Maggie Tulliver es la protagonista del relato El molino del Floss de la gran novelista inglesa Marian Evans (1828-1880, que firmaba con el seudónimo George Eliot). Narra la historia de la joven y bella hija del molinero que, ingenuamente, cae en las redes arteras de un apuesto señorito seductor, a la sazón el prometido de su prima.
Una trampa
Al llegar al difícil trance en que éste se la lleva lejos en una pequeña barca de remos río abajo, ella -al despertar de un plácido sueño, mecida por el balanceo del agua- comprende que le ha tendido una trampa. Si se casa secretamente con él, como le propone, podría salvar la situación de cara a la opinión pública, aunque traicionaría a los seres queridos. Si se niega, en adelante tendrá que remontar contra corriente en su vida, duramente, para superar en ese primer momento la fuerte pasión erótica de este hombre sensual sin escrúpulos y, después, afrontar la incomprensión y la deshonra social.
Con todo ello, es en este trance dramático cuando ella acierta a desmontar los argumentos del impositivo enamorado manipulador, que solo atiende a la intensidad de la atracción romántica como lo decisivo que pretende justificarlo todo. En un tenso diálogo, Maggie le rebate con lucidez desde la sabiduría del corazón: “El amor es natural, pero sin duda que la piedad y la fidelidad y la memoria son también naturales”.
Custodiar la grandeza moral
Esta mujer con carácter recio y de conciencia delicada ha comprendido que las alianzas y los compromisos adquiridos no son meras leyes externas, sino que configuran la trama interior de la dignidad de la persona y de las relaciones humanas justas. Por ello, es imprescindible mantenerlos en las situaciones difíciles para custodiar la grandeza moral, y no deshilachar el hermoso y delicado tapiz de las comuniones interpersonales que configuran la familia humana.
El goce del instante no puede ser la norma de conducta, sino que hemos de regirnos por la verdad del amor a las personas queridas y, en definitiva, al mismo Dios. Afirma Maggie: “No podemos elegir la consecución de la felicidad para nosotros mismos o para otro… Únicamente podemos elegir si transigiremos en la apetencia del momento presente o si renunciaremos a la misma por obedecer la voz divina dentro de nosotros, por ser congruentes con todo lo que santifica nuestras vidas”.
Un acto bello
Ella sabe que, pese a todas las apariencias y dificultades, la fidelidad a las personas amadas es un acto bello que nos asemeja al corazón del mismo Dios y que traerá bien para todos, mientras que la traición es degradante. Y añade: “La fidelidad y la constancia significan algo más que hacer lo que nos resulta más fácil o agradable. Significan renunciar a lo que se oponga a la confianza que otros tienen en nosotros”.
La vocación de los esposos reclama la constancia en el amor libremente prometido. Pues “la esencia de la fidelidad consiste en perseverar en la palabra de amor que he dado a alguien” (Dietrich von Hildebrand). Así declaran los contrayentes en el día de su boda: “yo te recibo a ti y me entrego a ti, y prometo serte fiel en las alegrías y en las penas, en la prosperidad y en la adversidad. Y así, amarte y respetarte todos los días de mi vida”. Estas palabras de esperanza que pronuncian solemnemente expresan el lenguaje del amor y proclaman el programa de vida, que constituye la máxima dilatación de la capacidad de dar.
Amar es crecer y caminar juntos, superar unidos las dificultades y crisis de la vida, cuidar con esmero y firmeza el propósito realizado. “La fidelidad es la libertad mantenida y acrecentada. Es el necesario incremento del amor… es la actualización del amor primero a través de las vicisitudes existenciales de mi vida” (Alejandro Llano).
Dentro del gran misterio
Además, el evangelio del matrimonio consiste en la inserción de la alianza conyugal de los esposos bautizados dentro del “gran misterio” de la nueva y eterna alianza de Jesucristo, el Verbo encarnado, el Esposo de la Iglesia, que entregó su vida en la Cruz para rescatarnos. Por el sacramento del matrimonio los cónyuges cristianos reciben la ayuda permanente de la bendición divina.
La gracia del Espíritu Santo les capacita para cuidar y acrecentar el amor sellado, superando las dificultades y los obstáculos, avanzando hacia la santidad conyugal. El que los ha unido en una sola carne les dará las fuerzas que necesitan para renovar siempre su compromiso. “Solo si participan de este ‘gran misterio’ los esposos pueden amar ‘hasta el extremo’” (Juan Pablo II). Pues, en definitiva, la fidelidad de Dios hace posible y gozosa la fidelidad de los esposos.