Con más de 25 años de ejercicio, la psicóloga belga Anne Schaub-Thomas ha acompañado y tratado a cientos de mujeres y parejas que no han podido ver cumplido su deseo de tener un hijo de manera natural.
Para Schaub-Thomas el debate de la gestación subrogada ha olvidado, por completo, el derecho del niño “creado” y las claves psicológicas, afectivas y físicas que desarrollan madre e hijo en la época prenatal.
¿Hay un derecho a la maternidad por encima de todo?¿Realmente hay quien no puede vivir sin “realizarse” como madre o padre?
—En el caso de la mujer, su cuerpo y el corazón están naturalmente constituidos y preparados para el parto. La llamada a la maternidad es fuerte para una mujer. Ante la infertilidad o la esterilidad (personal o conyugal), en muchas ocasiones, la mujer se sume en un sentimiento de carencia esencial que puede ser difícil de soportar. No poder realizarlo es algo que hay que escuchar, acompañar, para poder recoger toda la profundidad de los sentimientos de pena, de frustración y de sufrimiento. Al final, y sin solución para restaurar la fertilidad natural, es precioso para la mujer y la pareja encontrar ayuda para dar sentido a la situación de esterilidad, hasta, si es posible, poder pasar a otros modos de donación y “maternidad/paternidad”.
La adopción sigue siendo para la mujer (y la pareja) una forma de realización parental que no sólo llena la “cuna del corazón” sino que también devuelve a un niño lo que ha perdido por las desgracias de la vida: una madre y un padre.
La maternidad subrogada a través de una “madre” de alquiler es un lucrativo mercado globalizado para mujeres, hombres y parejas que necesitan un hijo. ¿Llenará el niño a cualquier precio y a cualquier coste el vacío de la misma manera? ¿La posibilidad de concebir el hijo deseado, para uno mismo, fuera de uno mismo y sin uno mismo, deja psicológicamente indemne a la mujer? ¿Qué implica para ella recurrir a una madre de alquiler?
En primer lugar, la técnica modifica profundamente la relación de la mujer con la maternidad, porque el hijo ya no es el resultado de un encuentro íntimo entre dos seres que se aman, sino del recurso a un acto médico-técnico. Resulta cuando menos revelador oír a uno de los primeros médicos que practicaron la fecundación in vitro llamarse “padre” de Amandine.
En la fecundación in vitro la maternidad para la mujer no consiste simplemente en acoger en su interior un embrión procedente del exterior. La intervención previa de la técnica se inmiscuye y modifica intensamente el cuerpo de la mujer así como en el espacio privado de la pareja. La acción técnica induce en la mujer una fuerte resonancia psíquica que no se experimenta en la maternidad natural. Un gran estrés rodea a la mujer que finalmente “consigue” satisfacer su necesidad de maternidad.
Por tanto, lo que se modifica es principalmente todo el espacio íntimo relacional, carnal y privado. Éste desaparece en favor de un contexto médico “desafectado” (sin afecto), en el que el material genético -¿un ser humano en ciernes, cabe recordar?- se extrae y manipula en las asépticas manos de genetistas y técnicos de laboratorio anónimos. El uso de la tecnología priva a la mujer (y a la pareja) del calor de lo vivo, del abrazo íntimo con vistas a concebir, en el secreto de su vínculo, la carne de su carne.
Pasamos a ver de manera extrínseca el proceso: la clasificación de los gametos de calidad, el medio de cultivo y la placa de Petri, los tubos de incubación, el embrión “ideal” a “elegir” y la madre de alquiler. Al sacar lo vivo (gametos) del cuerpo, la relación de la mujer con la maternidad cambia profundamente. No nos equivoquemos: una mujer que deja en manos de otra la espera de “su” bebé se está privando de una parte de sí misma, y lo sabe, lo siente en todo su ser. Pero el tema sigue siendo tabú y a veces, al final, se revela en las prácticas psicoterapéuticas.
La mujer tiene que enfrentarse a una serie de sentimientos de impotencia y humillación, de incapacidad para concebir y dar a luz de forma natural, padeciendo tratamientos restrictivos y eminentemente invasivos, arriesgados y dolorosos; sentimientos de culpa, miedo a dejar de querer tanto al hijo que tanto desea pero que tanto le hace sufrir, etc. Por no hablar de la pareja, que rara vez sale indemne de semejante calvario.
¿Qué ocurre con el apego propio del periodo gestacional?¿Cuál es la relación de la madre gestante con ese niño?
—Una mujer que lleva en su vientre a un bebé que sabe que tendrá que entregar a otra persona al nacer es muy probable que desarrolle mecanismos comparables a los que se dan en situaciones de negación del embarazo.
La negación del embarazo aleja a la mujer de la conciencia de que lleva en su vientre un nuevo ser al que proteger y amar. Si la madre de alquiler es perfectamente consciente de que está embarazada, elegir gestar el hijo de otra persona, y destinado a otra persona, la obliga a dividirse y a despojarse de la parte más emocional y psíquicamente íntima de su ser.
¿Qué madre va a unirse al bebé que nunca ha deseado para sí, que sabe que lleva en su vientre con la intención de separarse de él al nacer? Más aún cuando se trata de un niño que no tiene ningún parentesco genético con ella.
En la gestación subrogada la mujer embarazada lleva en su vientre un contrato que cumplir más que un bebé al que amar. La madre de alquiler ejerce un “trabajo”, con la exigencia de respetar el contrato que debe cumplir: el de entregar un bebé, entero y sano.
Raras son las madres de alquiler que deciden a toda costa quedarse con el niño que gestan. Cuando esto ocurre, siempre es fuente de disputas legales y trágicos desgarros humanos. Hoy en día, una madre de alquiler no puede gestar un hijo para otra persona con sus propios gametos, precisamente para evitar este tipo de reversión.
El apego, que es un proceso biológico natural, se apodera más fácilmente de todas las construcciones y resoluciones mentales en torno a un contrato remunerado, cuando el bebé esperado es el de la mujer que lo gesta, es decir, cuando se concibe a partir de su óvulo.
Las gestaciones organizadas por las agencias se ordenan para garantizar el menor riesgo de apego madre-hijo, a pesar de que el principal problema psicológico para el futuro desarrollo del niño es precisamente el de favorecer un apego de calidad con la madre biológica.
Se trata, en efecto, de una violencia extrema, por una parte, contra la mujer, que se ve obligada a trabajar en contra de su instinto maternal natural y, por otro lado, contra el niño, que se ve sometido desde el principio de su vida a condiciones emocionales que son la antítesis de sus necesidades primordiales.
¿Cuáles son las consecuencias psicológicas y físicas de que un niño sea separado de su madre al nacer?
—El ser humano es un ser de relación. La necesidad de conexión es una de las características humanas más tempranas y profundas; es una expectativa ontológica, vital, con la que todo ser humano está “genéticamente” dotado.
Como la capa freática común a nuestra humanidad, todo embrión, todo feto se apegará naturalmente a la madre que lo lleva. Si el apego es un proceso biológico fisiológicamente programado, es importante considerar los nueve meses de embarazo como mucho más que el simple crecimiento de órganos para hacer viable un pequeño cuerpo. Los inicios de la vida relacional y emocional ya se establecen durante el periodo prenatal, y el contenido emocional de la experiencia intrauterina y del nacimiento dejará una huella duradera en cada persona.
El feto posee una competencia sensitiva y afectiva muy fina y muy desarrollada. Naturalmente curioso por las relaciones, capta los impulsos relacionales, los deseos, los pensamientos y el estado psicológico de la madre que lo lleva. El contexto y la atmósfera del embarazo distan mucho de serle indiferentes. El nacimiento, la primera experiencia de separación del bebé del cuerpo de la madre que lo ha alimentado, envuelto y amado durante nueve meses, es la primera prueba natural de la vida que proyecta al bebé hacia un nuevo entorno.
El bebé atraviesa este camino del interior al exterior del cuerpo de su madre, por eso es mejor si se le mantiene cerca de ella. Es importante que el recién nacido encuentre al nacer los marcadores sensoriales con los que su memoria está completamente impregnada, y que le vinculan a quien representa la vida para él: la voz de la madre, el olor, el tacto, el sabor de la leche materna, etc., todos ellos hitos que mantienen el equilibrio somático y psíquico del pequeño, y le proporcionan su seguridad básica.
Numerosas demostraciones de la neurociencia ponen de relieve la importancia biopsicológica del periodo prenatal para el niño. Estas primeras etapas de la vida representan el suelo básico en el que se siembran las primeras experiencias sensoriales, relacionales y emocionales inconscientes, bien con connotaciones de unidad, ternura, alegría y serenidad, bien con distancia y desapego, ambivalencia tenaz o confusión emocional.
El estrés extremo generado en el recién nacido en caso de separación materna deja una huella duradera vinculada a la ansiedad de separación. La necesidad del bebé de continuidad y estabilidad del vínculo con su madre biológica se ve golpeada en lo más profundo.
De hecho, cualquier situación que imponga al recién nacido, aunque sea involuntariamente, la separación de la madre que lo ha llevado durante nueve meses, provoca, según el contexto y en grados variables, una herida de abandono que puede llegar hasta la angustia de muerte.
Es cierto que el bebé siente que existe a partir de la presencia en calidad y cantidad de su madre, a la que conoce con todos sus sentidos y a la que se ha apegado durante varios meses.
Digamos que el embrión está injertado en el cuerpo y el corazón de la madre que lo lleva, en una malla relacional muy íntima. Este tiempo en el útero es esencial para el bebé, tendrá una influencia duradera en sus vidas. A veces sin que nos demos cuenta.
Así, organizar una maternidad, un parentesco escindido desde la concepción hasta después del nacimiento, carga al niño con un bagaje psicoafectivo marcado por rupturas, pérdidas y confusión afectiva, y lo sumerge en una situación de filiación borrosa.
Si una mujer, una madre, por la razón que sea, puede decidir no vincularse al bebé que espera, el niño no puede hacerlo. El proceso que crea este vínculo de apego entre el bebé y la madre es un “reflejo” programado de supervivencia. Es un mecanismo biofisiológico y psicológico que no puede ignorarse.
Ningún contrato entre los padres intencionales y una madre de alquiler, ningún pensamiento adulto, aunque desee de todo corazón al hijo esperado, pero desde la distancia, tiene el poder de disminuir o borrar, por un lado, esta experiencia humana de apego gestacional, fundamental para el futuro del niño y que se teje con gran sutileza en el feto durante nueve meses, y, por otro, la angustiosa experiencia del alejamiento del bebé de su madre biológica.
Así pues, el proceso procreativo de las GPA expone al niño pequeño a daños físicos y psicológicos de facto. Los riesgos médicos físicos están asociados a la fecundación in vitro: bajo peso al nacer y prematuridad. Más profundamente, el niño está expuesto a una memoria somato-psíquica de disociación impuesta entre las dimensiones genética, corporal y educativa.
Para la mayoría de los psicólogos y psiquiatras infantiles, se trata efectivamente de un contexto de origen susceptible de provocar trastornos sensoriales e intrapsíquicos en el niño, con el riesgo de alterar su futura vida afectiva y su anclaje identitario.
La herida más profunda que sin duda tendrá que resolver el niño nacido de una gestación subrogada -y que no existe en el niño adoptado- es la de darse cuenta, un día, de que son sus padres quienes han creado ellos mismos la situación de disociación y ruptura con la madre de nacimiento.
Es probable que este conflicto intrapsíquico permanezca con el niño durante toda su vida, con abrumadores interrogantes identitarios y existenciales. Tanto más cuanto que la sociedad en su conjunto habrá permitido que esto ocurra, habrá apoyado y evitado reconocer a nivel estatal los diversos riesgos y sufrimientos que la GPA conlleva para el más vulnerable: el niño.
En el debate en torno a la gestación subrogada, es urgente volver a situar al niño pequeño en el centro del debate. Por su propia naturaleza, todo embrión, feto y recién nacido es vulnerable. Yo lo llamo “el niño sin voz”. Saquemos al niño de las sombras, para denunciar las cicatrices potenciales que, en GPA, se le imponen al principio de su vida.
En efecto, “fabricar” un niño para otra persona significa correr el riesgo de generar todo tipo de sufrimientos, como conflictos emocionales, patología relacional, diversos trastornos somáticos y cognitivos, así como secuelas sociales.
En general, el riesgo de una relación inquieta, incluso torturada, con la vida para quienes se verán confrontados a preguntas sobre la filiación, sin respuestas posibles.
¿Cómo gestionará el niño su derecho a conocer su ascendencia?
—Jurídicamente, no sé. Como psicóloga constato que todo ser humano necesita sentirse parte de una historia familiar, que no se limita al círculo familiar inmediato. Los miembros de la familia cercana y extensa, así como los ascendientes que aún viven o ya han fallecido, suelen representar puntos de referencia importantes para todos.
La familia biológica “vive” en cierto modo dentro de nosotros y nos permite forjarnos una identidad, apoyarnos, consciente o inconscientemente, en las semejanzas o, por el contrario, en las diferencias sentidas u observadas.
Todo ser humano tiene la necesidad vital de sentirse vinculado a una familia, a una doble genealogía, materna y paterna. Saber de dónde venimos nos permite, en general, conocer/comprender/elegir mejor hacia dónde vamos.
La ausencia y el anonimato de todos aquellos que componen la familia y que nos han precedido en la doble línea materna y paterna, y que forman el suelo de nuestras raíces identitarias, pueden llegar a ser problemáticos para el desarrollo de la identidad de ciertos niños, hasta el punto de convertirse en la fuente de una serie de comportamientos negativos.
Las heridas psicológicas provocadas por las imprevisibles separaciones de nacimiento o causadas por las miserias y desgracias de la vida son situaciones de sufrimiento hoy bien conocidas.
Trabajar en la prevención para evitarlas y luego atender estas situaciones de vida que han provocado diversas pérdidas y desarraigos humanos en la primera infancia, es una obra de humanidad que todo Estado tiene el deber de implementar y apoyar en su país.
Por el contrario, cualquier Estado que permita que los ricos e influyentes promotores del mercado de la reproducción humana trabajen incansablemente para promover y legalizar la venta de niños a través de madres de alquiler es cómplice de la violencia médica, psicológica y económica que se ejerce sobre las mujeres y los niños.
Es urgente consagrar en el derecho internacional la prohibición de la GPA, para proteger a las generaciones futuras de un mal desastroso que afecta actualmente al sector reproductivo. No debe dejarse en manos de los niños que han crecido la tarea de velar por el respeto de sus derechos.
Las profundas carencias que a veces nos impone la vida, las dolorosas pérdidas sufridas y las penas, por grandes que sean, de los adultos nunca deben servir de pretexto para “utilizar” la vida de un niño como objeto de consuelo y reparación. La vida de un niño se recibe. No se toma ni se fabrica artificialmente para satisfacer las necesidades de los adultos.
La vida de un niño es fundamentalmente un don. Un niño nunca puede ser objeto de una transacción pagada para satisfacer los deseos de los adultos, aunque la tecnología médica los haga posibles.
La realización de los proyectos, deseos y fantasías de los adultos tiene lugar ahora sin directrices morales ni límites éticos. El sentido común humano también ha abandonado la escena individual y colectiva.
El niño, pequeño ser vulnerable, maleable a voluntad y sin voz propia, parece haberse convertido en presa fácil a disposición de todos los deseos paternos.
Uno de los argumentos que se suele utilizar es que estos niños “serán más queridos”. ¿Cree que este supuesto “máximo amor” puede considerarse un argumento a favor de esta práctica?
—Este es, en efecto, el argumento “estándar” que nadie parece poder rebatir. Seamos claros: cualquier persona sola, cualquier pareja, ya sea heterosexual u homosexual, es capaz de amar a un hijo al máximo y criarlo con corazón, pedagogía e inteligencia.
El niño nacido de un GPA que acaba en los brazos de su(s) progenitor(es) comitente(s) se beneficiará la mayoría de las veces de un vínculo afectivo de calidad, a imagen de la fuerza del deseo que le permitió nacer.
Pero, ¿qué pasa con el nicho afectivo que todo niño necesita durante su vida en el vientre materno y que es el fundamento de su seguridad básica, de su futura vida afectiva y de su confianza en los demás, en la vida?
¿Qué pasa con este “hueco” de apego amoroso, madre-hijo, que se construye a lo largo de los nueve meses de vida prenatal y que necesita prolongarse de forma duradera más allá del nacimiento? ¿Qué pasa con la herida de la separación, el trauma del abandono que sienten los bebés que son separados de sus madres biológicas?
¿Es posible crear intencionadamente situaciones de ruptura filial y de pérdida humana al comienzo de la vida de un niño, desdibujar deliberadamente los vínculos de filiación y crear así riesgos programados de sufrimiento de todo tipo?
¿Quién puede creer que la planificación de tales situaciones de llegada a la vida permanecerá “neutra”, sin crear zonas de vulnerabilidad en el ámbito del equilibrio psicológico, somático y espiritual de estos pequeños? ¿Los investigadores y especialistas en primera infancia que, desde hace más de un siglo, examinan la extrema sensibilidad del mundo infantil no son suficientemente explícitos y convincentes sobre las necesidades básicas del ser humano que, cuando están satisfechas, le permiten sentirse auténticamente amado y le ofrecen mejores posibilidades de realización en la vida?
Los medios de comunicación nos ciegan con sensibleras historias de amor, sonrisas y risas de niños, nacidos por gestación subrogada.
En Psicología sabemos que la edad de la infancia es la edad de la adaptación. Para sobrevivir y, sobre todo, para vivir, el niño, cualesquiera que sean las posibles desgracias de la vida, las dificultades o las particularidades que puedan haberle afectado desde su nacimiento, despliega generalmente una extraordinaria fuerza de adaptación y de resiliencia, sobre todo si es amado. Sin embargo, si las aguas del inconsciente permanecen silenciosas durante la adaptación de la infancia, pueden convertirse en tsunamis psíquicos en la edad de su despertar.
Una situación de pérdida o duelo, la adolescencia, el matrimonio, la primera experiencia sexual, la espera de un bebé, un cambio importante en la vida… todas estas situaciones pueden ver emerger, como un géiser contenido durante demasiado tiempo, las heridas muy tempranas que han permanecido reprimidas e inconscientes, negadas o no visitadas. Las descompensaciones psiquiátricas son bastante raras durante la infancia. En cambio, son más frecuentes en la adolescencia y al principio de la edad adulta.
Las situaciones rebuscadas y complejas creadas por la técnica de la procreación anuncian un verdadero caos emocional y estados psicológicos fragmentados en la vida de algunos de estos niños, a pesar de ser queridos. La sociedad en su conjunto se resentirá.
Aunque las costumbres y la cultura cambian, las necesidades básicas de los niños no han variado desde hace miles de años. Su situación de extrema vulnerabilidad requiere cuidados especiales y protección desde el primer desarrollo de sus células.
Somos nosotros, los adultos, quienes debemos cuidar de ellos y permanecer adaptados a sus necesidades. No al revés. ¿No es eso lo que significa amar de verdad a un hijo… aunque suponga aceptar renunciar a tenerlo a toda costa si la naturaleza lo impide?