En la exhortación apostólica postsinodal “Amoris Laetitia” el Papa proponía a los cristianos acompañar más de cerca a las personas con situaciones matrimoniales complejas. Su perspectiva fue acogida con reservas en algunos sectores de la Iglesia. Omnes entrevista a Stéphane Seminckx -sacerdote belga, doctor en medicina y teología- para charlar sobre los asuntos más controvertidos del documento y arrojar luz sobre su interpretación.
En el capítulo VIII de “Amoris Laetitia” el Papa Francisco propone acompañar, discernir e integrar la fragilidad. Su lectura ha provocado muchos comentarios. ¿Cómo entender estos tres verbos?
– De estos tres verbos -acompañar, discernir, integrar- el segundo es la piedra angular del enfoque pastoral de la Iglesia: el acompañamiento favorece el discernimiento, que a su vez abre el camino a la conversión y a la plena integración en la vida de la Iglesia.
El “discernimiento” es un concepto clásico. San Juan Pablo II ya utiliza este término en la “Familiaris Consortio” (nº 84): “Los pastores deben ser conscientes de que, en aras de la verdad, tienen la obligación de discernir bien las distintas situaciones”. Benedicto XVI recuerda casi literalmente la misma idea en “Sacramentum Caritatis” (nº 29).
¿Cómo se puede definir concretamente el discernimiento?
– Discernimiento significa llegar a la verdad sobre la situación de una persona ante Dios, una verdad que, en realidad, sólo Dios conoce plenamente: “Aunque no sea culpable de nada, no estoy justificado: mi juez es el Señor” (1 Cor 4, 4).
Sin embargo, “el Espíritu de la verdad (…) os guiará en toda la verdad” (Jn 16, 13). El Espíritu Santo nos conoce mejor que nosotros mismos y nos invita a conocernos en Él. El discernimiento es nuestro esfuerzo por responder a la luz y al poder que nos da el Espíritu de la verdad. El lugar por excelencia para el discernimiento es la oración.
El discernimiento comienza con las circunstancias que han llevado al alejamiento de Dios. Hablando de los divorciados y vueltos a casar, San Juan Pablo II pone los siguientes ejemplos: «En efecto, existe una diferencia entre quienes han buscado sinceramente salvar un primer matrimonio y han sido injustamente abandonados, y quienes por culpa grave han destruido un matrimonio canónicamente válido. Por último, está el caso de quienes han contraído una segunda unión para la crianza de los hijos, y que a veces tienen la certeza subjetiva en su conciencia de que el matrimonio anterior, irremediablemente destruido, nunca fue válido”. (Familiaris Consortio 84). Conocer estas circunstancias permite al pecador evaluar su responsabilidad y sacar experiencia del mal cometido, y al sacerdote adaptar su enfoque pastoral.
El discernimiento también significa evaluar -típicamente en manos del confesor- si hay un deseo de conversión en el alma del pecador. Este punto es decisivo: si existe este deseo sincero -incluso en la forma más básica- todo se vuelve posible. Se puede poner en marcha un camino de acompañamiento y retorno a la plena comunión en la Iglesia.
En tercer lugar, el discernimiento significa descubrir las causas del alejamiento de Dios, lo que también determinará el camino de la conversión. “Amoris Laetitia” recuerda explícitamente el número 1735 del Catecismo de la Iglesia Católica: “La imputabilidad y la responsabilidad de una acción pueden quedar disminuidas e incluso suprimidas a causa de la ignorancia, la inadvertencia, la violencia, el temor, los hábitos, los afectos desordenados y otros factores psíquicos o sociales.”
¿Podría darnos algunos ejemplos concretos de este punto en el Catecismo?
– Los confesores son muy conscientes de estos factores, que a menudo juegan un papel decisivo en la situación de un alma. En la actualidad, la primera y más importante es la ignorancia de la mayoría de los fieles. “Hoy en día hay un número creciente de paganos bautizados: con esto me refiero a personas que se han convertido en cristianos porque han sido bautizados, pero que no creen y nunca han conocido la fe» (Joseph Ratzinger – Benedicto XVI).
El sacerdote debe evaluar el nivel de formación del penitente y, si es necesario, animarle a formar su conciencia y a alimentar su vida espiritual, para que poco a poco pueda ser llevado a vivir plenamente las exigencias de la fe y de la moral.
Factores como la depresión, la violencia y el miedo pueden afectar al ejercicio de la voluntad: pueden impedir que algunas personas actúen libremente. Si, por ejemplo, una persona sufre una depresión, necesitará ayuda médica. O si una mujer es tratada con violencia por su marido u obligada a prostituirse, no tiene sentido enfrentarla a los preceptos de la moral sexual. En primer lugar, hay que ayudarla a salir de esta situación de abuso.
Los comportamientos obsesivos o compulsivos, las adicciones al alcohol, a las drogas, al juego, a la pornografía, etc. perjudican gravemente la voluntad. Estas patologías suelen tener su origen en la repetición de actos inicialmente conscientes y voluntarios, y por tanto culpables. Sin embargo, cuando se establece la adicción, el pastor debe saber que la voluntad está enferma y debe ser tratada como tal, con los recursos de la gracia pero también de la medicina especializada.
El punto del Catecismo recordado por el Papa Francisco menciona también los «factores sociales»: hay muchos comportamientos inmorales que están ampliamente aceptados en la sociedad, hasta el punto de que muchas personas ya no se dan cuenta de la malicia que suponen o, si lo hacen, les resulta muy difícil evitarlos sin poner en peligro su imagen, o incluso su situación profesional, familiar o social. En ciertas cuestiones morales, uno no puede expresarse al margen de un determinado pensamiento único sin ser denunciado y puesto en la picota, o incluso perseguido.
¿Quizás deberíamos recordar también lo que no es el discernimiento?
– El discernimiento no consiste en juzgar al prójimo: «No juzguéis, para que no seáis juzgados» (Mt 7, 1). El examen de conciencia es siempre un ejercicio personal y no una invitación a escudriñar la conciencia del prójimo. También el confesor se cuidará de no verse como el Juez Supremo que pone las ovejas a su derecha y los cabritos a su izquierda (cf. Mt 25,33), sino que se verá como el humilde instrumento del Espíritu Santo para guiar al alma hacia la verdad. Por eso, un sacerdote nunca rechaza la absolución a menos que la persona excluya consciente y deliberadamente cualquier voluntad de ajustarse a la ley de Dios.
El discernimiento no consiste en cambiar la medicación, sino en ajustar la dosis. Los medios de salvación y la ley moral son los mismos para todos en la Iglesia, ayer, hoy y mañana. No se puede, con el pretexto de la misericordia, cambiar la norma moral para una persona concreta. La misericordia consiste en ayudarle a conocer esta norma, a comprenderla y a asumirla progresivamente en su vida. Se trata de la llamada “ley de la gradualidad”, que no debe confundirse con la “gradualidad de la ley”: “Puesto que no hay gradualidad en la ley misma (cf. “Familiaris Consortio” 34), este discernimiento no puede estar nunca exento de las exigencias evangélicas de verdad y caridad propuestas por la Iglesia”. (“Amoris Laetitia” 300). Como dice San Juan Pablo II, la misericordia no consiste en rebajar la montaña, sino en ayudar a subirla.
El discernimiento tampoco es un intento de sustituir la conciencia de las personas. Como señala el Papa en “Amoris Laetitia”, nº 37: “Estamos llamados a formar las conciencias, pero no a pretender sustituirlas”. Esta observación es fundamental porque somos los actores de nuestra propia vida, no “vivimos por delegación”, como si estuviéramos suspendidos de las decisiones de un tercero o de las prescripciones de un código moral. Cada uno de nosotros es el agente consciente y libre de su propia vida, del bien que hace y del mal que comete. Asumir la responsabilidad del mal que hacemos es una prueba de nuestra dignidad y, ante Dios, el comienzo de la conversión: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti”. (Lc 15, 21)
Todo el reto de la educación -y de nuestra formación como adultos- es forjar la verdadera libertad, que es la capacidad de la persona para discernir el verdadero bien y ponerlo en práctica, porque quiere: «El grado más alto de dignidad de los hombres consiste en que no son conducidos por otros al bien, sino por sí mismos”. (Santo Tomás de Aquino). Este reto, por tanto, significa también formar bien la conciencia, que es la norma de acción próxima, inmediata.
¿Cómo se puede conseguir esta formación?
– A través de la educación, centrada en las virtudes, la formación continua, la experiencia, la reflexión, el estudio y la oración, el examen de conciencia y, en caso de duda o de situaciones complejas, la consulta a un experto o guía espiritual. Esta formación nos hace adquirir la virtud cardinal de la prudencia, que perfecciona el juicio de la conciencia, como una especie de GPS para nuestras acciones.
Los Diez Mandamientos han sido y serán siempre la base de la vida moral: “Antes de que pasen el cielo y la tierra, no desaparecerá de la Ley ni un ápice, ni un tracto” (Mt 5,18). Son la revelación de la ley de Dios inscrita en nuestros corazones, que nos invita a amar a Dios y al prójimo y nos señala una serie de prohibiciones, es decir, “actos que, en sí mismos y por sí mismos, independientemente de las circunstancias, son siempre gravemente ilícitos, por su objeto” (“Veritatis Splendor” 80). El Catecismo de la Iglesia Católica indica qué son los pecados graves, en particular en los números 1852, 1867 y 2396.
El hecho de que la moral incluya prohibiciones puede ofender a la mentalidad contemporánea, para la que la libertad se asemeja a una voluntad omnipotente que nada puede obstaculizar. Pero toda persona bien pensante entiende que, en la carretera de la vida, los semáforos en rojo y las señales de STOP nos protegen del peligro; sin ellos, nunca llegaríamos a nuestro destino.
¿De dónde cree que provienen las diferencias de interpretación sobre este capítulo de “Amoris Laetitia”?
– En mi opinión, hay un gran malentendido en “Amoris Laetitia”: la moral no se hace objetiva cuando se limita a los “hechos externos” de la vida de las personas, sino cuando se esfuerza por alcanzar la “verdad de la subjetividad”, la verdad del corazón, ante Dios, porque “el hombre bueno saca el bien del tesoro de su corazón, que es bueno; y el hombre malo saca el mal de su corazón, que es malo: porque lo que dice la boca es lo que rebosa del corazón”. (Lc 6, 45) y “Dios no mira como los hombres: los hombres miran la apariencia, pero el Señor mira el corazón” (1 Sam 16, 7).
Por ejemplo, no se puede condenar a una persona por el mero “hecho externo» de que esté divorciada y se haya vuelto a casar: se trata, por así decirlo, de un estado civil, que no dice todo sobre la situación moral de la persona en cuestión. Puede ser, de hecho, que esta persona esté en el camino de la conversión, poniendo los medios para salir de esta situación. Por otro lado, un hombre que aparece a los ojos de todos como un “marido modelo”, porque lleva treinta años al lado de su mujer, pero que la engaña en secreto, se encuentra en una situación matrimonial aparentemente “regular”, mientras que en realidad está en un estado de pecado grave. La verdad de estas dos situaciones no es lo que perciben nuestros ojos, sino lo que Dios ve y hace discernir a la persona en el fondo de su corazón, con la posible ayuda del sacerdote.