y castidad coherentes con el don del celibato que han recibido del Señor, huyendo de un estilo de vida cómodo, consumista y hedonista como el que domina el mundo actual. En este sentido su vida tendría que ser su principal lenguaje y medio de comunicación para transmitir a Cristo.

Como es sabido, el decreto conciliar Presbyterorum Ordinis utiliza el esquema tripartito del ministerio sacerdotal para explicar la misión evangélica del sacerdote: ministro de la Palabra (OP, 4), ministro de los Sacramentos -cuya cumbre es la Eucaristía (OP, 5)- y ministro del Pueblo de Dios (OP, 6). Esta estructura ilustra claramente la amplitud del ministerio sacerdotal. El sacerdote no es un mero dispensador de culto, sino que también tiene la responsabilidad pastoral de guiar a la comunidad confiada a su cuidado. El sacerdote es responsable de conducir a su rebaño a pastos verdes y seguros. Debe conducirlo hacia lo bueno, lo verdadero y lo justo, todos signos del Reino de Dios, incluso a aquellas ovejas que no son de su redil. No debe olvidar que la promoción humana y la cultura cristiana son parte integrante de la evangelización. 

El Papa Francisco indica las cuatro proximidades que todo sacerdote debe vivir y cultivar para crecer cada vez más maduro en su vida y ministerio sacerdotal: la cercanía con Dios, con su propio obispo, con sus hermanos sacerdotes y con el pueblo santo de Dios. ¿Puede ayudarnos a comprender mejor la importancia de cada una de estas relaciones que ayudan a definir el paradigma sacerdotal?

–Respecto a la primera cercanía su necesidad en todo cristiano y particularmente para la vocación de un sacerdote es evidente, el Señor lo expresó con fuerza a través de la imagen de la vid y el sarmiento “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5). Pienso que todos tenemos la experiencia de conocer algún sacerdote que, por medio de sus expresiones, su determinación, su testimonio de oración, su ternura, a través de su celo apostólico y tantos otros gestos, logra reflejar que tiene a Dios, o mejor, que se deja tener por Dios. Los sacerdotes así son testigos de la alegría del Evangelio. 

En relación a las otras tres cercanías, pienso que la explicación de la terminología nos puede ayudar a tener una mejor comprensión. La comunión jerárquica exige que mostremos respeto y obediencia -que no es sumisión servil- al Ordinario y a sus sucesores, como se prometió el día de la ordenación. La obediencia no es un atributo disciplinar, sino la característica más fuerte de los lazos que nos unen en comunión. La obediencia, en este caso al obispo, significa aprender a escuchar y recordar que nadie puede pretender ser el poseedor de la voluntad de Dios, y que ésta sólo puede ser comprendida a través del discernimiento. 

Además, la relación entre sacerdotes, especialmente entre miembros del mismo presbiterio, está llamada a ser fraterna. La razón de esta relación fraterna se basa en la común ordenación y en la común misión, de la que, unidos y bajo la guía de su obispo, todos son corresponsables. Esta relación fraterna constituye la condición fundamental para la formación permanente de los presbíteros en las cuatro dimensiones de la formación (cfr. RFIS, 87-88). El aprecio del don sacerdotal se manifiesta de dos maneras: por una parte, cultivando la dimensión humana, espiritual, pastoral e intelectual de la propia vocación; por otra, preocupándose por el bien de los hermanos sacerdotes con sentido de corresponsabilidad. La corresponsabilidad en la misión confiada al sacerdote se concreta también en el apoyo mutuo y en la docilidad para recibir y ofrecer la corrección fraterna. 

En cuanto a la cuarta cercanía, como ya mencionamos reiteradamente, en virtud de su misión apostólica, el sacerdote está llamado también a establecer una relación fraterna con los fieles laicos. Debe abrazar a la comunidad a la que es enviado y colaborar con ella: participando y compartiendo la misión con los diáconos y los ministros laicos instituidos (acólitos, lectores, catequistas, etc.), así como con las personas consagradas y los laicos que, en virtud de sus carismas, aportan valiosas contribuciones a la edificación de la comunidad eclesial, a la promoción humana y a la cultura cristiana. Además, la fraternidad apostólica tiene dos aspectos: por una parte, el pastor cuida de su rebaño y, por otra, el rebaño cuida de su pastor.

El autorAntonino Piccione

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