Miguel Ángel Martínez-González es médico, investigador y epidemiólogo, catedrático de Medicina Preventiva y Salud Pública de la Universidad de Navarra y catedrático adjunto de Nutrición de la Universidad de Harvard. Con la editorial Planeta ha publicado los libros Salud a ciencia cierta (2018), ¿Qué comes? (2020), La sanidad en llamas (2021) y Salmones, hormonas y pantallas (2023). En 2021 fue incluido en la lista “Highly Cited Researchers 2021” de Clarivate, donde se encuentra entre los 6.600 científicos más citados del mundo. El Ministerio de Ciencia e Innovación le otorgó en 2022 el prestigioso Premio Nacional de Investigación Gregorio Marañón de Medicina por sus aportaciones sobre la importancia de la nutrición, dieta mediterránea y estilo de vida saludable en el ámbito de la medicina preventiva.
¿De qué modo enriquece su parte científica a su fe, y viceversa?
Creo que para un científico, sobre todo cuando uno está en la primera división en investigación, hay muchos peligros que pueden estropear toda su labor, relacionados con el ego, el orgullo, la vanidad, el afán de aparentar, etc. Y esto tiene muy malas consecuencias para el trabajo profesional de un investigador, porque resulta que muchas veces los investigadores sénior quieren estar en todas partes y no dejan a las personas jóvenes que tengan suficiente relevancia y protagonismo, o que puedan continuar a largo plazo su labor. Plantar árboles de cuya sombra se beneficien otros es algo que tengo muy asumido, precisamente por mi fe, porque me parece que está en todo el cristianismo el tema de que es más feliz el que da que el que recibe. Esa actitud de generosidad, de saber ocultarse en muchos momentos y darle paso a otros, que los demás empiecen donde tú has acabado, son valores de la fe que desde luego hacen que la investigación a la larga sea mucho más productiva. Es mucho más eficaz hacer trabajar a treinta que trabajar uno como treinta, pero, cuando el ego se pone por delante, uno quiere estar en todas partes, aparentar, y no deja asomar la cabeza a la gente que está colaborando. Hay que saber dar pasos atrás en los momentos oportunos, sobre todo cuando uno está llegando a la cumbre de su carrera y se le acerca la época de jubilarse. Ese paso atrás hace más productiva la investigación, porque se implica más gente, que cobra protagonismo y coge las riendas.
Y, viceversa, el trabajo profesional enriquece la fe. Profundizar en la biología humana siempre tiene un sentido de fascinación ante cómo funciona el ser humano, sus mecanismos de control, sus órganos, su fisiología, etc. Y eso es muy difícil que no lleve a Dios. Uno descubre unas maravillas realmente impresionantes. Esa fascinación me parece que es una fuerza muy poderosa para acercarse a la fe y a Dios.
Además, a través del trabajo, uno adquiere muchas relaciones con otras personas y ve muchas oportunidades de ayudarlas espiritualmente, de tratar de acercarlas a Dios con un afán apostólico que es inherente al cristianismo. He estado con varios de los que han recibido los Premios Nacionales de Investigación para Jóvenes, que se dieron por primera vez el año pasado, y las conversaciones con ellos, de una manera natural, acababan transmitiendo aspectos de la fe, aspectos que uno tiene dentro por su creencia cristiana. Esto ayuda, y lo mismo cuando tienes un trabajo científico importante, que ocupa mucha parte de tu tiempo. Te da ocasión, sobre todo con tus alumnos, con la gente a la que le estás dirigiendo la tesis o que se está formando contigo como jóvenes profesores, de abrirles horizontes en lo sobrenatural y ver que a través de la ciencia se llega fácilmente a Dios. En todos los temas de estilo de vida y salud pública, que es el ámbito en el que he desarrollado mi carrera científica, ves que al final lo que va en contra de la naturaleza humana perjudica al ser humano. Lo ves con los datos científicos, no solo desde la fe. Meterle al organismo una serie de sustancias que no son propias de los alimentos naturales, o dejarse llevar por una serie de conductas que son fundamentalmente hedonistas, consumistas, acaba produciendo más enfermedades físicas y mentales. De alguna manera, dices: “La Biblia tenía razón”. Con la ciencia al final compruebas que la humildad, la sobriedad, el recto uso de la razón y poner orden en nuestros apetitos concupiscibles repercute en la salud, y, cuando lo ves con los datos de estudios con decenas de miles de personas, te refuerza la fe.
¿Entonces se podría decir que creer es saludable?
Sí. En Boston, dos de los que trabajan conmigo en Harvard están colaborando también con el centro de “Human Flourishing” que lleva un catedrático de Harvard, muy prestigioso, converso al catolicismo, que se llama Tyler VanderWeele. Uno de los trabajos más potentes que ha publicado, en una de las mejores revistas de medicina, demuestra cómo la práctica religiosa previene el suicidio. Esto es algo que está constatado con datos empíricos, que tener unas convicciones religiosas y practicarlas, reduce los factores de riesgo del suicidio.
Recuerdo que, cuando diseñé el gran estudio de cohortes que tenemos en Navarra hace 25 años en Harvard, con ayuda de los profesores de allí, uno, que no era precisamente muy creyente, me dijo: “Mira, si vas a reclutar a antiguos alumnos de la Universidad de Navarra, donde hay tantos católicos, tira a la baja las tasas de mortalidad, porque se van a morir menos, van a tener menos enfermedades”. Y era ateo, pero me decía: “Es que ya tengo mucha experiencia de haber hecho estudios epidemiológicos y veo que cuando la gente tiene más práctica religiosa tiene mejores hábitos de salud, se emborracha menos, se droga menos, tiene menos promiscuidad sexual, van al médico cuando les toca y son más responsables de su propia salud”. Al final, cuando una población tiene más creencias cristianas, tiene mejores hábitos saludables, y eso reduce las tasas de mortalidad. Entonces, lógicamente, es un beneficio para la salud.
¿Su interés por la investigación es solo científico o también una forma de ayudar a los demás?
Lógicamente, ayudar es el motor, es absolutamente prioritario. Se lo repito mucho a mis colaboradores y lo procuro tener siempre presente. Hace poco me reuní con un grupo de cardiólogos de Madrid, porque estamos desarrollando un estudio muy ambicioso que me ha financiado el Consejo Europeo de Investigación, y les decía: “Vamos a incorporar un montón de médicos a este estudio, y es posible que pregunten: ‘Y si yo aporto pacientes a este estudio, ¿me vais a dar un certificado de participación, me vais a poner en los artículos como investigador? Y dije: ‘Por supuesto, haremos todo esto, pero eso no es lo importante’. Hay que pensar en el servicio que le estás haciendo a un montón de pacientes que tienen un problema al que vamos a darle una solución”. También les expliqué que, si un médico explora en Urgencias a un paciente que viene con un dolor en el pecho, le dice que no le pasa nada, y el paciente se vuelve a casa y muere porque tenía un infarto de miocardio y tú no lo habías detectado, esto es un fallo de medicina que es terrible. Pero en salud pública, si le dices al paciente: “No pasa nada con este hábito”, y resulta que luego ese hábito está aumentando en un 10 % la mortalidad, pero lo comparte un 70 % de la población, son millones de muertos los que produces por no hacerlo bien. Lo que hacemos en salud pública tiene unas repercusiones inmensas. A mí me lo decían el otro día en Harvard en una conferencia que di: hace falta mucho sentido de la responsabilidad y mucha valentía para hacer estudios de salud pública, porque están detrás la vida y la salud de millones de personas y, lógicamente, tenemos que ver a Jesucristo en cada una de ellas, lo mismo que en la medicina clínica. Lo que pasa es que, cuando se trata de epidemiología y salud pública, es a gran escala. A lo mejor no se ve de una manera tan inmediata como el paciente al que no le has hecho el electro y se muere de un infarto, pero la realidad es que, con las decisiones que tomamos en salud pública y con las investigaciones que hacemos, podemos estar beneficiando o perjudicando a millones de personas. Y en esas personas tenemos que ver a Jesucristo, porque, si no, hemos perdido el sentido cristiano de la vida.
¿Cree que en el ámbito científico hay un prejuicio hacia los creyentes, o ya está superado?
No, no, el prejuicio existe, y es absolutamente injusto, porque es eso, un prejuicio. La realidad es que hay que tener la perspectiva de que los católicos no somos seres de segunda categoría, y que tenemos el mismo derecho a investigar que cualquiera. No podemos ser personas a las que se nos margine. Ahí hay que hacer también un ejercicio de fortaleza y valentía y no dejarnos arrinconar, no ser timoratos o acomplejados. Creo que los católicos tenemos que tener la convicción de que la fe proporciona una visión más global, complementaria, y que nos hace elevar el punto de mira y ser más rigurosos, precisamente porque tenemos fe. Porque vemos que lo que hagamos aquí tiene una repercusión más allá de esta vida, y eso te da un gran sentido de responsabilidad. Dios me va a pedir cuentas de todo esto. Y la trascendencia más allá de la vida en esta tierra es algo que ayuda a hacer mejor el trabajo profesional, y sobre todo también con la visión de san Josemaría de que ese trabajo es santificable. Entonces, lógicamente, miramos ese trabajo con mucha más solidez que si no tuviéramos fe.