Hace casi mil años (concretamente, 926), se fundó la orden cisterciense. Su fundación coincide con el día de la muerte, el 21 de marzo del año 547, de san Benito de Nursia, fundador de la orden benedictina, por cuya regla se regirían posteriormente también los monasterios del Císter.
La fundación del Císter: san Roberto de Molesmes
La fecha exacta del nacimiento de san Roberto de Molesmes se desconoce, aunque se sabe que fue en torno al año 1028 en la región de Champaña.
Pertenecía a la nobleza de la región e ingresó en un monasterio de la Orden de San Benito muy pronto, con quince años. Entre 1068 y 1072, fue abad de San Miguel de Tornerre.
Sin embargo, san Roberto no estaba contento con muchos aspectos de la orden. Consideraba que se había enriquecido en exceso y tenía demasiada influencia política. Con la intención de regresar a los orígenes de la regla monástica de san Benito, fundó el Monasterio de Molesmes en el año 1075, en la diócesis de Langres. Pero también esta comunidad se fue enriqueciendo debido a las donaciones. Fue así como, buscando una pobreza y sencillez de vida mayor, el 21 de marzo del año 1098 san Roberto fundó, junto con 21 compañeros, el que sería el primer monasterio cisterciense en Citeaux, un lugar apartado, rústico y solitario. En latín, esta región era conocida como «Cistercium», de ahí el nombre que se le dio posteriormente a la orden, «Císter».
Sin embargo, san Roberto de Molesmes no pudo desarrollar su vida en el «Nuevo Monasterio», como se lo conoció originalmente. Los monjes de su anterior fundación, Molesmes, pidieron al Papa, Urbano II, que le hiciese volver. Por tanto, poco después de la fundación de Citeaux, en 1099 san Roberto tuvo que regresar a Molesmes, donde murió en 1111.
El Nuevo Monasterio quedó a cargo de uno de sus discípulos, san Alberico. Aproximadamente un siglo después, en 1220, san Roberto sería canonizado, ocasión en la que un monje anónimo escribió su hagiografía, “Vita di Roberto”.
Su historia también aparece en el “Exordio Magnum” o “Gran Exordio Cisterciense”, escrito por un monje de Claraval entre los siglos XII y XIII, y en el “Exordio Parvum”, obra del abad que sucedió a Alberico, san Esteban Harding, en la que indica que “el comienzo de toda la Orden Cisterciense, por medio de unos cuantos varones consagrados al cultivo de la ciencia de la vida cristiana, con el sabio propósito de establecer las normas del servicio divino y toda la ordenación de su vida según la forma descrita en la Regla, lo comenzaron con feliz augurio precisamente el día de nacimiento de aquel que, por inspiración del Espíritu Vivificante, había dado la ley para la salvación de muchos”.
San Esteban también escribió “Carta Caritatis”, que se considera la regla de la orden cisterciense, aunque se sigue básicamente la de san Benito.
Florecimiento de la Orden
La Orden del Císter floreció especialmente después de la llegada de uno de sus miembros más famosos, san Bernardo de Claraval, con treinta compañeros en el año 1112. Según la página web de la orden cisterciense, “los fundadores de Citeaux centraron sus ideales en el deseo de alcanzar la auténtica simplicidad monástica y la pobreza evangélica”. Con el impulso de san Bernardo, comenzaron a abrirse uno detrás de otro nuevos monasterios, hasta el punto de que alrededor del año 1250 la Orden contaba ya con unas 650 abadías.
El primer monasterio cisterciense de mujeres se fundó en 1125, formado por monjas de la abadía de Jully, donde había vivido santa Humbelina, la hermana de san Bernardo de Claraval.
Funcionamiento de los monasterios
Tradicionalmente, los monasterios estructuran su jornada en torno a la Liturgia de las Horas: Laudes, Prima, Tercia, Sexta, Nona, Vísperas y Completas, además de levantarse por la noche para rezar los Maitines. Cada monasterio está dirigido por un abad, ayudado por un prior (el “primero” de los monjes). Otras figuras importantes para la administración del monasterio son el tesorero, el cillero (responsable de alimentos), sacristán, hospedero, chantre (director del coro), portero y enfermero.
La jornada se vive principalmente en silencio, con lecturas piadosas y trabajo manual. Los monasterios solían fundarse lejos de las ciudades, y los monjes se ocupaban de su propio sustento mediante el cultivo de la tierra y las granjas, costumbre que aún se sigue en muchos casos.
La vida del monje giraba en torno a una gran sencillez en la comida, la decoración e incluso la liturgia. Otro gesto de pobreza consistía en no teñir su hábito de ningún color, razón por la que se conoce a los cistercienses con el nombre de “monjes blancos”, en contraposición a los benedictinos, llamados “monjes negros” por el color de su túnica.