Vocaciones

El matrimonio y «su» fortaleza

En el matrimonio, las quejas muchas veces no son reproches, sino peticiones, lo cual nos invita a ser fuertes y combatir la actitud quejica, más propia de la mezquindad que de la cordura y positividad.

Alejandro Vázquez-Dodero·6 de febrero de 2025·Tiempo de lectura: 4 minutos
Matrimonio

(Unsplash / Jonathan Borba)

El Catecismo de la Iglesia Católica, en su nº 1808, señala que “La fortaleza es la virtud moral que asegura en las dificultades la firmeza y la constancia en la búsqueda del bien. Reafirma la resolución de resistir a las tentaciones y de superar los obstáculos en la vida moral. La virtud de la fortaleza hace capaz de vencer el temor, incluso a la muerte, y de hacer frente a las pruebas y a las persecuciones. Capacita para ir hasta la renuncia y el sacrificio de la propia vida por defender una causa justa (…)”.

¿Uno nace fuerte o se hace fuerte? Más bien lo segundo, y sobre todo en el caso del ser humano, que viene al mundo dependiendo absolutamente de los demás para su supervivencia. Es a medida que va adquiriendo experiencia de la vida –por eso es virtud, o sea hábito operativo bueno– cuando uno se hace fuerte.

Nos interesa destacar eso que dice el punto reseñado: busca el bien quien, habiendo contraído matrimonio, quiere preservarlo en su autenticidad y belleza, haciendo todo lo necesario porque su matrimonio rezume frescura, cueste lo que cueste, haciéndose fuerte para afrontar la contrariedad.

En la prosperidad y en la adversidad…

En el rito del matrimonio canónico los futuros cónyuges se comprometen a guardarse fidelidad en la prosperidad y en la adversidad; o sea que parten de la base de que en su matrimonio va a haber dificultades, sufrimiento, pero que aún así van a ser fieles a su compromiso de amor.

En el matrimonio aparecen las tormentas, pero tras los nubarrones reaparece el sol. Por eso cuando los marineros ven los vientos venir se preparan para, con todas sus fuerzas, luchar contra esa adversidad, porque saben que siempre al final saldrán ganando y la mar volverá a serenarse; navegan contra viento y marea con la esperanza de que se reencontrarán con un mar apacible, navegable.

En el matrimonio sucede lo mismo: tras una contrariedad, bien llevada, llega la superación, y ahí es donde se reconoce el fruto de la fidelidad al sí dado en su día, al contraerlo; y ahí es donde se reconoce la belleza de corresponder al amor aun a costa de los reveses de la vida, poniendo esfuerzo y confiando, esperanzándose.

Unidad y comunicación

La fortaleza del matrimonio reside en su unidad, en el sentirse los cónyuges una única realidad. Por eso conviene que compartan –se comuniquen– las dificultades como si el problema del otro también fuera con uno. Preguntarle por su significado, por lo que representa, y tratar de ponerse en su lugar.

Quizás sepamos emitir sonidos, pero comunicar va mucho más allá. Hace falta saber expresar nuestras ideas sin herir al prójimo, describiendo nuestro punto de vista, empezando las frases por “yo” para llegar al “nosotros”, y manifestando nuestros sentimientos y afectos.

La escucha activa, todavía más importante y necesaria que el habla, requiere de un aprendizaje: prestar y mantener la atención, y asegurarse que el otro se siente escuchado y tenido en cuenta. Eso cuesta, y muchas veces hay que “hacerse violencia”, desde la fortaleza, para lograrlo.

En el matrimonio es importante aprender a escuchar los sentimientos. Centrarse en lo que el cónyuge siente más que en lo que dice. En la frase “Juan -un hijo- está insoportable; ¡no puedo más!”, lo importante no es “Juan está insoportable”, sino “no puedo más”; y antes de abordar el problema de Juan, hay que empatizar con el sentimiento de tu cónyuge: “Tienes razón: no hay quién lo aguante” ¿Qué podemos hacer?”. Y ese ejercicio suele requerir esfuerzo.

Respeto, comprensión, y cuidado de las cosas pequeñas

El respeto es imprescindible en sí mismo. Tener en cuenta las cuestiones y los planteamientos de los demás dándoles como mínimo el mismo valor o más que las propias ideas. No imponer los pensamientos de uno, ni transformar las propias opiniones en dogmas.

Priorizar siempre al cónyuge. Es el que da sentido a la propia existencia del matrimonio y de cada uno de los esposos. No anteponer los deseos de otros a los del propio cónyuge, siendo prudente, y por supuesto jamás tomar partido contra él ni limitarse a “ser neutral”. Intentar ponerse en el lugar del otro. Lo que significa tal cosa para él o ella. Eso cuesta…

Cuidar los detalles más pequeños de la convivencia, con el sacrifico constante que ello requiere. Todos sabemos que la grandeza de las cosas está en los detalles. De otro lado, si eres cuidadoso con los pequeños gestos, estarás preparándote para retos más desafiantes, y eso en el matrimonio encuentra su espacio y es garantía de fidelidad, que es felicidad.

Serenidad y buen humor

Discutir en la vida matrimonial, que a veces será preciso, debe hacerse siempre desde la serenidad: lo agradece uno mismo y el cónyuge con quien se ha discutido. Se trata de aplicar un equilibrio entre la razón y el corazón, cosa que muchas veces requiere esfuerzo. 

Si un cónyuge siente una emoción fuerte, mejor dejar que fluya sin manipularla y, cuando haya remitido, afrontar la causa del desencuentro.

Y en todo caso reírse un poco de la vida, desdramatizando, sin absolutizar desmesuradamente. Reírse “con” y no “de” une mucho más de lo que pensamos. Pero en ocasiones cuesta y hay que esforzarse para lograrlo.

Está comprobado que las quejas verbales nos debilitan y contagian a los demás con actitudes negativas. Conviene buscar sacar algo positivo y no insistir en cosas que no aporten soluciones o no ayuden a levantar el ánimo.

Aun así, cuando uno escuche quejas de su cónyuge, mejor que piense que, en el matrimonio, las quejas muchas veces no son reproches, sino peticiones, lo cual, nuevamente, nos invita a ser fuertes y combatir la actitud quejica, más propia de la mezquindad que de la cordura y positividad.

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