En la cuaresma del año pasado quedé sorprendido al escuchar las predicaciones de un minuto del anterior predicador pontificio durante seis días. Me pregunté al escucharlas: ¿es posible decir algo en tan poco tiempo?
La respuesta la da con solvencia ese predicador. Con una hoja entre sus manos, habla, casi lee, un texto que ha preparado, y utiliza como punto central unas pocas palabras del evangelio.
Estamos ante un desafío que parece imposible: dar un mensaje en poco tiempo. Esto también lo hacen los conferenciantes que dan charlas TED de unos doce minutos. Se aconseja que la homilía dure menos de diez minutos. El papa Francisco lo ha repetido muchas veces, decía en una audiencia general: “La homilía debe ser breve: una imagen, un pensamiento, un sentimiento. Una homilía no debe durar más de ocho minutos porque después de ese tiempo se pierde la atención y la gente se duerme, y tiene razón”.
Predicación breve
Leí hace tiempo, un librito que se titulaba: Dígalo en seis minutos, de Ron Hoff. Se refiere a reuniones de ejecutivos y a planteos económicos para personas que estando muy ocupadas no tienen tiempo para escuchar una larga perorata.
La verdad que no sé si es posible decir algo en tan breve tiempo, porque también es necesario fundamentar lo que uno dice, pero también es verdad que hoy si el mensaje es de más de un minuto, parece que es eterno.
¿Qué ideas me quedaron de esa predicación de un minuto?
La primera es la necesidad de preparar muy bien el texto, e incluso de tenerlo escrito en su totalidad.
La forma que lo lee, con un tono amable, con un rostro sonriente, que no está recriminando, ni está cuestionando, está proponiendo con serenidad y amablemente. Parece casi espontáneo, una conversación con un amigo.
Otra consideración, es la fuerza de las palabras de Jesús: a partir de una breve frase del evangelio es posible estructurar todo un mensaje. Los evangelios, no cabe la menor duda, son el libro más leído de todos los tiempos, cuatro textos brevísimos, llenos de tantas imágenes, parábolas, signos, consignas, frases que trascienden su origen para estar presentes en el discurrir de cualquiera: dar al César lo que es del Cesar, que tu mano derecha no sepa lo que hace la izquierda, hagamos tres tiendas, hombre de poca fe, ven y verás, por qué lloras, no sembrar cizaña, no tienen vino, es una oveja perdida, este es el hijo pródigo, que caiga fuego del cielo, hombres de poca fe, etcétera.
Voz y discurso
Recuerdo que hace años, buscando textos que explicaran el secreto de la oratoria, encontré uno que decía: “pronunciación, pronunciación, pronunciación”. Parece sencillo…
Es evidente que la comunicación verbal depende del tono de voz del comunicador, pero también hace falta un buen contenido, no se trata sólo de atraer la atención, sino queremos trasmitir un mensaje.
A veces, escucho a muy buenos oradores -es un placer escucharlos-, pero lo que me queda es que el mensaje ha sido un auténtico laberinto de frases engarzadas de forma maravillosa, al final no dejan más que el sabor del deleite del discurrir ingenioso, gracioso, ágil, pero…
Estamos ante el desafío de trasmitir nuestro mensaje, y lo queremos hacer de forma que llegue al oyente, que lo interpele. Es verdad que estamos ante una labor que para que dé fruto es necesario la acción del Espíritu, pero al Espíritu es necesario ayudarlo, porque no será posible que llegue un mensaje claro si lo que digo es un intrincado sucederse de palabras que se apartan de toda lógica y que pretendiendo llegar a todos, a todos llega algo ininteligible.
El público
Además, estamos también ante otro desafío, hablamos ante un público heterogéneo, cada uno tiene su propia historia, su propia forma de recibir el mensaje, en ese momento puede estar motivado o no y, además, el oyente tiene un conocimiento previo del que habla, no siempre será positivo y si es conocido personalmente: nadie es profeta en su casa.
Siempre escuchamos con más atención al orador que llega del extranjero, de otra ciudad, y que dará la conferencia magistral, donde además colocará las mejores anécdotas de su vida, y que llega con una aureola de prestigio y que se volverá a su sitio de origen.
La clave, me atrevo a acotar, para que el mensaje llegue, es lograr desarrollarlo como si fuera una película de suspense, unas ideas que sugieren otras que no sé ni cómo ni cuándo llegarán, mediante escenas interconectadas, sin dejar que la atención del oyente decaiga, sin dar todo por supuesto, sin decir de entrada todo lo que tengo que decir, y dejando una puerta abierta para que el mensaje siga resonando, como si fuera una música que brota en nuestro interior.
Estamos ante un ejemplo de un orador de primera línea que se ha animado a trasmitir un texto de un minuto, que deja una idea, pero, siendo sinceros, es tan breve que el mensaje deja sabor a poco, aunque es muy sugerente.
Para terminar, quiero decir que toda trasmisión verbal es misteriosa. A veces, vemos un video de un minuto o minuto y medio, y nos quedamos sorprendidos de la cantidad de cosas que trasmite. Estamos ante los tiempos de la publicidad.
¿Tendremos que aplicar a nuestra forma de trasmitir nuestras ideas el lenguaje publicitario? Tal vez sea un poco simplista esta conclusión, pero quizá valga la pena intentarlo.