Ecología integral

La teología avala la conversión ecológica que propone la Iglesia

El Papa Francisco publicó su encíclica Laudato si’ el 18 de junio de 2015. Es la primera dedicada específicamente a la cuestión ambiental. Recibió grandes elogios de líderes religiosos y científicos y sería paradójico que no encontrara la misma acogida entre los católicos.

Emilio Chuvieco Salinero, Silvia Albareda Tiana y Jordi Puig Baguer·4 de julio de 2017·Tiempo de lectura: 11 minutos

El Papa Francisco publicó su encíclica Laudato si’ el 18 de junio de 2015. Es la primera dedicada específicamente a la cuestión ambiental. Recibió grandes elogios de líderes religiosos y científicos y sería paradójico que no encontrara la misma acogida entre los católicos.

Sin duda, esta encíclica, que llama a una conversión ecológica por parte de todos, ha sido el documento de la jerarquía católica más leído y citado de las últimas décadas, particularmente entre personas habitualmente poco cercanas a la Iglesia.

La palabra conversión tiene mucho arraigo en el cristianismo. Hace referencia a una modificación radical de las actitudes y, consecuentemente, del comportamiento. Conversión implica un cambio de vida, que tradicionalmente denota el paso de una condición alejada de la fe otra en la que se viva plenamente, o incluso el tránsito de un credo religioso a otro. Por tanto, la expresión “conversión ecológica” supone una transformación honda en nuestra relación con la tierra, a la que la encíclica califica como “casa común”. En este sentido lo aplica el Papa Francisco cuando solicita un nuevo enfoque, una forma nueva de valorar y de contemplar la tierra, pasando a considerarla como un don o regalo, como nuestro hogar, que tenemos que cuidar en beneficio propio, de los demás seres humanos —presentes y futuros— y delas demás criaturas, revisando las conductas diarias que, tal vez inadvertidamente, causan un grave daño ambiental y social. Fruto de la conversión ecológica de cada uno, seremos capaces de alumbrar un nuevo concepto de progreso, que haga compatible el bienestar humano actual y de las generaciones futuras con su extensión a todos y el florecimiento de las demás formas de vida.

Continuidad del Magisterio

El concepto de conversión ecológica no es originario del Papa Francisco. Lo enunció por vez primera san Juan Pablo II. Ya en su mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de 1990 había indicado, refiriéndose a la cuestión ambiental, que “la verdadera educación de la responsabilidad conlleva una conversión auténtica en la manera de pensar y en el comportamiento”. Unos años más tarde, en la audiencia general del 17 de enero de 2001, indicaba que “es preciso estimular y sostener la ‘conversión ecológica’, que en estos últimos decenios ha hecho a la humanidad más sensible respecto a la catástrofe hacia la cual se estaba encaminando”, y, un par de años más tarde, en un texto dirigido a los pastores de la Iglesia, añadía: “Se necesita, pues, una conversión ecológica, a la cual los obispos darán su propia contribución enseñando la relación correcta del hombre con la naturaleza. Esta relación, a la luz de la doctrina sobre Dios Padre, creador del cielo y de la tierra, es de tipo ministerial. En efecto, el hombre ha sido puesto en el centro de la creación como ministro del Creador” (Pastores Gregis, 2003, n. 90).

En la misma línea, Benedicto XVI incluyó numerosas referencias en sus escritos a la cuestión ambiental, indicando la importancia de abordar un cambio de mentalidad que impacte de modo efectivo a nuestra forma de vivir: “Es necesario un cambio efectivo de mentalidad que nos lleve a adoptar nuevos estilos de vida, a tenor de los cuales la búsqueda de la verdad, de la belleza y del bien, así como la comunión con los demás hombres para un crecimiento común, sean los elementos que determinen las opciones del consumo, de los ahorros y de las inversiones” (Caritas in veritate, 51).

Al igual que sus predecesores, el Papa Francisco considera que la conversión ecológica implica un cambio en los estilos de vida, pero amplía este concepto a otras múltiples facetas: “Debería ser una mirada distinta, un pensamiento, una política, un programa educativo, un estilo de vida y una espiritualidad que conformen una resistencia ante el avance del paradigma tecnocrático” (Laudato si’, 194). En suma, el santo Padre propone un programa completo, en el que la dimensión espiritual y la solidaridad reinen en el seno de lo material y su uso. Un programa que abarca muchos aspectos y justifica, en última instancia, la relevancia del término conversión ecológica y su papel destacado en la encíclica (que abarca una sección completa: los puntos 216 a 221).

La encíclica no reniega de la tecnología, como algunos han criticado, sino que la considera una herramienta para solventar los problemas, no como la solución de los mismos. De poco serviría confiar en la tecnología si seguimos manteniendo nuestras prioridades en el beneficio personal, en la acumulación desmedida de recursos: en suma, si seguimos identificando la felicidad con la posesión ma – terial y negándonos a aceptar la raíz moral de los males que nos aquejan, la “violencia del corazón”, que es la que se señala insis – tentemente. En ese marco, la tecnología sólo servirá para poner parches al problema, en el mejor de los casos, y en el peor para perpe – tuar las injusticias que se esconden detrás de un modelo social y económico desenfocado. Por esta razón, la encíclica anima a todos los creyentes a adoptar una nueva actitud ante los demás seres humanos y las demás cria – turas, a recuperar algunos elementos bási – cos de la teología católica que quizá se han diluido en los últimos siglos, como el sentido sagrado de todo lo creado, el valor sacramen – tal de lo material, o su llamada intrínseca a la contemplación agradecida de la belleza inscrita en las obras de Dios.

Cualquiera de las grandes religiones de la humanidad considera que el mundo es obra de un ser divino, un don, y que la inmensidad, belleza y perfección de lo creado es una ma – nifestación de Dios que nos pone en contacto con Él. Por tanto, cualquier tradición religio – sa se acerca a la naturaleza con gran respeto y veneración. En la tradición cristiana, así co – mo en las demás religiones monoteístas, Dios no se confunde con el mundo, pero tampoco se aparta de él. Si el mundo ha sido creado por Dios, es necesariamente bueno, como re – iteradamente indica el primer capítulo del Génesis: “Y vio Dios que era bueno”.

Base bíblica

Las relaciones del ser humano con las demás criaturas están recogidas en dos capítulos del Génesis. En el primero, correspondiente a la tradición yahvista, se indica que la crea – ción del hombre supone de alguna forma una “culminación”, al tratarse de la única criatu – ra que puede propiamente definirse como “imagen y semejanza” de Dios. En esa línea se le da un papel predominante, que le lleva a tener un cierto dominio sobre las demás. Sin embargo, como han puesto en evidencia numerosos teólogos, el conocido texto: “Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla; mandad en los peces del mar y en las aves de los cielos y en todo animal que serpea sobre la tierra” (Gen 1, 28), no puede leerse aisladamente e interpretarse como una justificación teológica de una actitud depredadora con la naturaleza, sino más bien como una llamada a la responsabilidad: “La conversión ecológica lleva al creyente a desarrollar su creatividad y su entusiasmo, para resolver los dramas del mundo […]. No entiende su superioridad como motivo de gloria personal o de dominio irresponsable, sino como una capacidad diferente, que a su vez le impone una grave responsabilidad que brota de su fe” (Laudato si’, 220).

Dominio delegado y responsable

No se trata, en definitiva, de un dominio absoluto sobre la creación, sino de una autoridad delegada, que implica dar cuenta a Dios sobre el trato que hemos dispensado a sus criaturas y al resto de los seres humanos. Esta tradición de custodia ambiental se apoya en múltiples pasajes de la Sagrada Escritura. Ya en el segundo capítulo del Génesis se indica que Dios después de crear al hombre “le dejó en el jardín del Edén, para que lo labrase y cuidase” (Génesis 2, 15), lo que está indicando una relación amable con el entorno. No hemos de olvidar que el nombre que recibe el primer ser humano (Adam) tiene la misma raíz hebrea que la palabra suelo (Adamah); por tanto, debe considerarse como parte de la misma Tierra que habita: “Olvidamos que nosotros mismos somos tierra” (Laudato si, 2). Ese mismo sentido tiene la traducción latina de esos términos: homo y humus, que muestra hondamente nuestra conexión con el ambiente. En pocas palabras, somos criaturas, parte de un conjunto mucho más amplio y tenemos lazos de comunión biológica y teológica con los demás seres creados.

Esta es la principal base teológica del cuidado que debemos a la naturaleza, de la que formamos parte en un todo integrado, aunque además cada uno la trascendamos espiritualmente. Por eso, como indica el Papa Francisco, es clave recuperar la teología cató- lica de la Creación para reconducir nuestras relaciones con las demás criaturas y cambiar nuestro papel de explotadores, tantas veces inconsciente e involuntario por el ocultamiento que supone la complejidad de los mercados que nos abastecen, a custodios de la Creación, comprometidos con su respeto: “La mejor manera de poner en su lugar al ser humano, y de acabar con su pretensión de ser un dominador absoluto de la tierra, es volver a proponer la figura de un Padre creador y único dueño del mundo, porque de otro modo el ser humano tenderá siempre a querer imponer a la realidad sus propias leyes e intereses”(Laudato si’, 75). No podemos continuar considerándonos los únicos seres con valor ante Dios. Esto es teológica, metafísica y biológicamente absurdo.

Lo manifiesta de continuo nuestro cuerpo, absolutamente necesitado de relación con el resto de la creación material para respirar, nutrirse y vivir. El mundo ha evolucionado en formas enormemente diversas, muchos millones de años antes de que existieran los seres humanos. Todas esas criaturas que existieron sobre la faz de la Tierra antes de nuestra llegada han sido queridas por Dios, le han dado gloria por su misma existencia, y han tenido un papel clave en la diversidad y riqueza de las especies que ahora conocemos. Lo expresa con gran belleza el Salmo 136 cuando indica: “¡Dad gracias a Yahveh, porque es bueno, porque es eterno su amor! […] Él solo hizo maravillas, porque es eterno su amor. Hizo los cielos con inteligencia, porque es eterno su amor; sobre las aguas asentó la tierra, porque es eterno su amor. Hizo las grandes lumbreras, porque es eterno su amor; el sol para regir el día, porque es eterno su amor; la luna y las estrellas para regir la noche, porque es eterno su amor”. Puesto que todas las criaturas son fruto del amor de Dios, le alaban y le bendicen por su misma existencia, como proponen el libro del profeta Daniel (3, 57-90) y el salmo 148: “Alabad a Yahveh desde los cielos […]. ¡Alabadle, sol y luna, alabadle todas las estrellas de luz, alabadle, cielos de los cielos, y aguas que estáis encima de los cielos! ¡Alabad a Yahveh desde la tierra, monstruos del mar y todos los abismos, fuego y granizo, nieve y bruma, viento tempestuoso, ejecutor de su palabra, montañas y todas la colinas, árbol frutal y cedros todos, fieras y todos los ganados, reptil y pájaro que vuela”!

En la media en que la contemplación cristiana ha perdido de vista esta realidad, se ha empobrecido su relación con el Creador. Todas las criaturas tienen un valor intrínseco, no son meros instrumentos para satisfacer nuestras necesidades: “Pero no basta pensar en las distintas especies sólo como eventuales ‘recursos’ explotables, olvidando que tienen un valor en sí mismas. Cada año desaparecen miles de especies vegetales y animales que ya no podremos conocer, que nuestros hijos ya no podrán ver, perdidas para siempre. La inmensa mayoría se extinguen por razones que tienen que ver con alguna acción humana. Por nuestra causa, miles de especies ya no darán gloria a Dios con su existencia ni podrán comunicarnos su propio mensaje. No tenemos derecho” (Laudato si´, 33). No es de extrañar que Francisco invite pues a “tomar dolorosa conciencia, atrevernos a convertir en sufrimiento personal lo que le pasa al mundo, y así reconocer cuál es la contribución que cada uno puede aportar” (Laudato si’, 19).

Trinidad y Encarnación

Junto a la teología de la creación, la Laudato si’ también apunta otros aspectos teológicos muy novedosos para sustentar la conversión ecológica. De forma similar a como la Trinidad se fundamenta en las relaciones entre las Tres Personas, la persona humana también se configura por sus relaciones, pero no sólo con Dios y con los demás seres humanos, sino también con las demás criaturas, en la medida que dependemos de ellas para mantener la sinfonía de la vida: sin plantas no tendríamos oxígeno ni alimentos, sin micro-organismos no habría fertilidad en los suelos, sin determinados insectos las plantas no se polinizarían. Como señala el Papa: “La persona humana más crece, más madura y más se santifica a medida que entra en relación, cuando sale de sí misma para vivir en comunión con Dios, con los demás y con todas las criaturas” (Laudato si’, 240).

Pero además el cristianismo se basa en el reconocimiento de la Encarnación, de que Dios se ha hecho Hombre para salvarnos. Despreciar lo natural, lo material, es de alguna forma rechazar el valor redentor de la Humanidad de Jesucristo. Frente a esos dualismos espiritualistas que han tenido una cierta influencia en la Historia del cristianismo, el papa Francisco nos recuerda que: “Jesús vivía en armonía plena con la creación […]. Estaba lejos de las filosofías que despreciaban el cuerpo, la materia y las cosas de este mundo. Sin embargo, esos dualismos malsanos llegaron a tener una importante influencia en algunos pensadores cristianos a lo largo de la historia y desfiguraron el Evangelio” (Laudato si’, 98).

En esa misma línea, tanto la Iglesia católica como las ortodoxas reconocen el valor salví- fico de los siete sacramentos. Todos ellos se apoyan en signos materiales, que son imagen de la gracia que significan y que a su través confieren: el agua, el pan y el vino, que son frutos de la tierra. De alguna forma, en la Eucaristía Dios se “hace” esa misma naturaleza a la que desde su eternidad ya daba la existencia antes de la acción sacramental, permaneciendo así en el pan. Por eso es tan propio en la Santa Misa alabar a Dios en nombre de la Creación, de quienes somos primogénitos: “Con razón te alaban todas tus criaturas”, decimos en la plegaria eucarística tercera del misal romano. En pocas palabras, como indica el santo Padre, “la Eucaristía une el cielo y la tierra, abraza y penetra todo lo creado. El mundo que salió de las manos de Dios vuelve a él en feliz y plena adoración” (Laudato si’, 236).

Fundamentos de justicia social

Junto a las razones de teología dogmática o sacramentaria, para un católico el respeto y cuidado del ambiente natural se apoya también en motivos de justicia social, por lo que tradicionalmente en la Iglesia la reflexión sobre el cuidado de la naturaleza se ha hecho en el marco de la Teología moral. Además de las razones apuntadas antes, también el cuidado de la casa común tiene una dimensión social muy relevante, ya aludida y que se quiere ahora subrayar, en consonancia con la atención central que Francisco atribuye en la encíclica a este aspecto. Los recursos de la Tierra deberían servir para cubrir las necesidades de todos los seres humanos, presentes y futuros: no podemos derrocharlos irresponsablemente pues estaríamos cercenando las posibilidades de sustento y progreso para nuestros hermanos más necesitados. En este punto, y refiriéndose a la propiedad privada, Francisco acude a una llamada particularmente exigente de san Juan Pablo II: “Dios ha dado la tierra a todo el género humano para que ella sustente a todos sus habitantes, sin excluir a nadie ni privilegiar a ninguno” (Centessimus annus, 31).

Como recuerda el papa Francisco la degradación ambiental tiene impactos sociales, y son las poblaciones más vulnerables (los pobres, los excluidos de la sociedad) los que sufren las más graves consecuencias. Por eso es preciso reconocer que las líneas para la solución de los problemas ambientales: “Requieren una aproximación integral para combatir la pobreza, para devolver la dignidad a los excluidos y simultáneamente para cuidar la naturaleza” (Laudato si’, 139). Conviene recordar en este sentido que muchas entidades de la Iglesia católica llevan años incluyendo programas de cuidado ambiental en sus tareas de promoción al desarrollo humano. Por ejemplo, Cáritas Internacional tiene un programa específico de justicia climática desde hace una década y los comités nacionales, junto a Manos Unidas, trabajan activamente para mitigar los impactos de la degradación ambiental sobre las personas y sociedades más débiles. Además, tampoco hemos de perder de vista que existe una ecología humana, que lleva a respetar la verdad última de toda persona, su dignidad intrínseca, por encima de su condición, edad o situación social. Como bien dice el Papa Francisco: “Cuando no se reconoce en la realidad misma el valor de un pobre, de un embrión humano, de una persona con discapacidad –por poner sólo algunos ejemplos–, difícilmente se escucharán los gritos de la misma naturaleza. Todo está conectado” (Laudato si’, 117).

Esta dimensión social de los problemas ambientales explica que sea un campo eminente de diálogo interreligioso. Esos problemas atañen a todos los seres humanos, independientemente de sus posiciones religiosas o ideológicas. Como se indica en la Laudato si’, la gravedad de las cuestiones ambientales “debería provocar a las religiones a entrar en un diálogo entre ellas orientado al cuidado de la naturaleza, a la defensa de los pobres, a la construcción de redes de respeto y de fraternidad” (Laudato si’, 201). En esta línea, nos gustaría dar noticia de la Declaración de Torreciudad, fruto de un seminario entre científicos ambientales y líderes de distintas tradiciones religiosas (www.declarationtorreciudad.org). La declaración subraya la importancia del diálogo ciencia y religión para promover el mejor cuidado de la casa común, siguiendo la línea de diálogo promovida por la encíclica Laudato si’. La declaración está abierta para su adhesión a personas de cualquier credo o ideología y ha sido recientemente referenciada por la prestigiosa revista Nature (2016: vol 538, 459).

El autorEmilio Chuvieco Salinero, Silvia Albareda Tiana y Jordi Puig Baguer

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