Ecología integral

Marta Rodríguez: “Las mujeres tienen que ayudar a la Iglesia a comprenderse a sí misma”

Marta Rodríguez Díaz, doctora en Filosofía en la Pontificia Universidad Gregoriana, habla con Omnes sobre la cuestión de las mujeres en la Iglesia pero con una perspectiva actualizada y alejada de los tópicos que suelen imperar en este debate.

Maria José Atienza·27 de septiembre de 2024·Tiempo de lectura: 5 minutos
Marta Rodríguez Díaz

Marta Rodríguez Díaz es Doctora en Filosofía en la Pontificia Universidad Gregoriana. Esta madrileña es profesora en la Facultad de Filosofía del Ateneo Pontificio Regina Apostolorum. Allí coordina el área académica del Instituto de Estudios sobre la mujer. Especialista en cuestiones de mujer y género, su doctorado, centrado en las raíces filosóficas de las teorías de género, obtuvo el Premio Bellarmino 2022 por la mejor tesis doctoral de la Gregoriana. Marta Rodríguez fue, además, responsable del Dicasterio para Laicos, Familia y Vida.

Antes de nada, ¿por qué sigue existiendo un «tema» alrededor de la mujer en la Iglesia? 

–Creo que el proceso histórico arranca desde muy lejos… de hecho, figuras como santa Hildegarda de Bingen o santa Teresa de Jesús ya “protestaban” por el modo en el que los hombres de Iglesia concebían a las mujeres. Un origen más inmediato lo podemos colocar en el siglo XX. A mediados de siglo confluyen varios factores: por un lado, la revolución sexual y el movimiento del 68 provoca una especie de fractura entre las mujeres y la Iglesia, que llevará a un enfriamiento e incluso a un cierto alejamiento de muchas de la institución eclesial. Por otro, hay una toma de conciencia, también dentro de la Iglesia, de que la presencia de la mujer en la vida pública es un “signo de los tiempos” (así lo definió por primera vez Juan XXIII). 

El Concilio maduró las bases teológicas para una plena inserción de la mujer en la Iglesia, como sujeto de derechos y deberes… pero ha sido lenta la asimilación de esta novedad. 

El Magisterio postconciliar ha seguido en esta línea, pero como ya decía san Juan Pablo II en “Christifidelis Laici” 49, es necesario pasar del reconocimiento teórico de la dignidad de las mujeres a las realizaciones prácticas. En resumen: este siglo ha sido testigo de un cambio muy fuerte en el modo en el que las mujeres se conciben y colocan en la sociedad. La Iglesia no podía quedar ajena a estas transformaciones, y ha tenido (y tiene que seguir haciendo) un camino análogo de asimilación y transformación.

En un mundo donde el concepto de mujer parece haberse diluido ¿cómo definimos a la mujer?

–Una mujer es una persona humana de sexo femenino. El sexo no es un aspecto accidental, accesorio… el sexo toca y permea todas las dimensiones de la persona: cuerpo y alma. Según Juan Pablo II, la persona no es sexuada a causa del cuerpo sexuado, sino que es en el cuerpo donde esta diferencia se manifiesta con más claridad, pero tiene una raíz más profunda. Al final, varón y mujer son dos formas distintas y complementarias de ser imagen y semejanza de Dios. 

Por lo que se refiere a la cultura, en el ser humano no se puede distinguir entre naturaleza y cultura. Es decir: es una distinción legítima, pero es de razón. En la realidad, naturaleza y cultura se encuentran siempre fusionadas. La naturaleza del ser humano es ser cultural. Por eso, el ser mujer es un hecho natural y cultural al mismo tiempo.

Usted ha conocido las diferencias culturales y sociales en todo el mundo ¿Cómo se entiende la tarea de la mujer en diferentes lugares donde la Iglesia está presente?

–¡Uf! Esa sí que es una pregunta difícil. Simplificando mucho la cosa, podríamos decir que las visiones se mueven entre dos polos: uno que concibe la tarea de la mujer como una actividad subsidiaria y de segundo nivel, y otro que comprende el protagonismo que está llamada a ejercer hoy.

La diferencia entre un polo y otro estriba en una concepción antropológica y eclesiológica diferente. Los que se colocan del lado del protagonismo parten de una idea de complementariedad entre varón y mujer, donde ambos son iguales en dignidad y diferentes. Por eso se necesitan mutuamente: no solo en el orden del hacer, sino también en el del ser. Y no porque estén incompletos, sino porque sólo en el encuentro recíproco alcanzan su plenitud como personas.

La visión de Iglesia que sostiene el protagonismo no es la de una democracia regida por las cuotas, sino la de la Iglesia como misterio de comunión, sinodal, donde todas las vocaciones son importantes, y los ministerios están al servicio del Pueblo de Dios.

Por otro lado, en los lugares donde la tarea de la mujer se concibe de una manera más reductiva, se parte de una idea de sumisión antropológica de la mujer al varón, y de una idea clericalista de la Iglesia.

Hay una especie de identificación de poder y sacramento del orden por lo cual, sin el acceso al orden sacerdotal no existe «igualdad» para la mujer en la Iglesia ¿Esto es real? 

–En primer lugar, hay que entender que, en la Iglesia, el ministerio es siempre una autoridad que se recibe para el servicio, no como una dignidad personal, o un dominio. 

Por lo que se refiere a las mujeres, la Evangelii Gaudium n. 104 da una clave muy importante. Dice que las reivindicaciones legítimas de las mujeres plantean preguntas a la Iglesia que no se pueden eludir fácilmente. Y dice: el punto está en separar el poder en la Iglesia del ministerio presbiteral. Es decir: el sacramento del orden está necesariamente vinculado a una autoridad, pero esta no es la única fuente de potestad (poder) dentro de la Iglesia.

El sacramento del bautismo es en sí mismo una configuración con Cristo, y en virtud de él, la Iglesia puede otorgar también una autoridad a laicos para que la ejerzan al servicio del Pueblo de Dios. Éste es un tema que se ha venido trabajando en los últimos años, también a nivel de derecho canónico. Y me parece que el camino que está haciendo la Iglesia al poner la sinodalidad al centro de la reflexión es una forma de ir superando una concepción clerical de la Iglesia. Esto no debería de suponer en absoluto un menoscabo de la dignidad del presbítero (¡personalmente puedo decir que soy una amante del sacerdocio ministerial!), sino un colocarlo dentro del Cuerpo del cual y para el cual ha sido llamado.

¿Hay techo, no ya de cristal sino de hormigón, para la mujer en la Iglesia? 

–Creo que no lo hay a nivel teológico e incluso canónico, pero sí lo hay, sobre todo en algunos contextos, a nivel cultural. Es lo que decía antes de la “Christifidelis Laici». Hay muchas cosas que se podrían hacer y que no se hacen por cuestión de mentalidad.

Me parece que el Papa Francisco está queriendo dar signos de cambio en este sentido, y la idea sería que las conferencias episcopales y diócesis siguieran en su misma línea: nombrando mujeres para puestos de responsabilidad, colocándolas en los consejos, etc.

¿Qué aporta, pues, la mujer de manera original en la tarea de la Iglesia en el mundo?

–La mujer aporta todo lo que ella es… es decir: si creemos que el sexo es realmente algo que toca a toda la persona, entonces comprendemos que varones y mujeres tenemos una modalidad relacional distinta, un modo de razonar, relacionarnos, y actuar, que tiene tonalidades diversas. 

Un mundo pensado y hecho solo por varones es muy pobre, así como lo es un mundo solo de mujeres. Se necesita la otra perspectiva, que completa, corrige, modula. 

Además de un hacer complementario en todos los campos, la mujer en la Iglesia está llamada a despertar su rostro femenino, esponsal y materno. 

Las mujeres tienen que ayudar a la Iglesia a comprenderse más plenamente a sí misma, y eso pasa por, como dice el Papa Francisco, pensar la Iglesia con categorías femeninas”. ¡Olé! Creo que se abre una vía profética que tenemos que explorar.

¿Qué camino, como creyentes, toca recorrer a las mujeres?

–En pocas palabras: el de encarnar una feminidad luminosa, desde la que abrir a la Iglesia caminos proféticos que respondan a los signos de los tiempos hoy.

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