Como señala el Catecismo de la Iglesia Católica en su número 1809 “La templanza es la virtud moral que modera la atracción de los placeres y procura el equilibrio en el uso de los bienes creados. Asegura el dominio de la voluntad sobre los instintos y mantiene los deseos en los límites de la honestidad (…)”. Por lo que se dirá a continuación vale la pena destacar las palabras “modera” y “equilibrio”.
Al mundo de hoy –y probablemente al que le precede– le suena un tanto extraño hablar de moderación, austeridad, desprendimiento, modestia, castidad, pudor, etc. No está preparado para ello. Estas formas de templanza chocan frontalmente con el consumismo y el hedonismo, que se han convertido en tendencias profundamente arraigadas en nuestra época, al menos en la sociedad occidental.
Pensemos, por ejemplo, en el bombardeo continuo e indiscriminado de imágenes sensuales de todo tipo que se transmite a través de las redes sociales, la televisión, los periódicos, el cine o la moda, que implícita o explícitamente manifiestan inmoderación, despilfarro, ostentación, exacerbación de lo placentero, o de la satisfacción que se puede alcanzar inmediatamente con un simple “clic”.
¿Enfrentarse a una vida destemplada?
¿Por qué es necesaria la templanza o moderación? Porque, como seres racionales, con inteligencia y voluntad, debemos satisfacer nuestras necesidades naturales no según el instinto, sino de acuerdo con la recta razón, es decir, racionalmente.
Observamos que a las operaciones naturales de conservación del individuo –alimentación– y de la especie –unión sexual– les sigue un cierto deleite o placer.
Así, por ejemplo, ¿qué sucedería si no gozáramos con el alimento que necesitamos para vivir, sino que sintiéramos repugnancia? En ese caso habría ciertas posibilidades de que no nos alimentáramos, sólo porque nos produciría disgusto, poniendo nuestra vida en peligro. Lo mismo puede aplicarse al placer de tipo venéreo o sexual y su finalidad procreativa.
En cuanto al dominio de sí, la templanza ayuda, además, a controlar la agresividad; por eso es indispensable para actuar y para razonar lúcidamente, evitando el estado de ofuscamiento de las pasiones.
Primero los esposos/padres, luego los hijos
Los padres precisan una interioridad firme y “cincelada” por el olvido de sí mismos, que se hace presente en el hogar, donde interactúan con los demás familiares, con serenidad, sin alarmismos ni sobresaltos ante los cambios y crisis que se dan en la vida de toda persona que se encuentra en proceso de maduración personal, como pasa, por ejemplo, con los niños y adolescentes. Eso es templanza.
Asimismo, esa misión de los padres les demanda ser ejemplo de realismo y humildad. Realismo para exigir con moderación y paciencia, pues los hijos, como todo ser humano, tienen ritmos y limitaciones propias.
Y humildad para aceptar que cargan con miserias y con la fuerza interior de sus propios apetitos sensibles, que en determinadas circunstancias salen del orden de la recta razón, quedando evidenciados ante los hijos. En estas situaciones es necesario ser humildes para reconocer las propias destemplanzas y, si fuera el caso, pedir perdón.
La templanza no es solo armonía interna de uno consigo mismo. Es también consecuencia del darse y acoger al otro: esposos, padres e hijos, etc.
Esto se nota en la vida corriente y cotidiana de la familia. Por ejemplo, se nota con claridad cuando en el hogar unos padres sólo “dan cosas” a sus hijos, cumpliendo con una función meramente dispensadora de bienes materiales, sin ningún tipo de medición, desprendimiento y sobriedad.
Si un padre no es dueño de sí mismo no podrá irradiar benevolencia y clemencia en el trato con su hijo; más bien recurrirá con frecuencia a gritos, agresiones verbales y físicas, denotando insensibilidad, crueldad, etc.
Asimismo, si un cónyuge no se respeta, no se comprende, dominado por sus impulsos, afecciones y pasiones, difícilmente estimará y respetará al otro.
La educación en la templanza exige la vivencia de una austeridad por parte de los padres, con elegancia, sin caer ni en la tacañería por un extremo ni en el despilfarro por el otro.
Por ello han de mantener un esfuerzo sostenido, el espíritu de sacrificio, la firmeza, la capacidad de renuncia y mucho temple para saber esperar sin desesperar, conscientes que no existe ni la familia perfecta, ni padres infalibles, como tampoco deben esperar que crezcan unos hijos perfectos.
El amor entre los cónyuges ayuda e impide a que en el hogar uno “se destemple” “ante las destemplanzas” del otro, pues el mal nunca se vence con el mal, sino siempre con la fuerza del bien.
Una actitud que ayuda a la vivencia de la templanza en lo cotidiano de la vida familiar es la mansedumbre. La mansedumbre modera particularmente la ira desmedida e injusta. Ella genera paz, serenidad, tranquilidad y armonía en los hogares y en las relaciones interpersonales que ahí se viven.
Educar en la templanza o austeridad con medidas concretas
El matrimonio que quiere vivir en serio el esfuerzo por cuidar y recuperar el equilibrio, la estabilidad y armonía en su “adentro”, necesita establecer una “autodisciplina”. Por ejemplo, en la utilización de los aparatos electrónicos y recursos tecnológicos e informáticos.
Los padres, como primeros responsables de la educación familiar, son los llamados a determinar las medidas de uso de las redes sociales, la televisión y demás aparatos electrónicos.
Así, pueden –deben– establecer que no haya PC ni TV, si smartphone o tableta o cualquier dispositivo que se les parezca, en los dormitorios; que solo funcione un aparato a la vez, en un lugar común y visible del hogar; que haya horarios y momentos claramente establecidos para su uso, etc. Es inapropiado tener la televisión encendida cuando se comparte la mesa familiar u otros momentos de comunión propios del hogar, como celebraciones, visitas, etc.
La sobriedad y el desprendimiento exigen vivir bien, con lo necesario para la subsistencia humana, y para ello hay que evitar el despilfarro, los gastos innecesarios, la ostentación. Más aún cuando en nuestro mundo consumista hay muchas familias que no cuentan ni siquiera con lo mínimo para vivir dignamente.
La austeridad, que no quiere decir miseria, nos hace solidarios y generosos con los que menos tienen.
Colofón
Hemos hablado de moderación, templanza y austeridad, que en el contexto tratado –matrimonio y familia– vienen a ser lo mismo. Y ya se ve que es algo en lo que merece la pena enfocarse.
Merece la pena una vida conyugal, familiar, centrada en la visión sosegada y esperanzada de las cosas, en la serenidad de espíritu, en un equilibrio interior y exterior y en el desprendimiento generoso ante lo agradable y apetecible.
En una familia se verifica y alcanza la proporción debida cuando está constituida por miembros emocionalmente equilibrados, libres y dueños de sus impulsos interiores, no estando a merced de caprichos ni de cambios repentinos.