Chilena, profesora extraordinaria de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz, donde enseña Eclesiología y Sacramentos. También licenciada en Periodismo, trabajó en «El Mercurio» de Santiago antes de trasladarse a Roma.
Planteamos algunas preguntas a Pilar Río, con el fin de arrojar luz sobre lo que el Papa Francisco señala como la actitud «de los laicos de vivir principalmente su misión en las realidades seculares en las que están inmersos cada día, pero esto no excluye que también tengan habilidades, carismas y competencias para contribuir a la vida de la Iglesia: en la animación litúrgica, la catequesis y la formación, las estructuras de gobierno, la administración de los bienes, la planificación y ejecución de programas pastorales, etcétera».
“Caminar juntos»: comunión, participación, misión. ¿Cuáles son las principales dimensiones de la sinodalidad y de qué tentaciones debe cuidarse?
–La sinodalidad es una dimensión constitutiva de la Iglesia, un estilo de vida y de trabajo que manifiesta su ser misterio de comunión para la misión, de modo que lo que el Señor nos pide en este momento de la historia podría resumirse, en cierto sentido, en estas actitudes: encontrarse – escuchar – discernir – caminar juntos como pueblo unido en la realización de la misión que Cristo ha confiado a su Iglesia.
La palabra «sínodo» procede del griego y significa «caminar juntos».
La sinodalidad indica, pues, un camino de reflexión, de escucha, de narración y de sueño para el futuro, que apunta a la renovación del modo de ser y de actuar de la Iglesia como comunión misionera. Compartir una visión, una perspectiva que nos atrae, e identificar las etapas y modalidades (procesos) que activan un cambio duradero y eficaz.
Una experiencia inspirada por el Espíritu Santo, que conserva por tanto un amplio margen de apertura e imprevisibilidad, características del Espíritu, que sopla y va donde quiere. Por eso utilizamos la expresión «celebrar el Sínodo», porque en realidad significa reconocer la acción del Espíritu que acompaña siempre a nuestra Iglesia.
En cuanto a la tentación de la que debemos cuidarnos, permítanme recordar las recientes palabras del Papa Francisco para quien «el camino que Dios está mostrando a la Iglesia es precisamente el de vivir la comunión y caminar juntos de manera más intensa y concreta.
La está invitando a superar los modos de actuar independientes o las vías paralelas que nunca se encuentran: el clero separado de los laicos, los consagrados separados del clero y de los fieles, la fe intelectual de ciertas élites separada de la fe popular, la Curia romana separada de las Iglesias particulares, los obispos separados de los sacerdotes, los jóvenes separados de los ancianos, los cónyuges y las familias poco implicados en la vida de las comunidades, los movimientos carismáticos separados de las parroquias, etcétera. Esta es la tentación más grave en este momento».
¿Quién es el fiel laico y qué papel puede atribuir a los laicos en una Iglesia sinodal?
–El laico es un fiel cristiano, es decir, una persona bautizada y, por tanto, incorporada a Cristo y a la Iglesia. En virtud de su estatuto en el mundo, teológico y no simplemente sociológico, este cristiano es llamado por Dios al mundo para informarlo con el espíritu del Evangelio.
De ahí que su papel en una Iglesia sinodal sea el de un sujeto eclesial activo, plenamente participante y corresponsable de toda la misión de la Iglesia y, de modo peculiar aunque no exclusivo, de la santificación del mundo.
Toda su misión está orientada, también en clave sinodal y por tanto junto con los demás miembros de la Iglesia, a la evangelización, a la santificación y a la caridad vivida en medio del mundo.
Por lo que se refiere a servicios como la catequesis, la animación litúrgica, la formación, la colaboración en determinadas tareas de los pastores, la administración de bienes, el cuidado de las estructuras pastorales, etc., hay que recordar que el laico, como fiel, tiene no sólo el derecho sino también, en algunas ocasiones, el deber de asumirlos, obviamente según su condición laical.
Tanto en el ámbito intraeclesial como en el temporal, son muchos y complejos los retos que los laicos no pueden dejar de afrontar. ¿Puede recordar alguno que considere especialmente importante?
–Por lo que se refiere al primero, el ámbito intraeclesial, los retos más exigentes se refieren a las cuestiones de la colaboración mutua, la formación (tanto de laicos como de pastores), la superación de dicotomías, miedos y desconfianzas mutuas, la escucha, la presencia más incisiva de la mujer, la valorización de las competencias profesionales de los laicos, el riesgo de clericalización…
En el ámbito temporal, en cambio, me referiría en primer lugar al desafío de reconocer el valor plenamente eclesial de la misión especial e insustituible de los laicos en el mundo, pero también de reconocer el carisma de la vida laical.
Los desafíos son también los de no mundanizarse, de ahí la importancia de la vida sacramental y de oración, de vivir con los pies en la tierra pero con la mirada hacia el cielo, de no refugiarse en ambientes protegidos sino salir hacia las periferias.
En definitiva, ser hombres y mujeres «de Iglesia en el corazón del mundo» y hombres y mujeres «del mundo en el corazón de la Iglesia».
En el fondo, la santificación de las realidades temporales constituye el desafío de los desafíos. Un desafío que estamos llamados a jugar en muchos campos: los bienes de la vida y la familia, la cultura, la economía, las artes y las profesiones, las instituciones políticas, las estructuras sociales, las relaciones internacionales.
La presencia más incisiva de la mujer en la vida y misión de la Iglesia, como bautizada, es un derecho. ¿Lo considera plenamente reconocido en la perspectiva de la Evangelii gaudium, el documento programático del actual pontificado?
–Yo diría que Francisco ha innovado hasta el punto de introducir un cambio de paradigma, por el que todos no podemos sino estar agradecidos y agradecidas. «Los fieles laicos [como fieles] -son palabras del Santo Padre- no son ‘huéspedes’ en la Iglesia, están en su casa, por lo que están llamados a cuidar de su propia casa. Los laicos, y especialmente las mujeres, deben ser más valorados en sus competencias y en sus dones humanos y espirituales para la vida de las parroquias y de las diócesis. Pueden llevar el anuncio del Evangelio en su lenguaje «cotidiano», comprometiéndose en diversas formas de predicación. Pueden colaborar con los sacerdotes en la formación de niños y jóvenes, ayudar a los novios en su preparación al matrimonio y acompañarles en su vida conyugal y familiar. Deben ser siempre consultados en la preparación de nuevas iniciativas pastorales a todos los niveles, local, nacional y universal. Deben tener voz en los consejos pastorales de las Iglesias particulares. Deben estar presentes en las oficinas de las diócesis. Pueden ayudar en el acompañamiento espiritual de otros laicos y también aportar su contribución en la formación de seminaristas y religiosos’. No somos huéspedes sino, como mujeres bautizadas, sujetos eclesiales, partícipes y corresponsables de toda la misión».
Aunque estas palabras del Papa ponen el acento en el aspecto intraeclesial de la misión, quisiera destacar también la ¡importante tarea eclesial que la mujer está llamada a desempeñar en el mundo, contribuyendo con su genio femenino al cuidado de lo humano.
El cardenal Farrell, ha exhortado a superar «la lógica de la ‘delegación’ o la de la ‘sustitución’. ¿Qué pasos quedan por dar para que se supere esta lógica reductiva?
–Esta lógica nos hace ver lo lejos que estamos todavía de un reconocimiento de la eclesiología conciliar, más concretamente del capítulo segundo de la constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium sobre el Pueblo de Dios, donde el cristiano, por razón del bautismo, aparece como sujeto de la misión, como discípulo misionero, como suele decir el Papa Francisco.
En efecto, la misión no se comparte a través de la jerarquía, sino directamente de Cristo a la Iglesia, a cada bautizado, por lo que los cristianos no somos auxiliares, delegados o sustitutos, sino verdaderos protagonistas de la misión eclesial.
Partir de esta toma de conciencia puede ser un buen comienzo para iniciar un cambio de mentalidad y de cultura dentro de la Iglesia, que concierna no sólo a los pastores, sino también a los propios laicos. Profundizar y asimilar la doctrina sobre el Pueblo de Dios que el Concilio nos ha legado es un paso fundamental.