Vocaciones

Iniciativa y libertad en la propia vocación

El presente artículo está basado en la Introducción del libro Son tus huellas el camino. Llamada de Cristo y discernimiento de la vocación, coescrito por el autor de este artículo.

José Manuel Fidalgo·19 de enero de 2025·Tiempo de lectura: 6 minutos
vocación

¿Cómo orientar a la gente joven en su vocación? ¿Qué consejos de fondo dar a una persona que se plantea su decisión de seguir a Cristo en el mundo actual? He aquí uno de los retos que se plantea la Iglesia en nuestro tiempo. 

Para comprender a los jóvenes hay que ser testigo de sus dudas, vacilaciones, entusiasmos, cansancio, debilidades, fracasos y fidelidad. La Iglesia acompaña a los jóvenes para que encuentren su vocación desarrollándose libremente. 

Discernimiento y libertad

La decisión de comenzar un camino vocacional plantea la necesidad de un discernimiento, en la mayor parte de los casos nada evidente. Es importante entender con profundidad que los planes eternos de Dios cuentan con la libertad. Él quiere –es voluntad suya al crearnos y tratarnos como hijos suyos– que la libertad personal tenga un papel fundamental a la hora de elegir y recorrer el camino de la vocación. 

En realidad, ¿qué es la vocación? La vocación es la persona misma que ha sido llamada por Dios: llamada a la existencia, llamada a vivir en Cristo, a una plenitud de vida a la que se llega solo por caminos de amor y servicio. 

La vocación es la llamada de Dios, única y personal, que somos cada uno. Un encuentro entre la gracia y la libertad; un encuentro que se vive como historia real de amor en un camino de vida concreto. 

Vocación para los demás

Lejos de ser algo individualista, la vocación cristiana tiene una dimensión social y eclesial en su núcleo. Dios llama en la Iglesia y, por tanto, también en el mundo. Cada uno tiene una vocación de servicio a los demás, a la Iglesia y a la humanidad entera. La Iglesia y el mundo son, por tanto, el lugar de esta llamada. Mi vocación es para mí; pero más aún mi vocación es para los demás. 

Toda persona es fruto de una llamada, de una vocación. Dios no excluye a nadie, Dios llama a cada uno a vivir una vida de amor y a alcanzar la plenitud del amor. Esta llamada se recorre por caminos variados –con un carácter más o menos omnicomprensivo de la existencia– que se van concretando en la propia historia. Todos los caminos que vienen de Dios llevan a Dios, van al mismo sitio: al cielo, a la felicidad. 

Estos caminos o modalidades concretas de la vida cristiana –a veces denominadas vocaciones particulares– lejos de ser algo cerrado y programado de antemano, forman parte de un diálogo lleno de confianza de un Padre con su hijo. 

No estamos programados 

Nada más lejos de la realidad de la vocación, que entenderla como una obligación cerrada, una programación o un diseño preconcebido que no da margen a la decisión libre de la persona. La llamada divina no sólo no excluye la libertad, sino que su sentido profundo radica en la confianza y en la libertad. La vocación realmente acontece en la libertad humana. 

¿Está mi vida programada por Dios? Se podría entender –equivocadamente– que la llamada de Dios a seguir un camino en la vida, lo que se suele llamar vocación, al tratarse de algo previo a mi decisión, deja poco margen a mi libertad personal.

No es infrecuente que algunas personas se planteen una oposición entre vocación y libertad. Si Dios configura y decide mi camino antes de que yo elija –alguno puede pensar–, mi tarea queda reducida a acertar con ese plan divino (indagar señales, averiguar mi vocación…). Conservo, eso sí, mi capacidad de decisión para responder afirmativa o negativamente a dicho plan, pero nada más. 

La vocación así percibida choca con una sensibilidad, especialmente acusada entre los jóvenes, que rechaza lo impuesto: da la impresión de que Dios ha decidido por mí, ha diseñado y determinado mi vida desde la eternidad. Yo apenas tengo nada que decir, hay poco margen para mi decisión. Y además tengo que cargar con el peso de acertar (¿y si me equivoco?) y de responder adecuadamente (¿y si no lo hago bien?). 

Esta percepción rígida y desfigurada, llevada al extremo y sumada a una falta de oración y confianza en Dios, puede conducir a experimentar la llamada vocacional como una programación que produce, lógicamente, agobio y rechazo. La mentalidad actual, acertadamente, valora mucho el protagonismo de la propia vida. 

Dudas y certezas

La decisión de emprender un camino vocacional (sea en la vida laical o consagrada, en el matrimonio, en el celibato, etc.) plantea al cristiano la necesidad de un discernimiento, en muchos casos, difícil y nada evidente. Puede que la persona no se sienta preparada ni madura. 

Con el planteamiento vocacional se abren interrogantes de especial calado personal y cristiano, que conviene no esquinar: ¿Acaso mi vocación no tiene que ver con mi libertad? ¿Cómo se puede seguir a Cristo si no es por amor y, por tanto, con absoluta libertad? ¿Por qué no puedo libremente configurar mi propio camino para seguir al Señor? 

¡Precisamente se trata de mi camino, mi vida, que nadie va a recorrer por mí! ¿Cómo es posible que yo no tenga nada que decir? ¿Ya lo ha decidido Dios todo por mí? ¿No ha contado conmigo? ¿Ni siquiera me va a preguntar? Yo confío en Dios, pero, ¿Dios confía también en mí? 

Más aún, si la vocación es un camino que da sentido global a mi vida… ¿Por qué Dios no me lo muestra con más claridad? ¿Por qué es confuso, y no algo evidente? Si el plan para mi vida está ya configurado, ¿qué pasa si no acierto y elijo un camino distinto y equivocado? ¿Qué pasa si abandono el camino emprendido?

Verdadera libertad

¿De dónde nace esta aparente oposición entre vocación y libertad? Detrás de esta aparente oposición se esconde una cultura excesivamente rígida y competitiva, insegura muchas veces, donde todo se intenta medir, cuantificar, controlar y valorar. 

Se tiende a valorar a la persona –alguien único e irrepetible creado por Dios– en función de elementos inferiores a ella: logros profesionales, capacidades intelectuales, cualidades físicas o estéticas, recursos disponibles, éxito en la vida, poder, dinero… y el espejismo de una autorrealización ilusoria que desfigura y falsea el verdadero destino de la persona, que no es otro que el amor, la entrega por amor. La persona está hecha para amar. 

Dios es Padre

Además, la secularización materialista ha abandonado la Revelación como punto de referencia de la vida y del pensamiento. Con el tiempo ha fraguado una imagen falsa de Dios como un ser lejano y tiránico, legislador y controlador.

Con las desfiguraciones culturales sobre Dios, se deteriora también la imagen de la vocación, que pasa a percibirse como un decreto externo, ajeno o incluso opuesto a la libertad. Frente a esa tendencia interna a percibir la vocación en oposición a la libertad y el influjo cultural de considerar a Dios como un intruso-competidor, conviene profundizar hoy en el papel central que la libertad tiene en la persona, en su relación con Dios y en la configuración de la propia vocación. 

“Hay un plan de Dios para cada uno; pero no estamos ‘programados’: sería rebajar a Dios a nuestra pobre altura. Nosotros solo podemos programar cosas sin albedrío, y no siempre nos sale bien; Dios, en cambio, es capaz de impulsar nuestra libertad sin violentarla. Dios gobierna la historia humana hasta en los menores detalles; pero la historia depende también de la libertad humana. Esto no es una limitación al poder de Dios, pues Él es el creador de nuestra libertad; más bien manifiesta su infinita sabiduría y omnipotencia, que cumple sus planes no a pesar de la libertad humana, sino contando con ella. El futuro está realmente abierto a la acción de nuestra libertad”(F. Ocáriz, Sobre Dios, la Iglesia y el mundo, pág. 122). 

Dios cuenta con mi libertad 

Es importante entender con profundidad que los planes de Dios cuentan con mi libertad. Él quiere que mi libertad tenga un papel fundamental a la hora de recorrer el camino de mi vocación que es el camino de mi vida. 

La libertad no se reduce a la capacidad de elegir: también por amor se asume libremente lo que no he elegido, incluso lo que no agrada. También soy libre sin nada para elegir, aceptando con amor lo ya dado o elegido. Además, Dios quiere que mi libertad configure de algún modo mi propio camino vocacional. Cuando decido, yo me decido a mí mismo. Es un misterio profundo donde confluyen gracia y libertad, eternidad y tiempo. 

La vocación es, desde luego, un plan eterno de Dios. Tiene su origen en Dios, no en mí. Pero Dios no predetermina unívocamente el plan sin contar con mi libertad, sino que –aunque no acabemos de entenderlo– lo abre en la eternidad a mi decisión en el tiempo ¿Por qué? Porque Dios quiere hijos libres. La libertad es la confianza de un Padre en sus hijos.

Seguir a Cristo en concreto –no en abstracto– exige que cada persona deje su escondite y tome las riendas de la propia vida. Sin libertad no se puede amar. Y, en definitiva, de eso se trata: de amor. La vocación es siempre una llamada al amor personal, un “ven y sígueme”, que procede de Dios en Cristo y por amor a los demás. Hoy, quizá más que en otras épocas, es necesario resaltar con fuerza el aspecto personal y libre de la vocación, elemento profundamente cristiano, de raíz evangélica. 

Dios elige y llama eternamente a cada persona por su nombre –cada quien es único–, y cuenta con ella para una misión de amor en la tierra, que nace de las necesidades del corazón de Cristo en su Iglesia y en el mundo. 

Una llamada que resuena eternamente en mi intimidad, como eco de mi creación personal. Una vocación que soy yo mismo, alguien único e irrepetible. Una llamada que tiene su origen en Dios, que acoge en la eternidad mis propias decisiones en la vida: misterio de la confluencia de gracia y libertad, tiempo y eternidad. Una respuesta que es mi aceptar libremente ser quien verdaderamente soy (y seré), ante Dios y ante los demás, con alegría, con humildad, con fidelidad.

Son tus huellas el camino. Llamada de Cristo y discernimiento de la vocación

José Manuel Fidalgo y Juan Luis Caballero: EUNSA, 2024

Puedes obtener el libro aquí.

El autorJosé Manuel Fidalgo

Profesor y capellán de la Universidad de Navarra.

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