Familia

El matrimonio y la prudencia

En el ámbito matrimonial la prudencia se nos antoja como la guía o conductora del resto de virtudes que garantizan un matrimonio logrado.

Alejandro Vázquez-Dodero·8 de octubre de 2024·Tiempo de lectura: 4 minutos
matrimonio cristiano

Según señala el Catecismo de la Iglesia Católica en su punto número 1806, “La prudencia es la virtud que dispone la razón práctica a discernir en toda circunstancia nuestro verdadero bien y a elegir los medios rectos para realizarlo. (…)”.

¿A qué nos suena ser prudentes? ¿A callar la boca y no hablar demasiado no sea que nos equivoquemos? ¿A frenar un impulso? ¿A qué?

Es prudente quien se ha habituado a hacer las cosas según la realidad. Podríamos decir que es un sinónimo de sensatez, sentido común o buen sentido para actuar: primero sopesa, discierne, y luego actúa.

Dicho lo anterior, resaltamos los tres elementos fundamentales que forman la virtud de la prudencia: los principios, el discernimiento y el imperio de la voluntad.

En efecto, sin principios verdaderos y buenos es imposible actuar según la realidad. Sin un discernimiento que nos oriente en la situación concreta que está ante nosotros, los principios se quedan en declaraciones líricas y vagas de una bondad más deseada que real.

Y con los dos aspectos anteriores, los principios y el discernimiento, pero sin el imperio de la voluntad, todo se queda en un mero deseo infecundo, y desemboca en la desesperanza de no poder alcanzar en concreto el bien para nuestras vidas.

Ahora bien, el papel de la voluntad no es amar a plomo, aunque a veces haya que hacerlo.

Y, en efecto, no hay prudencia sin el ejercicio cotidiano de los actos que los principios inspiran y el discernimiento indica.

Ese ejercicio sería diligente, decidido o sin dispersarse ni dudar. Una vez he actuado valoraré lo realizado, de modo que el bien alcanzado me inspire para próximas actuaciones.

El porqué de la prudencia en la vida matrimonial

Aplicada la prudencia que describíamos a la realidad del matrimonio, y para no abusar del espacio de que disponemos en esta publicación periódica, nos centraremos en los principios específicos del mismo, a saber: la unidad, la indisolubilidad y la fecundidad. Así, además, daremos un enfoque estrictamente práctico a esta disertación.

La unidad y la prudencia en el matrimonio

El principio de la unidad es la base de todos los demás. El amor humano nace y crece sólo en la unidad de los cónyuges.

Fuera de esta tan especial unión y amistad de dos personas distintas que se dan la una a la otra de forma recíproca y complementaria, el amor, específicamente el amor en su dimensión sexual, desaparece, porque pierde su esencia de virtud y se hace falso, tóxico y posesivo.

Para discernir si un matrimonio está viviendo prudentemente la unidad que su realidad exige cabría preguntarse: ¿conozco bien a mi cónyuge? ¿Sé lo que le gusta y lo que le molesta? ¿Qué gustos o aficiones compartimos? ¿Estoy dispuesto a renunciar a algunos de mis gustos individuales por mi cónyuge? ¿Veo el mundo desde sus ojos y lo comprendo? ¿Estoy de su lado? ¿Busco lo mejor para los dos? ¿Cuido a mi cónyuge? ¿Me importa lo que siente, piensa y hace? ¿Respeto su libertad y confío en mi cónyuge?

La indisolubilidad y la prudencia en el matrimonio

En segundo lugar, en cuanto a la indisolubilidad, la definiríamos como la forma de la unidad y la fidelidad en el tiempo. En efecto, sin creer en una unidad indisoluble no hay forma de mantener el amor conyugal, ni tampoco se le hace justicia a la dignidad de la persona.

Cuando me planteo la prudencia en el marco de la indisolubilidad matrimonial puedo formularme algunas preguntas: ¿estoy dispuesto a cumplir mis promesas matrimoniales? ¿Medito sobre ellas con frecuencia? ¿Cuido la exclusividad de mi entrega? ¿Soy consciente de las cosas que pueden obstaculizar o imposibilitar la indisolubilidad de mi matrimonio?

La fecundidad y la prudencia en el matrimonio

Otro principio es la fecundidad. Sobre la apertura a la vida que debe tener la vida sexual activa de la pareja hay mucho ya escrito y con bastante claridad: no hay ni unidad, ni indisolubilidad, ni fidelidad verdaderas, si la vida sexual de la pareja se cierra a la vida.

Importantísimo es entender que la vida sexual es un aspecto esencial de la fecundidad del matrimonio; pero ni es el único, ni es el fundamento.

La fecundidad es antes que nada el florecimiento de las personas que se hacen cónyuges. El matrimonio es necesariamente fecundo y no sólo en la procreación de los hijos, a veces no se tienen, sino en la bondad, la compasión, la ayuda mutua y a los demás.

La fecundidad es un rasgo característico de todo amor, pues todos los amores, conyugal, paterno, filial, de amistad, etc., están llamados a dar frutos: entrega, generosidad, comprensión, tiempo, detalles.

Pero el fruto de la transmisión de la vida es lo específico y exclusivo del amor conyugal en el ámbito de la fecundidad, su seña de identidad frente a los demás amores, con los que comparte el resto de frutos.

Sin todo lo que implica hacer de la propia vida algo fecundo y noble, la procreación de los hijos no expresa fecundidad verdadera, sino compulsión y no rara vez, podríamos decir, abandono y tristeza. 

Preguntas de discernimiento sobre la fecundidad vivida prudentemente: ¿estoy dispuesto a dar la vida por mi familia? ¿Sé que esa entrega implica, más que un acto heroico, hacerlo día a día? ¿Cuido mi vida sexual como expresión de amor, ternura y respeto hacia mi cónyuge?

La fecundidad no es cuestión de número de hijos, eso lo ha de decidir cada matrimonio según sus circunstancias, sino una actitud, y un principio rector.

Como colofón, recordar el señalado protagonismo de la prudencia en la vida virtuosa de quien así se la plantea, pues es “auriga virtutum”, o guía de virtudes, según subrayaba santo Tomás de Aquino. Y también en el ámbito matrimonial la prudencia se nos antoja como la guía o conductora del resto de virtudes que garantizan un matrimonio logrado.

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