Familia

Héctor Franceschi: «Es el consentimiento matrimonial de los cónyuges lo que crea la familia»

El canonista Héctor Franceschi nos explica los aspectos antropológicos y jurídicos del matrimonio y la familia. Explica que "no es la existencia misma de los hijos lo que constituye la familia", sino que esta ya se ha formado en el pacto nupcial.

Antonino Piccione·7 de mayo de 2023·Tiempo de lectura: 8 minutos
matrimonio

Matrimonio ©CC

Nacido en Caracas (Venezuela), el 4 de junio de 1962, Héctor Franceschi es un sacerdote incardinado en la Prelatura del Opus Dei. Es profesor de Derecho Matrimonial en la Facultad de Derecho Canónico de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz, donde es Director del Centro de Estudios Jurídicos sobre la Familia. También es juez del Tribunal Eclesiástico del Vicariato de Roma y del Tribunal Eclesiástico del Estado de la Ciudad del Vaticano.

Rev. Prof. Héctor Franceschi, ¿qué significa la expresión «antropología jurídica del matrimonio», que desde finales de los años ochenta es uno de los temas centrales de su actividad académica y de su producción científica?

-La antropología jurídica del matrimonio y de la familia pretende estudiar y comprender cada una de las relaciones interpersonales que constituyen su entramado, haciendo hincapié en la dimensión jurídica intrínseca de dichas relaciones. Desde una perspectiva que podríamos denominar de «realismo jurídico», según la cual estas realidades no son meras construcciones culturales ni el resultado de los ordenamientos jurídicos positivos de los Estados o de la Iglesia.

El matrimonio y la familia son realidades originarias y originantes, con una dimensión jurídica propia e intrínseca que hay que reconocer para que la sociedad, la Iglesia y los Estados puedan desarrollar sistemas normativos verdaderamente justos que protejan y promuevan la dignidad de la persona humana, no entendida como individuo aislado, sino como «ser en relación», que sólo puede encontrar su realización en el respeto de la verdad, de lo que «es», y en la búsqueda de los bienes intrínsecos y objetivos de las relaciones familiares.

Una expresión que es hija de las Sagradas Escrituras y que incluso encuentra huellas explícitas en algunos pronunciamientos papales: ¿es así?

-La expresión «antropología jurídica del matrimonio» fue retomada por Benedicto XVI en su Discurso a la Rota Romana de 2007, afirmando que «la verdad antropológica y salvífica del matrimonio -incluso en su dimensión jurídica- se presenta ya en la Sagrada Escritura. Es conocida la respuesta de Jesús a los fariseos que le pedían su opinión sobre la licitud del repudio: «¿No habéis leído que el Creador, desde el principio, los creó varón y mujer, y dijo: ‘Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne? De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Por tanto, lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre’” (Mt 19, 4-6).

Las citas del Génesis (1, 27; 2, 24) vuelven a proponer la verdad matrimonial del «principio», esa verdad cuya plenitud se encuentra en relación con la unión de Cristo con la Iglesia (cf. Ef 5,30-31), y que fue objeto de tan amplias y profundas reflexiones por parte del Papa Juan Pablo II en sus ciclos de catequesis sobre «el amor humano en el plan divino».

Posteriormente, Benedicto XVI hace una referencia explícita a la antropología jurídica cuando afirma: «Partiendo de esta doble unidad de la pareja humana, se puede elaborar una auténtica antropología jurídica del matrimonio. (…) Los contrayentes deben comprometerse definitivamente precisamente porque el matrimonio es tal en el designio de la creación y de la redención. Y la naturaleza jurídica esencial del matrimonio reside precisamente en este vínculo, que para el hombre y la mujer representa una exigencia de justicia y de amor de la que, por su propio bien y el de todos, no pueden sustraerse sin contradecir lo que Dios mismo ha hecho en ellos».

¿Qué postura adoptar, pues, frente al positivismo jurídico y a una visión relativista y meramente existencial de la persona humana, del matrimonio y de la familia, para hacer posible un diálogo real y fecundo con la sociedad contemporánea?

-Con respecto al positivismo jurídico, Benedicto XVI afirma: «Para el positivismo, la naturaleza jurídica de la relación conyugal sería únicamente el resultado de la aplicación de una norma humana formalmente válida y eficaz. De este modo, la realidad humana de la vida y del amor conyugal permanece extrínseca a la institución ‘jurídica’ del matrimonio. Se crea un hiato entre el derecho y la existencia humana que niega radicalmente la posibilidad de una fundamentación antropológica del derecho».

Luego, a propósito de una visión relativista de las relaciones familiares, observa: «Frente a la relativización subjetivista y libertaria de la experiencia sexual, la tradición de la Iglesia afirma claramente la naturaleza naturalmente jurídica del matrimonio, es decir, su pertenencia por naturaleza al ámbito de la justicia en las relaciones interpersonales. Desde esta perspectiva, el derecho está verdaderamente entrelazado con la vida y el amor como su intrínseco deber-ser. Por tanto, como escribí en mi primera Encíclica, ‘en una orientación fundada en la creación, el eros reconduce al hombre al matrimonio, a un vínculo caracterizado por la unicidad y la definitividad; así, y sólo así, se realiza su destino íntimo’ (Deus caritas est, 11). Amor y ley pueden así unirse hasta el punto de que marido y mujer se deben el amor que desean espontáneamente: el amor es en ellos fruto de su libre voluntad para el bien del otro y de sus hijos; que, por otra parte, es también exigencia del amor para su propio y verdadero bien».

Precisamente porque el matrimonio y la familia son instituciones que pertenecen al orden de la realidad, del ser, su naturaleza jurídica se manifiesta en tres dimensiones esenciales: la interpersonal, la social y, en el caso de los bautizados, la eclesial. ¿Cuál de estas dimensiones es, en su opinión, la más importante y por qué?

-De las tres dimensiones, la más importante es la primera -la interpersonal-, ya que el consentimiento de los contrayentes es el momento fundacional de la comunidad familiar. De hecho, si faltara el consentimiento matrimonial, el reconocimiento por parte de la sociedad y de la Iglesia perdería todo sentido. Este reconocimiento no tiene carácter constitutivo, sino de reconocimiento de una realidad que, es cierto, tiene en sí misma una dimensión social, pero que es ante todo una realidad que sólo dos personas, varón y mujer, pueden establecer mediante su consentimiento personalísimo, que ningún poder humano puede suplir (cf. c. 1057 § 1 CIC).

La autoridad civil y la Iglesia tienen la potestad de regular el ejercicio del derecho a contraer matrimonio, no tanto para definirlo o limitarlo arbitrariamente, sino más bien para que los ciudadanos y los fieles puedan reconocer los elementos esenciales del matrimonio y de la comunidad familiar y así, a través de las normas del ordenamiento jurídico particular, puedan reconocer la familia y distinguirla de lo que la familia no es.

En muchos países occidentales, ya no tenemos un modelo de familia. La familia ya no es «reconocida», sino más bien «ignorada» por los sistemas jurídicos estatales. Ante esta pérdida de orientación, ¿cómo reacciona la Iglesia?

-La Iglesia ha hecho un gran esfuerzo por profundizar en el conocimiento de la belleza y grandeza de la realidad matrimonial y familiar, esfuerzo que ha recibido un gran impulso con la convocatoria por parte del Papa Francisco de dos Sínodos sobre la Familia y, más recientemente, en el nuevo itinerario para la preparación al matrimonio que la Santa Sede ha propuesto a las Conferencias Episcopales y a cada obispo. La Iglesia quiere embarcarse en un nuevo redescubrimiento de la familia, clarificando la verdad intrínseca del matrimonio y de la familia, también a la luz de la revelación en Cristo, tanto a sus propios fieles como a la sociedad en su conjunto, consciente de su misión como guardiana de una verdad que ha recibido como don y como misión, en la que está en juego la dignidad misma de la persona.

Son cientos, si no miles, las páginas que el Magisterio de la Iglesia ha dedicado a clarificar los diversos aspectos relativos a la constitución y desarrollo de la familia. Sin embargo, la idea de que -hablando en términos puramente jurídicos- la Iglesia extendería su jurisdicción al matrimonio, pero no a la familia, está muy extendida entre los juristas de la Iglesia. Mientras que el matrimonio sería un «contrato» elevado a la dignidad de sacramento -lo que justificaría la jurisdicción de la Iglesia sobre él-, la familia, en cambio, sería una realidad que gozaría de una dimensión jurídica, pero no «canónica». La familia sería, obviamente, objeto y término de la acción pastoral y del Magisterio de la Iglesia, pero desde un punto de vista estrictamente jurídico, poco tendría que ver con el ordenamiento jurídico de la Iglesia.

En cambio, me parece que este «Derecho de Familia» debe encontrarse en la base de cualquier ordenamiento jurídico sobre la familia y el matrimonio, es decir, un «Derecho de Familia» no canónico ni civil, sino fundado en la «realidad familiar» y en el reconocimiento de la dignidad de la persona humana sexuada, y esto es lo que pretende la antropología jurídica del matrimonio y de la familia. En otras palabras, el «Derecho de Familia» no puede limitarse al estudio de las normas positivas de un determinado ordenamiento jurídico, sino que debe ir más allá, a la verdad de las cosas, reconociendo la existencia de un campo de reflexión que tiene por objeto la naturaleza jurídica intrínseca de la familia.

¿Es correcto afirmar que el matrimonio y la familia poseen una dimensión jurídica no sólo intrínseca, sino también común a ambas instituciones naturales?

– Juan Pablo II afirmaba: «¿Qué espera de la sociedad la familia como institución? Ante todo, ser reconocida en su identidad y aceptada en su subjetividad social. Esta subjetividad está ligada a la identidad propia del matrimonio y de la familia». Tan importante como admitir la dimensión jurídica intrínseca del matrimonio y de la familia es darse cuenta de que ambos poseen la misma naturaleza jurídica. Inspirándonos en las palabras de Juan Pablo II que acabamos de citar, podríamos sostener que la identidad de la familia está vinculada a la del matrimonio y viceversa.

En otras palabras, la familia está fundada por la alianza conyugal, es decir, por el matrimonio in fieri, y una alianza que goce de la necesaria apertura vital a la familia será verdaderamente matrimonial. Esta apertura se realiza en el bien tradicional de la prole o, utilizando la terminología del Código de Derecho Canónico, en la finalidad esencial de la generación y educación de la prole (cf. c. 1055 § 1 CIC).

En otras palabras, no puede haber verdadero matrimonio si al mismo tiempo no hay familia. En el momento mismo del pacto nupcial, no sólo se constituye la primera relación familiar -la conyugal-, sino que también nace la familia. No es la existencia misma de los hijos lo que constituye la familia, sino la apertura y ordenación hacia la fecundidad, que forma parte del mismo don y aceptación como esposos. De hecho, es el consentimiento matrimonial de los cónyuges lo que crea la familia.

El matrimonio, por tanto, nos ilumina el camino hacia la naturaleza jurídica de la familia, precisamente porque la causa eficiente de ambas es la misma: el consentimiento matrimonial. Este camino hacia la comprensión de la inseparable relación entre matrimonio y familia enriquece a ambas instituciones, pues comprendemos por qué la familia se funda en el matrimonio y, al mismo tiempo, captamos más fácilmente la naturaleza familiar de la primera «relación familiar», que es la conyugal.

En definitiva, el derecho y la antropología no pueden sino escucharse mutuamente para intentar definir el deber ser y la dimensión de justicia inherentes a las distintas esferas de la sexualidad humana y, por tanto, al matrimonio y a la familia. ¿Cómo?

Mientras que los antiguos sistemas de parentesco giraban en torno a la figura del «padre», el sistema de parentesco del Occidente cristiano se construyó en torno a la noción de un ser querido. Los cónyuges, en esta expresión bíblica, constituyen la unidad, y en el árbol genealógico ocupan el lugar de un único sujeto social: marido y mujer ya no son dos, sino uno (a efectos parentales, claro).

Los sistemas contemporáneos se han ido separando progresivamente de esta tradición jurídica desde que se concedió al divorcio el mismo valor que al reconocimiento del ius connubii (derecho a contraer matrimonio). Los sistemas jurídicos modernos pretenden construirse sobre una visión falsamente «espiritualista» de la persona humana, entendida como «una libertad autodiseñada», una libertad que sería ilimitada en la medida en que la tecnología y el progreso científico le permiten autodiseñarse a voluntad. Es lo que ocurre en muchos sistemas occidentales de derecho de familia, en los que se niega cualquier objetividad en el hecho de ser varón o mujer, reconociendo, por ejemplo, el «derecho a cambiar de sexo».

La misma dinámica se observa también en el ámbito de la filiación, como lo demuestran la mayoría de las técnicas de fecundación artificial, la posible clonación de embriones, el fenómeno de los «vientres de alquiler», etc. Según esta visión antropológica, las relaciones familiares no serían más que relaciones contractuales socialmente significativas que no existirían mientras el Estado no las reconociera, pero sin límites en este poder de «reconocimiento», que, en cambio, sería un poder absoluto de creación, sin base en la verdad de la persona y de las relaciones familiares individuales. Para detener este proceso de constante deconstrucción, hay que subrayar la importancia de los estudios antropológicos.

Actualmente, en mi opinión, el problema radica en que los antropólogos no son juristas: no dicen cómo debe ser un sistema de parentesco concreto, sino que se limitan a estudiarlo y describirlo, tal como es (o tal como aparece). Por eso es deseable el desarrollo de una «antropología jurídica del matrimonio y la familia», uno de cuyos objetivos sería estudiar los sistemas de parentesco a la luz de la dignidad de la persona. No se trataría de crear un sistema artificial, hecho «en un laboratorio», sino de analizar la lógica y la dinámica de las identidades y relaciones familiares, como dimensiones ontológicamente vinculadas a la persona humana como «ser en relación».

La cultura jurídica dispondría así de una base sobre la que construir los distintos sistemas familiares, teniendo en cuenta que los conceptos y nociones fundamentales no serían construidos «apriorísticamente» por los Estados, sino que serían definidos por la comunidad científica, siempre que esta esté abierta al estudio de la realidad y no siga ciegamente los dictados del Estado o de una determinada ideología o grupos de presión.

El autorAntonino Piccione

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