Evangelización

Sendas para acceder al misterio de Dios: Vías antropológicas

En este campo nos encontramos con las grandes preguntas por el sentido y por lo que sueña el alma humana.

José Miguel Granados·9 de julio de 2021·Tiempo de lectura: 2 minutos
chica paraguas

Foto: Edu Lauton / Unsplash

Junto a la indagación del universo en la búsqueda de su fundamento, de su causa última, existe otra forma de contemplar que también conduce al conocimiento del misterio de Dios. Son las vías centradas en el hombre, que miran hacia adentro del mismo: parten del análisis de la psicología humana, de los deseos más hondos que anidan dentro de cada persona, de los grandes interrogantes personales, en un ejercicio de reflexión e introspección.

En este campo nos encontramos con las preguntas por el sentido y por lo que sueña el alma humana. Son los insoslayables “por qués” y “para qués” existenciales que acucian a todo hombre. Es el ansia de los grandes bienes como el amor, la belleza, la amistad, la alegría, la felicidad; con el deseo de que sean auténticos, efectivos, sin limitación, plenos. Se trata del grito del alma sedienta, de la mente que busca más, que desea de modo radical lo grande, que no se conforma con cubrir las necesidades materiales. Sólo el Dios vivo y verdadero, que ha configurado así nuestro dinamismo apetitivo, puede colmar con creces estos deseos profundos. “Sólo Dios sacia” (cf. Santo Tomás de Aquino, en: Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1718).

Anhelamos, además, el bien de la concordia en la comunidad y el respeto a toda persona en su dignidad. Es el sentido moral y de justicia, que se halla en todo ser humano como un clamor innato. Sólo un Dios absoluto puede fundamentar los valores y las normas éticas universales, incluidos los imperativos de la conciencia, que están por encima de las leyes positivas. Además, solamente un Dios eterno y trascendente puede hacer justicia definitiva. Pues, como afirma Benedicto XVI, “la cuestión de la justicia es el argumento esencial o, en todo caso, el argumento más fuerte en favor de la fe en la vida eterna” (carta encíclica Spe salvi, n. 43).

San Agustín resume esta perspectiva de modo preciso y hermoso al comienzo de sus Confesiones cuando ora así: “nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en ti”. Y señala que se trata de un Dios cercano, íntimo, que “está más dentro de mí que mi misma intimidad”, pero que al mismo tiempo no es subjetivo ni manipulable, sino superior y trascendente: “superior a lo más alto de mí mismo”.

Cristo, plenitud de la auto-revelación y de la auto-comunicación divinas, ofrece a la humanidad esa fuente interior de luz y de vida capaz de saciar las ansias del corazón humano: “El que tenga sed que venga a mí y beba” (Jn 7,37). E invita al alma inquieta a la paz interior: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré” (Mt 11,28). En definitiva, sólo el Dios revelado en Cristo nos promete hacer justicia sin tardar (cf. Lc 18,8), nos ofrece la luz divina de la verdad que disipa las tinieblas (cf. Jn 1,5-9), y la comunión de amor en una amistad perfecta y eterna (cf. Jn 15,15).

Newsletter La Brújula Déjanos tu mail y recibe todas las semanas la actualidad curada con una mirada católica