Vocaciones

Una misionera laica por selvas de la Amazonia

Marita Bosch, misionera laica, lleva 9 años trabajando en la Amazonia con el Equipo Itinerante. Desde sus inicios en un basural de Paraguay, su vocación se ha centrado en servir a los más pobres. En la Amazonia, enfrenta desafíos ambientales y sociales, viviendo una espiritualidad de presencia gratuita y conexión con los excluidos.

Marita Bosch·2 de diciembre de 2024·Tiempo de lectura: 7 minutos
Misionera amazonia

Mi nombre es María del Mar Bosch, pero me conocen por Marita. Nací en 1973 en Valencia, España, aunque crecí en Puerto Rico. Soy misionera laica y ya hace 9 años que estoy en la Amazonia como parte del Equipo Itinerante. 

Estudié pedagogía en la Universidad Loyola de Nueva Orleans, Estados Unidos (1991-1995). Desde el comienzo de mis estudios tenía una certeza interior que me daba paz: cuando me graduara, iba a tener una experiencia de misión. Era una intuición interna que me guiaba y que, aunque no sabía bien cómo se daría, me daba claridad. 

Pasaban los años de la universidad y yo cultivaba ese deseo en mi corazón y buscaba oportunidades queriendo responder a aquella profunda inquietud. En mi último semestre de estudios tuve la bendición de conocer a un jesuita, Fernando López, quien me invitó a ir a Paraguay donde él ya llevaba viviendo 10 años. Así que, después de graduarme con 21 años, fui a vivir durante seis meses a una comunidad con jesuitas, laicos y laicas, ubicada en el gran vertedero de basura de Cateura, en las favelas del Bañado Sur de Asunción, capital del país. 

Paraguay

El basural y las personas que trabajaban allí, sin decir muchas palabras, cuestionaban mi vida. Las personas del vertedero recogían la basura y separaban los materiales reciclables para venderlos. A menudo, también encontraban bebés dentro de las bolsas que llegaban en los camiones de basura que habían sido abortados o asesinados al nacer y arrojados como basura en los contenedores distribuidos por la ciudad, especialmente de los barrios más ricos… Los fetos eran recogidos por los recicladores, gente pobre, sencilla y humilde; limpiaban los cuerpecitos, los vestían con ropas blancas y los colocaban en un pequeño ataúd fabricado por ellos; los velaban y rezaban toda la noche; los “bautizaban” poniéndoles un nombre y, así, pasaban a ser sus «angelitos»; finalmente, los enterraban en el patio de sus casitas.  

De más está decir que toda aquella realidad me golpeó e interpeló. El olor fuerte que expelía la basura hacía reaccionar a mi cuerpo. Pero el impacto mayor fue que en medio de la basura, bajando junto a los pobres y empobrecidos, encontré a Dios de “frente”, muy de cerca. Aquellos rostros fueron despertando mi conciencia y mi vocación misionera. Seis meses allí me marcaron y me dieron el rumbo y los elementos fundantes y esenciales de mi vida. Me confronté con preguntas profundas: ¿qué voy a hacer con mi vida? ¿qué quieres de mí, Señor? Dentro de la basura, con los «desechados» por la sociedad, había encontrado el sentido de mi vida. 

Marita, a la izquierda de la imagen.

Tocar a los pobres

Los pobres ya no eran abstractos, sino rostros concretos, amigas y amigos, familias queridas con las que había historias compartidas; tenían olores y colores, sonrisas y dolores; eran mis hermanos y hermanas. Y esto trastocaba mi día a día y daba profundidad a lo que vivía. Escuchar una petición en la misa “por los pobres”, ya no sería lo mismo. Ahora había un vínculo afectivo y efectivo con ellos; un compromiso vital con los pobres sellado por el Señor. 

Después de 6 meses en Paraguay, debía regresar a Puerto Rico. Primero, porque tenía que pagar los préstamos de la universidad. Segundo, porque le había prometido a mi familia (en especial a mi mamá) que regresaba. Sin embargo, lo que más pesó para mi regreso a Puerto Rico fue el cuestionamiento de un matrimonio de la Comunidad de Vida Cristiana Paraguay que colaboraba en la favela en la radio comunitaria “Solidaridad”.

Ellos adoptaron una bebé – bautizada como Mará de la Paz – encontrada viva en una cajita en medio de la basura. Ella fue presentada como signo de vida en la ordenación sacerdotal de Fernando López sj realizada en medio del basural. Un día el matrimonio me preguntó: “¿En tu país tú has visto una realidad como esta?” Y ante de mi respuesta negativa, insistieron: “¿Pero, has buscado? “¡Pues no!” – les dije. Eso me hizo regresar a mi país con otra mirada y, sobre todo, con otras búsquedas.

Puerto Rico

El regreso a Puerto Rico era confrontarme con mi realidad. Me daba miedo. Pensaba que todo lo vivido en el basural podía quedar solo en una simple experiencia de juventud. Tres consejos me ayudaron y me ayudan hoy como misionera laica:

1) La oración, que hoy día, desde mi experiencia en la Amazonia y como parte de un equipo itinerante, me habla de una espiritualidad a la intemperie;

2) La comunidad, el “hacer comunidad en el camino” e ir compartiendo estas inquietudes y búsquedas con otras personas;

3) “Bajar al encuentro de Dios” – este punto me ha dado mucha luz: “Marita, cuando sientas que te estás perdiendo, baja al encuentro del Señor en los pobres y excluidos”. Bajar a aquellos rostros concretos donde Dios se me ha hecho y se me sigue haciendo tan presente. Ellos me ayudan a reubicarme en el sentido profundo de mi vida y de mi misión en este mundo como mujer creyente, como mujer misionera, discípula del Señor.

En esta nueva etapa de vida, de vuelta en Puerto Rico, mi corazón quedó movilizado y activamente inquieto, buscando cómo y dónde responder a lo que había «visto y oído». Así, abrí mi vida a varias experiencias cortas de voluntariado: El Salvador (1999), Haití (2001), Amazonia (2003), Nicaragua (2006) y nuevamente Amazonia (2015). También a varias experiencias de misión en mi país a lo largo de los años: en la cárcel, viviendo en barrios marginales con las Hermanas del Sagrado Corazón, en el grupo de canto de la parroquia, como ministra de la Eucaristía y ofreciendo clases de alfabetización.  

Descubrir la vocación de misionera

Y en todas esas experiencias tenía la pregunta y el discernimiento “clavado” profundamente en mi corazón y oración, ¿dónde me quieres Señor?  Y como toda vocación, ésta ha ido madurando poco a poco. ¡Dios es fiel! Veo cómo este largo proceso también fue necesario para discernir y preparar mi corazón para asumir hoy, con alegría y libertad, esta vocación, saliendo de mi zona de confort, dejando la seguridad que me daba mi trabajo en el Colegio San Ignacio de Loyola de Puerto Rico, en el área de la pastoral durante 6 años.

Por fin, el Señor mostró el camino-río y llegué a la Amazonia en 2016. En los 9 años que llevo en la Amazonia como misionera laica, descubro que estar aquí es un privilegio. Es un privilegio poder unirme a esta diversidad de pueblos y culturas, diferentes formas de sentir, pensar, organizarse y vivir, de tener como mayor certeza la incertidumbre y de estar en el Equipo Itinerante frente a los desafíos y soluciones de los pueblos con los que estamos caminando y navegando con la intuición fundante del Equipo: «Anden por la Amazonia y escuchen lo que dice la gente; participen de la vida cotidiana de la gente; observen y registren todo cuidadosamente; sin preocuparse por los resultados y confíen en que el Espíritu mostrará el camino. ¡Coraje, comiencen por donde puedan!”. Claudio Perani SJ (fundador del Equipo Itinerante en 1998).

Impacto personal

Itinerando por los ríos y bosques de la Amazonia, por sus fronteras políticas impuestas, he visto una «radiografía» de este pulmón que se está enfermando a diario con la sequía extrema, los incendios, la tala, el agronegocio y los pesticidas, los grandes proyectos de puertos, carreteras, hidrovías e hidroeléctricas, minería y petroleras, garimpo y narcotráfico, etc. Quien manda es “don dinero”. Lo que importa es el lucro y beneficio de unos pocos sin importar la vida de los pobres, ni de los pueblos indígenas, ni de los otros seres que habitan en la Amazonia… 

Estos años de misión me han ayudado mucho a crecer: encontrarme y enfrentarme con mis propios límites y contradicciones, fragilidades y vulnerabilidades, miedos y heridas que tengo que trabajar; vivir la misión desde una eficacia diferente, “eficacia de la presencia gratuita”; cultivar una espiritualidad a la intemperie que confía en que Dios nos espera a cada vuelta del río y en los otros diferentes; a rezar mi propia historia y sanarla. Es vivir en la (in)seguridad del Evangelio, en itinerancia geográfica e interior (que es la más difícil); con menos seguridad material, pero con mayor seguridad y alegría interior, llena de sentido y agradecimiento a Dios y a los pobres por haberme ayudado a encontrar mi camino. 

Desde las itinerancias geográficas e interiores en esta Amazonia voy aprendiendo a caminar en eso que llamamos “sinodalidad”: caminar juntos en diversidad. Que solo es posible con la gracia de Dios y la “Alegría del Evangelio”; con la ayuda de mis hermanas y hermanos de misión-comunidad en el camino. Caminando juntos, confiando en el amor del Dios Padre-Madre, del Hijo y del Espíritu que nos acompaña en nuestras frágiles canoas.

Es una gracia estar aquí como misionera laica, pero es también una gran responsabilidad, sintiéndome como eterna aprendiz en el Equipo Itinerante, como parte y partera de estos nuevos caminos eclesiales de la REPAM, CEAMA, Red Itinerante de la CLAR-REPAM, etc. 

El Equipo Itinerante

En mis primeras experiencias de misión pensaba que yo iba sola. Yo, en carácter personal, sin ninguna institución, con mis propios medios y recursos. Mas cuando finalmente di el paso de formar parte del Equipo Itinerante, me dijeron que debía ser enviada y apoyada por una institución u organización.

El Equipo no es una institución, sino la suma de instituciones. Pero veo que, desde antes, ya fue con la mediación de otras personas que me ayudaron a hacer experiencias de misión: desde aquel jesuita que me invitó a aquella primera vez al basural de Cateura, donde me enamoré de la misión, pero también mi familia que supo acompañarme sin necesariamente entenderme, mi parroquia y amigos, familiares y personas que ni conozco… Gracias al apoyo de mucha gente, apoyo espiritual y económico, pero también de otras tantas formas de acompañamiento que he recibido, he podido llegar hasta aquí. Dios se sirve de muchas mediaciones.

Ha sido muy importante dejarme acompañar por el Dios presente en los pueblos diferentes con rostros concretos, que nos acogen en las otras orillas y en las distintas vueltas del río que no controlamos. Dios presente en las más diversas realidades y circunstancias: unas llenas de belleza, otras de injusticia, dolor y muerte, que agitan y empujan mi corazón para intentar ser instrumento dócil y fiel junto a los crucificados y los maderos cortados, “eficacia de la presencia gratuita” junto al Calvario de la Amazonia como las tres Marías y Juan (Jn 19,25). Solo así podremos ser semillas plantadas que hacen florecer la Ecología Integral que Dios soñó desde el principio y nos invita a cuidar. 

“Todo está interconectado” (LS, 16), nos dice el Papa Francisco en Laudato Si. Estoy segura de que todos estamos interconectados y que los problemas de esta selva tienen que ver con esa “otra selva de asfalto y hormigón”. También las soluciones están interconectadas. Y en la medida en que cada persona colocamos nuestra semilla, nuestros dones, en la selva donde Dios nos ha plantado, juntos construiremos esta Vida Abundante que Él nos ha prometido (Jn 10,10). Que seamos capaces de hacer silencio (como la semilla plantada) para escuchar Su Voz en el grito de los pobres y de la Madre Tierra violentada, en la voz de nuestros hermanos y hermanas más excluidos, vulnerables y olvidados. Ellos son los predilectos de Dios. Y Dios nos invita a ser misioneros y misioneras para, en el día-a-día, buscar, caminar, gastar y arriesgar nuestras vidas con ellos.

El autorMarita Bosch

Misionera laica

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