Continuación de la primera parte de estas reflexiones sobre la presencia cristiana en la sociedad actual. Si en la primera parte se centraba en el análisis de la situación de nuestra sociedad, esta segunda parte destaca actitudes y maneras posibles para entender esta realidad y llegar a esa valoración.
Entender
¿Qué es el relativismo? De manera muy sencilla y breve, se podría decir que es una religión en negativo, totalitaria y autodestructiva.
Religión en negativo
Significa que no es, como se podría pensar, una postura igualitaria. No es una madre que abre los brazos y acoge a todas las propuestas culturales indistintamente. El relativismo es la exclusión positiva de la opinión favorable a la existencia de verdades absolutas. No es que “relativice” el cristianismo, sino que es abiertamente anticristiano, antireligioso.
Totalitaria
Esta postura excluyente se auto-justifica en nombre de la ciencia, la paz y la libertad. De la ciencia, porque sólo lo experimental merecería la categoría de verdad. De la paz, porque las afirmaciones absolutas serían potencialmente intolerantes. De la libertad, porque sólo el relativismo permitiría que cada uno pueda vivir como mejor le parezca, sin imposiciones arbitrarias externas.
En definitiva, una consagración de la autodeterminación moral. De forma que el individuo que posea la necesaria espesura intelectual y moral para disentir, en lugar de ser considerado como un héroe, será señalado y expulsado del sistema.
La ideología relativista coloniza la noción de “derecho”. Recorta algunos que se consideraban fundamentales, como la objeción de conciencia individual (caso de los médicos ante el aborto) o la objeción institucional (como el de ciertas instituciones sanitarias ante la eutanasia), el derecho a la patria potestad (de los padres respecto a sus hijos mayores de 14 años en materia de género), o a la libertad educativa (imponiendo programas de espaldas a las convicciones morales y religiosas de los padres).
Por el contrario, el relativismo amplía indefinidamente la cartera de “derechos subjetivos individuales”. Todo deseo ha de ser elevado a la categoría de derecho, con tal de que no perjudique la convivencia social: el aborto, la eutanasia, el suicidio asistido, la equiparación de todas las uniones afectivas, la autodeterminación del género, etc.
Y dando un paso más, el relativismo se alía con el pensamiento neomarxista en lo que se ha denominado “cultura woke”. Consiste en la generación de grupos identitarios que se consideran represaliados y se levantan exigiendo justicia frente a sus victimarios. Estos grupos pueden estar formados por mujeres, o personas de color, o de cierta inclinación afectiva, o indígenas, o ateos… Y enfrente, como enemigo común, aquellos que durante siglos han tenido el monopolio cultural y político.
Autodestructiva.
Todos los días los informativos contienen noticias de violencia de género, racismo, inmigración ilegal, corrupción política, invierno demográfico, fracaso escolar, suicidio juvenil, o botellones en pleno covid… Disfunciones que se convierten en crónicas, porque no se reconocen sus raíces morales, y se combaten sólo los síntomas.
Basta pensar en el escaso éxito que sobre la violencia de género están teniendo el endurecimiento de las leyes, el establecimiento de juzgados, de teléfonos, de órdenes y pulseras de alejamiento… O en la sorprendente pervivencia e incluso periódico rebrote del racismo. Si no se reconoce la dignidad absoluta de las personas, todo lo demás son medios insuficientes.
El filósofo ateo Douglas Murray opina que la sociedad postcristiana se encuentra ante tres opciones. La primera es abandonar la idea de que toda vida humana es preciosa. Otra es trabajar frenéticamente para crear una versión atea de la santidad del individuo. Y si esto no funciona, solo queda volver a la fe, guste o no.
Jesús reprocha su incredulidad a las ciudades donde ha vivido, predicado y realizado milagros: Ay de ti Corozaín, ay de ti Betsaida… En cambio, Sodoma y Gomorra, Tiro y Sidón, famosas por su alejamiento de Dios, serán juzgadas con menos rigor porque han recibido menos. La historia de Israel avanza por ciclos de infidelidad a Yahvé, escarmiento y regreso. Un episodio paradigmático es la conquista de Jerusalén por parte de Nabucodonosor, y la deportación de sus habitantes a Babilonia. También el Imperio Romano de Occidente pagó su decadencia moral con su invasión por parte de los pueblos bárbaros.
Hoy mismo, Occidente está en fase de descomposición. Ya hace muchos años, San Josemaría advertía proféticamente que “toda una civilización se tambalea impotente y sin recursos morales”. Probablemente, en los planes de estudios de los bachilleres de 2050, el relativismo no será el criterio transversal, sino un tema de la asignatura de historia contemporánea.
En resumen, si el mundo actual nos genera desconcierto, inseguridad, miedo, enojo, o el deseo de autodefenderse con sus mismas armas, quizá no lo comprendemos. Nos falta formación.
Si, en cambio, nos provoca misericordia, ternura o lástima, lo entendemos, y participamos de los mismos sentimientos de Cristo. Algo así como lo que un padre o una madre sienten ante un hijo anoréxico, o drogadicto, o que simplemente está en la edad del pavo, y hace la vida muy difícil, imposible incluso, es muy irritante, va a la contra en todo. Si entienden su problema, sentirán misericordia, procurarán ayudarle con fortaleza, pero no le considerarán un enemigo: justamente en esas situaciones se manifiesta la singularidad del vínculo familiar.
Querer con corazón maternal el mundo que nos rodea requiere un esfuerzo de formación para comprenderlo. Porque no se puede amar lo que no se comprende. Cada uno ha de considerar los medios y el tiempo de que dispone para esa formación: la participación -presencial o no- en cursos y charlas, la lectura, la escucha de podcasts, la dirección espiritual…
Realidad
En la medida en que entendamos y amemos a nuestro mundo, estaremos en condiciones de ayudarle. No basta con el deseo de hacerlo. Hay que acertar con lo que necesita. El relativismo es un sistema autoinmune, que combate las defensas, y por tanto sólo se le puede ayudar desde fuera. Lo cual significa dos cosas:
1. Frente a la cultura woke, que promueve el enfrentamiento identitario de grupos e ideas, atender en primer lugar a la persona concreta.
2. Frente a la post-verdad que manipula sin rubor el discurso a favor de la ideología, apelar en primer lugar a las experiencias reales.
Este verano tuve el privilegio de peregrinar a Santiago. Después de rezar ante la tumba del Apóstol, paseando por la Ciudad nos sorprendió una joven que ofrecía a todos los viandantes la degustación de un famoso dulce. Al día siguiente, cuando ya nos disponíamos a regresar, alguien propuso comprar algún producto típico para llevar a las familias. Nos acordamos del establecimiento de la víspera, fuimos y nos atendió alguien con un extraordinario talento comercial. Casi sin intercambiar palabras, sacó del frigorífico unos vasitos de cristal y nos ofreció un riquísimo licor de hierbas, seguido de la mejor tarta de Santiago imaginable, y de una serie tan larga de degustaciones que sería de mala educación describirla. Tan magnánimo trato tuvo como resultado que salimos del establecimiento cargados de paquetes. Luego pude comprobar en Instagram que es política de la casa. La misma comercial nos lo explicó así: “sé que, si lo prueban, se lo llevarán”.
Ha llegado el momento de que los cristianos tengamos esa misma política empresarial: ofrecer la posibilidad de degustar lo que tenemos, porque muchos se lo llevarán. Otros no lo apreciarán, pero si nuestro producto es realmente bueno, ante su rechazo sentiremos ternura, misericordia; no enfado, fracaso o frustración.
La era de la post-verdad es la era de la realidad. Verdad es una afirmación sobre algo; realidad es ese algo de lo que trata la verdad. Si yo escribo que hoy aquí en Burgos hace fresco, quien me lea en otro tiempo y lugar se lo puede creer o no. Pero quién esté hoy en Burgos lo experimentará, dirá: “esto es real, lo estoy sintiendo yo mismo”. Hoy es necesario experimentar la fe como realidad. Esas experiencias pueden ser múltiples, pero me quiero fijar en tres.
El amor. El amor de Dios por cada uno se experimenta en la caridad. Se palpa en la amistad del auténtico cristiano que me encuentro; en la hospitalidad del grupo de cristianos, que no es excluyente, sino que acoge a todo el mundo con los brazos abiertos -al margen de su pensamiento político, o de su inclinación afectiva-; en el amor del matrimonio cristiano: porque lógicamente tenemos el derecho a proponer el amor entre un hombre y una mujer, fiel y abierto a la vida: el que quiera probar este producto comprobará que es muy bueno (en cambio, confundirlo con “homofobia” es un preocupante síntoma de “logofobia”); y finalmente la atención preferencial a los más necesitados: el pobre, el enfermo, el anciano… Si estos amores que nacen de la fe son superiores a los amores convencionales, entonces producirán una especie de herida, como la de la flecha que atraviesa el corazón. El corazón se sentirá conmovido y dirá: “esto es verdad, esto es superior”.
La luz
En los antiguos cómics cuando a un personaje se le ocurría una idea se le dibujaba una bombilla encendida. A veces, en mitad de un paseo o debajo de la ducha, se descubre la solución a un problema que antes no se sabía resolver. Esa sensación de “¡ya está, lo he visto!”, también es producida por la fe cuando ilumina las preguntas existenciales: el sentido de la vida, del dolor y el placer, o sobre lo que hay después de la muerte, o en qué consiste la felicidad. Estas preguntas, que se hace cualquiera porque son naturales, no reciben hoy ninguna respuesta. Pero una vida de espaldas a estas cuestiones límite es inauténtica. Y sin embargo la propuesta de la fe, encaja perfectamente con la razón y el corazón. Es como el zapato de cristal en el pie de la cenicienta. Como sentenció Tertuliano, “anima naturaliter christiana”.
Además de responder a las preguntas existenciales, la fe también ofrece marco a los progresos científicos. La neurociencia y la paleoantropología, la astronomía y la física, van haciendo constantemente descubrimientos. Pero sus datos son parciales y especializados, y si pretenden explicarlo todo dejan de ser ciencia y se convierten en ideología. La ciencia es como un globo de conocimientos que se va hinchando, y en esa misma medida aumenta su superficie de contacto con el misterio. A más ciencia, más misterio.
Ciencia y fe no pueden entrar en conflicto si cada una respeta su propio método. De lo contrario, una y otra degeneran en ideología. Un economista reconvertido en artista titula uno de sus libros: “¿De verdad crees que eres sólo pellejo y huesos?”. Seguramente no. Como una joven decía a su novio materialista: “si crees que soy sólo un paquete de células, entonces no me quieres”. Yo soy el sujeto de ideas, convicciones, proyectos, virtudes y amores únicos e irrepetibles.
El Acontecimiento
La esencia del cristianismo no es una moral ni una idea, sino una Persona. En Cafarnaún, después del discurso eucarístico todos se escandalizan y se van. Jesús no matiza sus palabras, sino que pone a sus Doce en el umbral del abandono: “¿También vosotros queréis iros?”. Pedro responde: “Señor, ¿a quién iríamos? Sólo Tú tienes palabras de vida eterna”. No dice “¿adónde iríamos?”: muy cerca de allí, en Cafarnaún, tiene familia, casa y profesión, como los que se han ido. Lo que les distingue es la experiencia de Cristo. Tampoco ellos entienden la promesa de la Eucaristía, pero le han visto multiplicar panes, calmar tempestades y resucitar muertos, y saben que lo que el Señor dice “va a Misa”.
Como enseñó magistralmente Benedicto XVI, también hoy se comienza a ser cristiano por el encuentro con Cristo glorioso, coetáneo y conciudadano de cada hombre. Un Acontecimiento que tiene lugar en los Sacramentos, la liturgia y la oración. Este verano, en una etapa del Camino, un peregrino me confió que estaba en paro y le acababa de dejar su mujer. Pero, sorprendentemente, añadió que cuando las cosas le fueron bien no se acordó a Dios, mientras que ahora había descubierto que sólo Dios le entendía y ayudaba. Le aconsejé que aprovechase su estancia en Santiago en este año Santo para hacer una buena confesión, y me respondió: “si, tengo que hacerlo porque no me confesado nunca”. Podemos imaginar la alegría de este hombre, tras el abrazo misericordioso de Cristo. ¡Qué experiencia única!: ¡quién más puede perdonar los pecados!, ¡quien más puede reconciliar con uno mismo y con Dios!
También a través de la contemplación del Evangelio se hace palpable Cristo. Una manera de entrar a las escenas que ponga de relieve su actualidad para mí. Chéjov era más bien agnóstico, pero entre sus cuentos tenía predilección por uno que tituló “El estudiante”. Cuenta la historia de un bachiller en teología que por vacaciones de Semana Santa vuelve a casa. El Jueves Santo acude a los oficios, y el Viernes da un largo paseo. De regreso, atraviesa la finca de una casa, en cuyo porche una madre y su hija se calientan al fuego. Se acerca a conversar, y recuerdan una escena semejante que los tres conocen bien y acaban de escuchar en los oficios de la víspera: cuando Pedro, calentándose al fuego, niega tres veces al Señor, Jesús le mira, sale fuera y llora amargamente. Ante su sorpresa, aquellas mujeres -las dos- comienzan a llorar también. El estudiante continúa camino, reflexionando: si Vasilisa se echó a llorar y su hija se conmovió, era evidente que aquello que él había contado, lo que sucedió diecinueve siglos antes, tenía relación con el presente, con las dos mujeres y, probablemente, con aquella aldea desierta, con él mismo y con todo el mundo. Si la vieja se echó a llorar no fue porque él lo supiera contar de manera conmovedora, sino porque Pedro le resultaba cercano a ella y porque ella se interesaba con todo su ser en lo que había ocurrido en el alma de Pedro. Una súbita alegría agitó su alma, e incluso tuvo que pararse para recobrar el aliento. “El pasado -pensó- y el presente están unidos por una cadena ininterrumpida de acontecimientos que surgen unos de otros”. Y le pareció que acababa de ver los dos extremos de esa cadena: al tocar uno de ellos, vibraba el otro. Luego, cruzó el río en una balsa y después, al subir la colina, contempló su aldea natal y el poniente, donde en la raya del ocaso brillaba una luz púrpura y fría. Entonces pensó que la verdad y la belleza que habían orientado la vida humana en el huerto y en el palacio del sumo pontífice, habían continuado sin interrupción hasta el tiempo presente y siempre constituirían lo más importante de la vida humana y de toda la tierra. Los acontecimientos de la vida de Cristo pasan hoy, y me pasan a mí.
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Quizá después de la actual cristianofobia llegue una etapa post-secular, y luego la primavera cristiana que San Juan Pablo II ya anunciaba en 1987. Los santos ven muy lejos. No pocas veces es necesario que algo se estropee del todo para poderse arreglar. En todo caso, “no es el apóstol más que su Maestro”, y los agentes de la nueva evangelización han de traslucir a Cristo. Han de ser santos antes que intelectuales. Mártires antes que guerreros sociales. Testigos antes que maestros. Amigos antes que polemistas. Propositivos antes que reactivos. Alegres y no cascarrabias. Esperanzados y no encapotados. Laicos más que sacerdotes. Mujeres más que hombres. Decía León Bloy: «Cuando quiero enterarme de las últimas noticias leo el Apocalipsis». Allí se nos da la señal de una frágil Mujer, a punto de dar a luz frente a un enorme dragón, “vestida de sol, con la luna bajo sus pies y coronada de doce estrellas”.