Numerosos Papas, incluido el actual, han fomentado el rezo del rosario. Entre ellos, el Papa Juan Pablo II escribió una carta apostólica sobre esta oración, con el título “Rosarium Virginis Mariae”. En ella, el Papa indicaba: “(…) No he dejado pasar ocasión de exhortar a rezar con frecuencia el Rosario. Esta oración ha tenido un puesto importante en mi vida espiritual desde mis años jóvenes. (…) El Rosario me ha acompañado en los momentos de alegría y en los de tribulación. A él he confiado tantas preocupaciones y en él siempre he encontrado consuelo.
Hace veinticuatro años, el 29 de octubre de 1978, dos semanas después de la elección a la Sede de Pedro, como abriendo mi alma, me expresé así: ‘El Rosario es mi oración predilecta. ¡Plegaria maravillosa! Maravillosa en su sencillez y en su profundidad. […] Se puede decir que el Rosario es, en cierto modo, un comentario-oración sobre el capítulo final de la Constitución Lumen gentium del Vaticano II, capítulo que trata de la presencia admirable de la Madre de Dios en el misterio de Cristo y de la Iglesia. (…) Cuántas gracias he recibido de la Santísima Virgen a través del Rosario en estos años”.
El Papa recordaba, además, que la propia Virgen ha pedido en muchas ocasiones que se rece el rosario a lo largo de la historia: “Son conocidas las distintas circunstancias en las que la Madre de Cristo, entre el siglo XIX y XX, ha hecho de algún modo notar su presencia y su voz para exhortar al Pueblo de Dios a recurrir a esta forma de oración contemplativa. Deseo en particular recordar, por la incisiva influencia que conservan en el vida de los cristianos y por el acreditado reconocimiento recibido de la Iglesia, las apariciones de Lourdes y Fátima, cuyos Santuarios son meta de numerosos peregrinos, en busca de consuelo y de esperanza”.
La estructura del rosario
El Papa analizaba en esta carta la estructura del rosario. Entre otras cosas, explicaba que la primera parte del Ave María, oración central del Rosario, tomada “de las palabras dirigidas a María por el ángel Gabriel y por santa Isabel, es contemplación adorante del misterio que se realiza en la Virgen de Nazaret. Expresan, por así decir, la admiración del cielo y de la tierra y, en cierto sentido, dejan entrever la complacencia de Dios mismo al ver su obra maestra –la encarnación del Hijo en el seno virginal de María–, análogamente a la mirada de aprobación del Génesis”.
A continuación, explicaba san Juan Pablo II, “el centro del Ave María, casi como engarce entre la primera y la segunda parte, es el nombre de Jesús. A veces, en el rezo apresurado, no se percibe este aspecto central y tampoco la relación con el misterio de Cristo que se está contemplando. Pero es precisamente el relieve que se da al nombre de Jesús y a su misterio lo que caracteriza una recitación consciente y fructuosa del Rosario”.
Finalmente, el Papa señalaba que “de la especial relación con Cristo, que hace de María la Madre de Dios, la Thetokos, deriva, además, la fuerza de la súplica con la que nos dirigimos a Ella en la segunda parte de la oración, confiando a su materna intercesión nuestra vida y la hora de nuestra muerte”.
Después de los 10 Ave Marías, se reza el “Gloria”: “La doxología trinitaria es la meta de la contemplación cristiana. En efecto, Cristo es el camino que nos conduce al Padre en el Espíritu”, decía el Papa.
El rosario como objeto
El Papa analizaba en esta carta también el rosario como objeto: “Lo primero que debe tenerse presente es que ‘el rosario está centrado en el Crucifijo’, que abre y cierra el proceso mismo de la oración. En Cristo se centra la vida y la oración de los creyentes. Todo parte de Él, todo tiende hacia Él, todo, a través de Él, en el Espíritu Santo, llega al Padre.
En cuanto medio para contar, que marca el avanzar de la oración, el rosario evoca el camino incesante de la contemplación y de la perfección cristiana. El Beato Bartolomé Longo lo consideraba también como una ‘cadena’ que nos une a Dios”.
“Si dices ‘María’, ella dice ‘Dios’”
Por otra parte, el Papa expresó en numerosas ocasiones su admiración por los escritos de san Luis María Grignion de Montfort (1673-1716), gran devoto de la Virgen, que escribió el “Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen”.
Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen
Juan Pablo II definió este escrito en una carta a la familia montforniana de 2003 como “un clásico de la espiritualidad mariana”. En esta carta, el Papa explicaba: “A mí personalmente, en los años de mi juventud, me ayudó mucho la lectura de este libro, en el que ‘encontré la respuesta a mis dudas’, debidas al temor de que el culto a María, ‘si se hace excesivo, acaba por comprometer la supremacía del culto debido a Cristo’. Bajo la guía sabia de san Luis María comprendí que, si se vive el misterio de María en Cristo, ese peligro no existe. En efecto, el pensamiento mariológico de este santo ‘está basado en el misterio trinitario y en la verdad de la encarnación del Verbo de Dios’».
De hecho, el lema papal de san Juan Pablo II, “Totus tuus” (“todo tuyo”), está extraído del «Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen». “Estas dos palabras expresan la pertenencia total a Jesús por medio de María”, explicaba el Papa. “La doctrina de este santo ha ejercido un profundo influjo en la devoción mariana de muchos fieles y también en mi vida. Se trata de una doctrina vivida, de notable profundidad ascética y mística, expresada con un estilo vivo y ardiente, que utiliza a menudo imágenes y símbolos».
Un texto de san Luis María, citado por el Papa en la carta, ejemplifica muy bien este concepto de pertenencia a Jesús por medio de María: “Porque no pensaréis jamás en María sin que María, por vosotros, piense en Dios; no alabaréis ni honraréis jamás a María sin que María alabe y honre a Dios. María es toda relativa a Dios, y me atrevo a llamarla ‘la relación de Dios’, pues solo existe con respecto a él, o el ‘eco de Dios’, ya que no dice ni repite otra cosa más que Dios.
Si dices María, ella dice Dios. Santa Isabel alabó a María y la llamó bienaventurada por haber creído, y María, el eco fiel de Dios, exclamó: ‘Mi alma glorifica al Señor’. Lo que en esta ocasión hizo María, lo hace todos los días; cuando la alabamos, la amamos, la honramos o nos damos a ella, alabamos a Dios, amamos a Dios, honramos a Dios, nos damos a Dios por María y en María» (apartado 225 del “Tratado de la Verdadera Devoción de la Santísima Virgen”).
“Ahí tienes a tu madre”
Otro aspecto fundamental de la devoción a la Virgen es que, desde las palabras que le dirigió Jesús en la Cruz (“Mujer, ahí tienes a tu hijo”, “Hijo, ahí tienes a tu madre”), María es Madre de la Iglesia, y de cada miembro de la Iglesia. A este respecto, Juan Pablo II señala que el Concilio Vaticano II “contempla a María como ‘Madre de los miembros de Cristo’, y así Pablo VI la proclamó ‘Madre de la Iglesia’. La doctrina del Cuerpo místico, que expresa del modo más fuerte la unión de Cristo con la Iglesia, es también el fundamento bíblico de esta afirmación.
‘La cabeza y los miembros nacen de una misma madre’ («Tratado de la verdadera devoción», 32), nos recuerda san Luis María. En este sentido, decimos que, por obra del Espíritu Santo, los miembros están unidos y son configurados con Cristo Cabeza, Hijo del Padre y de María, de modo que ‘todo hijo verdadero de la Iglesia debe tener a Dios por Padre y a María por Madre’ (El Secreto de María, 11)».
También señalaba el Papa que “El Espíritu Santo invita a María a ‘reproducirse’ en sus elegidos, extendiendo en ellos las raíces de su ‘fe invencible’, pero también de su ‘firme esperanza’ («Tratado de la verdadera devoción», 34). Lo recordó el Concilio Vaticano II: ‘La Madre de Jesús, glorificada ya en los cielos en cuerpo y alma, es la imagen y comienzo de la Iglesia que llegará a su plenitud en el siglo futuro. También en este mundo, hasta que llegue el día del Señor, brilla ante el pueblo de Dios en marcha como señal de esperanza cierta y de consuelo’ (Lumen gentium, 68).
San Luis María contempla esta dimensión escatológica especialmente cuando habla de los ‘santos de los últimos tiempos’, formados por la santísima Virgen para dar a la Iglesia la victoria de Cristo sobre las fuerzas del mal (Tratado de la verdadera devoción, 49-59). No se trata, en absoluto, de una forma de ‘milenarismo’, sino del sentido profundo de la índole escatológica de la Iglesia, vinculada a la unicidad y universalidad salvífica de Jesucristo. La Iglesia espera la venida gloriosa de Jesús al final de los tiempos. Como María y con María, los santos están en la Iglesia y para la Iglesia, a fin de hacer resplandecer su santidad y extender hasta los confines del mundo y hasta el final de los tiempos la obra de Cristo, único Salvador’”.
Mirar con María
Juan Pablo II también subrayó que el Rosario es un modo de oración contemplativa, e indicaba que María es el modelo de la contemplación: “El rostro del Hijo le pertenece de un modo especial. Ha sido en su vientre donde se ha formado, tomando también de Ella una semejanza humana que evoca una intimidad espiritual ciertamente más grande aún. Nadie se ha dedicado con la asiduidad de María a la contemplación del rostro de Cristo.
Los ojos de su corazón se concentran de algún modo en Él ya en la Anunciación, cuando lo concibe por obra del Espíritu Santo; en los meses sucesivos empieza a sentir su presencia y a imaginar sus rasgos. Cuando por fin lo da a luz en Belén, sus ojos se vuelven también tiernamente sobre el rostro del Hijo, cuando lo ‘envolvió en pañales y le acostó en un pesebre’ (Lc 2, 7). Desde entonces su mirada, siempre llena de adoración y asombro, no se apartará jamás de Él”.
El Papa también señalaba: “Recorrer con María las escenas del Rosario es como ir a la ‘escuela’ de María para leer a Cristo, para penetrar sus secretos, para entender su mensaje”.
La batalla de Lepanto
Además, Juan Pablo II recordó en esta carta apostólica implícitamente la relación del rosario con la victoria de la batalla de Lepanto: “La Iglesia ha visto siempre en esta oración una particular eficacia, confiando las causas más difíciles a su recitación comunitaria y a su práctica constante. En momentos en los que la cristiandad misma estaba amenazada, se atribuyó a la fuerza de esta oración la liberación del peligro y la Virgen del Rosario fue considerada como propiciadora de la salvación”.
El Beato Bartolomé Longo
Por otra parte, el Papa puso como ejemplo de apóstol del rosario, además de a san Luis María Grignion de Montfort y al Padre Pío, al Beato Batolomé Longo, quien, ateo, anticristiano e inmerso en corrientes espiritistas, se convirtió de adulto y tuvo la intuición de que tenía que propagar el rezo del rosario en reparación por su pasado. “Su camino de santidad se apoya sobre una inspiración sentida en lo más hondo de su corazón: ‘¡Quien propaga el Rosario se salva!’. Basándose en ello, se sintió llamado a construir en Pompeya un templo dedicado a la Virgen del Santo Rosario”, indica el Papa en Rosarium Virginis Mariae.
“El Rosario es a la vez meditación y súplica. La plegaria insistente a la Madre de Dios se apoya en la confianza de que su materna intercesión lo puede todo ante el corazón del Hijo. Ella es ‘omnipotente por gracia’, como, con audaz expresión que debe entenderse bien, dijo en su ‘Súplica a la Virgen’ el Beato Bartolomé Longo”.
El rosario en el tercer milenio
San Juan Pablo II recomendaba encarecidamente el rezo del rosario. Decía el santo en la mencionada carta apostólica que el rosario “es fruto de una experiencia secular. La experiencia de innumerables Santos aboga en su favor”.
Y afirmó: “El Rosario de la Virgen María, difundido gradualmente en el segundo milenio bajo el soplo del Espíritu de Dios, es una oración apreciada por numerosos Santos y fomentada por el Magisterio. En su sencillez y profundidad, sigue siendo también en este tercer Milenio apenas iniciado una oración de gran significado, destinada a producir frutos de santidad”.
Concluía el Papa la carta diciendo: “Tomad con confianza entre las manos el rosario”, añadiendo: “¡Que este llamamiento mío no sea en balde! Al inicio del vigésimo quinto año de Pontificado, pongo esta Carta apostólica en las manos de la Virgen María, postrándome espiritualmente ante su imagen en su espléndido Santuario edificado por el Beato Bartolomé Longo, apóstol del Rosario.
Hago mías con gusto las palabras conmovedoras con las que él termina la célebre Súplica a la Reina del Santo Rosario: ‘Oh Rosario bendito de María, dulce cadena que nos une con Dios, vínculo de amor que nos une a los Ángeles, torre de salvación contra los asaltos del infierno, puerto seguro en el común naufragio, no te dejaremos jamás. Tú serás nuestro consuelo en la hora de la agonía. Para ti el último beso de la vida que se apaga. Y el último susurro de nuestros labios será tu suave nombre, oh Reina del Rosario de Pompeya, oh Madre nuestra querida, oh Refugio de los pecadores, oh Soberana consoladora de los tristes. Que seas bendita por doquier, hoy y siempre, en la tierra y en el cielo’”.