(Puede leer la versión en alemán aquí).
El libro del Apocalipsis describe en el capítulo décimo a un ángel poderoso “envuelto en una nube, con el arco iris sobre su cabeza” (Ap 10, 1) descender hasta el lugar donde se encuentra San Juan. Este ángel tenía un pequeño libro abierto y, para su asombro, la voz del cielo le pide que se lo coma: “—Toma y devóralo, te amargará las entrañas, pero en tu boca será dulce como la miel.” (Ap 10, 9).
No es el único caso. En el Antiguo Testamento, el libro de Ezequiel, narra un episodio similar cuando en el capítulo tercero el Espíritu, dentro de él, le pide que se coma el rollo que sostiene una mano delante de él: Lo desenrolló ante mi vista: estaba escrito por el anverso y por el reverso; había escrito: «Lamentaciones, gemidos y ayes.» Y me dijo: «Hijo de hombre, come lo que se te ofrece; come este rollo y ve luego a hablar a la casa de Israel.» Yo abrí mi boca y él me hizo comer el rollo, y me dijo: «Hijo de hombre, aliméntate y sáciate de este rollo que yo te doy.» Lo comí y fue en mi boca dulce como la miel. Entonces me dijo: «Hijo de hombre, ve a la casa de Israel y háblales con mis palabras». (Ez 2, 10 – 3, 3)
Lo que parecen decir estas indicaciones es la necesidad de interiorizar la Palabra de Dios que vamos a transmitir. Damos de lo propio porque hemos hecho propio lo que damos, contemplata aliis tradere, y nos convertimos así en el escriba instruido en el Reino de los Cielos es «como un hombre, amo de su casa, que saca de su tesoro cosas nuevas y cosas antiguas» (Mt 13, 52), las cosas antiguas son las verdades eternas, las cosas nuevas son las realidades humanas y cambiantes pero lo importante es que el lugar de donde saca lo antiguo y lo nuevo es su tesoro, su propia alma.
La lectura de la Palabra de Dios, la meditación y la contemplación son el inicio de la predicación. A través de este trato íntimo el Señor planta la semilla de la verdad eterna en nuestra alma, una semilla que, como el grano de mostaza, debe crecer hasta hacerse un árbol frondoso. Cristo prometió que Él, el Espíritu de la Verdad, «os guiará hasta la verdad plena» (Jn 16, 13) y Él, el Defensor, lo hace introduciéndonos en una escuela que produce frutos de santidad en nuestra vida y da eficacia sobrenatural a nuestra predicación. Como explica Francisca Javiera de Valle en su Decenario: «Este Divino Maestro pone su escuela en el interior de las almas que se lo piden y ardientemente desean tenerle por Maestro. Ejerce allí este oficio de Maestro sin ruido de palabras y enseña al alma a morir a sí mismo en todo, para no tener vida sino en Dios. Es muy consolador el modo de enseñar que tiene este hábil Maestro; y no quiere poner escuela en otra parte para enseñar los caminos que conducen a la verdadera santidad, que en el interior de nuestra alma; y se da tal arte… y maña… para enseñar…, es tan hábil y tan sabio, tan poderoso y sutil, que, sin saber uno cómo, siéntese al poco tiempo de estar con Él en esta escuela todo trocado. Antes de entrar en esta escuela, rudo, sin capacidad, muy torpe para entender lo que oía predicar; y entrando en ella, con qué facilidad se aprende todo; parece como que transmiten a uno hasta en las entrañas la ciencia y la habilidad que el Maestro tiene». (Decenario, día 4º, Consideración).
Se entiende ahora que es la santidad de vida la que hace nuestras predicaciones vivas y no aburridas porque es una Vida la que transmitimos con nuestra vida. Se entiende que santos que a penas sabían leer como Santa Catalina de Siena, hayan sido instruidos de tal modo en esta escuela que fueron declarados doctores de la Iglesia ellos podrían perfectamente decir, como San Juan: «lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos para que también vosotros estéis en comunión con nosotros.» (Jn 1, 3)
Por eso antes de hablar de lo que comprendemos de aquella manera nos toca bajar la cabeza con humildad para reconocer que no tenemos ni idea y en vez de dar consejitos al personal pedirle al Señor en la oración, como hicieron los apóstoles: edissere nobis parabolam! (Mt 13,36), «Maestro, enséñanos la parábola», para que comprendiendo yo, contemplando yo, dejándome instruir por ti, pueda a su vez dando de lo mío, que es Tuyo, enseñar a mi pueblo.
Con muchas parábolas parecidas les exponía la palabra, acomodándose a su entender. «Todo se lo exponía con parábolas, pero a sus discípulos se lo explicaba todo en privado» (Mc 4, 24). Aquí esta el quid de la cuestión. En esto consiste tomarse a Dios en serio.