Quizá el leer este título algún lector haya decidido no seguir leyendo, pues habrá pensado algo así como “ya están aquí estos ecologistas que siempre están con su monserga”. Espero que algo aporte este artículo para los que hayan superado este primer impulso.
Estoy de acuerdo con esos lectores más críticos en que el adjetivo “ecológico” se aplica con ocasión y sin ella a cosas que no siempre pueden considerarse realmente como parte de lo que el papa Francisco (y otros pontífices anteriores) llaman “ecología integral”.
También estoy de acuerdo en que la etiqueta se aplica a cosas que no solo no pueden considerarse muy “naturales”, sino que están abiertamente en contraposición con la naturaleza última de las personas y demás seres creados.
Aquí voy a aplicar el término ecológico a una fiesta que tiene un hondo sentido religioso, la Navidad, tan natural como que celebramos el nacimiento de un Niño que asumió nuestra naturaleza humana y cambió para siempre la manera de entenderla.
Desde que el Hijo de Dios se encarnó, la naturaleza humana pasó a ser también naturaleza divina, de ahí que la encarnación suponga –en último término- la “deificación” de la materia, de la que todos los seres vivos están hechos.
Aunque no es lugar para tratarlo teológicamente con detalle, conviene indicar que la Encarnación de la Segunda persona de la Trinidad tiene una honda implicación ecológica. No solo viene a confirmar lo que nos indica ya el primer capítulo del Génesis, que todo lo creado por Dios es bueno, sino que, de una forma u otra –y con lo que ahora sabemos de la evolución de la materia-, supone que la Naturaleza (la materia creada) es parte del cuerpo humano del Dios encarnado.
La Navidad, en ese sentido, es la fiesta más ecológica, porque a raíz del nacimiento de Cristo, todas las realidades materiales adquieren una nueva dimensión: para un cristiano no solo son imagen de Dios (todas las criaturas reflejan al Creador), sino que tienen un cierto carácter sagrado. Despreciar lo material, de alguna forma, es no reconocer la Encarnación, como así hicieron los docetistas y gnósticos, históricamente las primeras herejías del cristianismo.
En esta línea podemos recordar unas palabras de S. Josemaría: «El auténtico sentido cristiano que profesa la resurrección de toda carne se enfrentó siempre, como es lógico, con la desencarnación, sin temor a ser juzgado de materialismo. Es lícito, por tanto, hablar de un materialismo cristiano, que se opone audazmente a los materialismos cerrados al espíritu» (Conversaciones con Mons. Escrivá, 1968, n. 115). En resumen, la primera dimensión ambiental de la Navidad es reconocer que la persona humana y divina de Jesús da un nuevo sentido a nuestra apreciación de la Naturaleza, del ambiente que nos rodea, que desde entonces no solo refleja de manera mucho más honda la imagen del Creador, sino que forma parte también del cuerpo del Redentor.
La segunda dimensión “ecológica” de la Navidad es de orden más práctico. Sabemos que el consumo superfluo es la principal causa de la degradación ambiental del planeta. Cada cosa que compramos o comemos, cada viaje que realizamos, lleva consigo el uso de una cierta cantidad de recursos y energía. Naturalmente que necesitamos consumir, lo que sea razonable para nuestras necesidades, pero consumir porque “toca”, sin pararnos en la utilidad o conveniencia de lo vamos a comprar, no tiene mucho sentido, ni ambiental, ni cristiano.
Recordemos que la pobreza es una virtud clave en el cristianismo, y que la pobreza no es no tener, sino no querer tener cuando podemos tenerlo. Celebramos el nacimiento de Jesús, que decidió libremente hacerlo en un establo, mostrando que la felicidad no depende del bienestar material. Parece razonable alegrarse de su nacimiento, pero la celebración no tiene por qué centrarse en un consumo desaforado.
En estos días, de repente todo el mundo descubre algo «imprescindible» que comprarse, algo que hará indudablemente su vida mucho más feliz, que le permitirá mejorar en casi todos los frentes de su anodina existencia. Así nos los venden y así lo aceptamos. Y luego le echan la culpa al sistema (que ciertamente la tiene), como si los seres humanos fuéramos autómatas o guiados por un destino recóndito que nos obligara a comprar con ocasión o sin ella.
Quizá es un ejercicio de rebeldía cristiana negarnos a un consumo excesivo, compatibilizar la alegría y la fiesta de estos días con la frugalidad y sencillez de vida.
El consumismo, en el fondo, es un reflejo del vacío espiritual en el que tantas personas se encuentran, como nos indicaba el papa Francisco en la Laudato si: “Mientras más vacío está el corazón de la persona, más necesita objetos para comprar, poseer y consumir» (n. 204). Se pretende llenar un anhelo interior con bienes materiales que no tienen capacidad de hacerlo, que solo nos alegran momentáneamente. Al fin y al cabo, bien sabemos que la felicidad de la compra dura muy poco.
Termino con una parte del diálogo que mantiene el principito con el zorro que quería ser su amigo: «Los hombres ya no tienen tiempo de conocer nada. Lo compran todo hecho en las tiendas. Y como no hay tiendas donde vendan amigos, los hombres no tienen ya amigos» (Antoine De Saint – Exupéry, El principito, 2003). Si lo meditamos con detenimiento, seguramente acabaremos reconociendo de que lo más hondo de nuestras vidas, lo que realmente nos hace felices, no se compra con dinero.
Catedrático de Geografía de la Universidad de Alcalá.