Fernando Felipe Sánchez Campos es el rector de la Universidad católica de Costa Rica. Ha sido diputado en la Asamblea Legislativa de Costa Rica, embajador de Costa Rica ante la Santa Sede y Representante Permanente ante los organismos de Naciones Unidas en Roma.
Pero, ante todo, este católico de firmes convicciones, padre de dos hijos y esposo de Milagro, es un amigo del Padre Pío.
Como amistad define él su relación con el santo de Pieltrecina que, como relata en “Nace un hijo espiritual”, editado por San Pablo, nació después de diversas señales que le llevaron a ver la mano de Dios, por intercesión de este santo, en diversos momentos graves de su familia.
La curación de su hijo Fernando, que nació con una cardiopatía severa, un flutter auricular de alta respuesta, fue la llamada definitiva para que sus padres “unieran los puntos” y el Padre Pio entrara a formar parte de esta familia.
Fernando Felipe Sánchez Campos ha hablado con Omnes sobre su libro, su familia y el encargo del Padre Pío para este costarricense.
¿Cómo llega a esta relación con el Padre Pío?
– Antes ya de conocer, realmente, al Padre Pío hubo señales que al principio me llamaban la atención, porque era muy fuertes. Recuerdo muy bien un sueño en el que yo hablaba con un fraile capuchino con barba, pero en ese momento no identificaba que era el Padre Pio, porque no lo conocía, y ni siquiera sabía italiano. Más tarde me regalaron un libro del Padre Pío y reconocí a aquel fraile, pero no lo leí entonces, se quedó en la estantería.
La llamada más fuerte se produce cuando mi esposa se quedó embarazada. En ese momento yo era miembro del Parlamento de Costa Rica. Vino a decirme y le propuse ir a la primera iglesia que encontráramos a bendecir el vientre. No quería que fuera nuestra parroquia porque, después de 7 años de espera, no quería mucha “publicidad”. Pues bien, esa primera iglesia que encontramos estaba dedicada a Padre Pío. El párroco, después de bendecir el vientre frente al Santísimo nos animó a pedir la intercesión del patrón de la parroquia. Le dije que sí -sin saber de quien estaba hablando- y resultó que era Padre Pío.
Fue entonces cuando relacioné todo: el sueño, el libro… “Parece que este santo quiere algo conmigo”, pensé… y me di cuenta que yo no había estado escuchando bien. Ahí empezó el estudio de su vida.
¿Qué le llama a usted más la atención de la vida del Padre Pío?
– Cuando se conoce la vida del padre Pio y todos los carismas que recibió -que yo creo que tenía prácticamente todos-, resulta muy llamativo e interesante. Pero creo que más fuerte que todo eso es su testimonio. Yo creo que los santos “nos escogen”, que el Señor nos manda el santo que necesitamos para cada uno de nosotros. Si a mi me mandó a este súper santo para que sea mi guía, algo espera Dios al enviármelo. Esta realidad te interpela, porque hablamos de una vida dedicada a la santidad, de donarse a los otros, de ser testimonio, de vivir la santidad a pesar de las pruebas.
El propio Benedicto XVI me lo dijo cuando le presenté cartas credenciales y me pidió conocer al niño “milagro”, me dijo que escogiera a un santo – yo ya lo había escogido – para poder rezar y ver que todo lo que te pasa a ti no es nada comparado con lo que ellos vivieron. Desde luego que tenía razón.
¿Cómo define su relación con el Padre Pío?
– Es mi amigo. Yo lo veo como mi amigo personal. Le hablo todo el tiempo y, constantemente, me sigue dando señales. Señales que cada vez entiendo mejor, sobre todo cuando algo me perturba o me inquieta o le he pedido que interceda. Por ejemplo, me encuentro siempre en alguna parte un número 23 (el Padre Pío falleció el 23 de septiembre de 1968).
Creo que hay que tener el corazón abierto para entender estas señales, porque el Señor y los santos nos hablan constantemente. En otras ocasiones, me ha ocurrido que he tenido dudas sobre si lo que estaba haciendo iba por el camino correcto, qué se yo… llegaba al hotel y ¡habitación 23!
Es más, me ha pasado incluso que, en un momento duro o de tribulación, alguien me recuerda algo que yo escribí en el libro y que yo ya no recordaba.
Toda la familia tiene esta relación de amistad con el Padre Pío. Fernando hijo, desde muy pequeño lo ve como alguien muy cercano. Incluso, con apenas cuatro años, en el colegio en Italia, les hablaron un día de los santos y él quiso contar su “historia” con el Padre Pío.
Y su hija se llama María Pía
– Si, exacto. La historia de su nombre fue muy linda, porque nació muy naturalmente. Cuando ocurrió todo el problema de Fernando y la intercesión del Padre Pío yo escribí lo que pasó, no para publicarlo sino para desahogarme.
Cuando ya sanó, fuimos a san Giovanni Rotondo a cumplir la promesa que habíamos hecho. Recuerdo que quería contarle al guardián del convento lo que había pasado. Como yo entonces no podía hablar sin emocionarme, llevaba todo el relato escrito.
Hice fila en el confesionario y le cuando llegó mi turno le dije “Fray Carlos, lo primero que tengo que confesar es que no vengo a confesarme sino a entregarle esto” (el relato). Se lo entregué y al día siguiente nos llevó a Pieltrecina y me dijo que quería conocer a Fernando hijo, que entonces era muy pequeño, y publicar un extracto del relato en la Voce di Padre Pio, la revista del santuario.
Cuando volvimos años después, mi esposa estaba embarazada por segunda vez. Nadie lo sabía y queríamos que él hiciera el anuncio. Fray Carlos aceptó, pero me preguntó “¿Cómo se va a llamar la niña?”. Aún no habíamos decidido el nombre y él mismo “¡Pues muy fácil! Se va a llamar María Pía”. De alguna manera fue fray Carlo María Laborde el que escogió el nombre de mi hija. Nosotros estuvimos de acuerdo inmediatamente.
Usted recoge en el libro numerosas citas del Padre Pío. ¿Cuál le ha tocado más el corazón?
–Varias. Hay una, muy conocida: “Ora, espera y no te preocupes” que tengo presente siempre. Otra que recuerdo mucho es la de “Las pruebas son las joyas que cuelgan del cuello de las almas que más ama Dios”. Son muchas las frases que, en algún momento me han tocado profundamente el corazón. También me gusta mucho el sentido del humor que tenía el Padre Pio. Aunque se ha dicho que estaba “enojado”, era por el dolor constante que le producían los estigmas y que mucha gente “se le tiraba literalmente encima”. Pero tenia muy buen sentido del humor y no se tomaba a sí mismo muy en serio. Se tomaba muy en serio lo que hacía, pero no a sí mismo. Creo que ese testimonio es muy valioso.
Recuerdo una anécdota muy simpática, que cuento detalladamente en el libro. Cuando presenté mis cartas credenciales a Benedicto XVI, luego tienes unos 10 minutos para conversar con el Papa. Le informé de los asuntos “oficiales” y casi al terminar le dije “Santo Padre, ahora quiero hablarle de mi”. El Papa me dijo que sí, hizo salir a los demás y pudimos hablar de muchas cosas, más de media hora. En esa conversación, Benedicto XVI me pidió ver al “niño del milagro”. Salimos y después de que nos bendijera a todos: personal, familia y estar unos minutos con nosotros, al irnos ya, Fernando que tenía tres años entonces me dijo sobresaltado que no se había despedido del Papa, se soltó de la mano y se fue corriendo al despacho del Papa, un fotógrafo de L’Osservatore Romano salió disparado detrás. A los pocos minutos salieron y nos contaron que había ido a despedirse del Papa. Este fotógrafo les hizo unas fotografías preciosas que tenemos de recuerdo. Desde ese día, Benedicto XVI siempre me preguntaba por “el embajadorcito”.
Usted dice que el santo le buscó, pero, ¿qué encargo le da el Padre Pio?
– A mis 50 años, ahora estoy en un momento de mi vida donde se hace una retrospectiva. Me he dado cuenta que, por alguna razón, me ha tocado asumir grandes responsabilidades a edad temprana y en momentos críticos para cada institución en la que he trabajado.
Fui diputado de la República de Costa Rica a los 32 años. Pocos años más tarde fui Embajador ante la Santa Sede (el Vaticano), ante la Soberana Orden de Malta, y Representante Permanente ante los organismos de Naciones Unidas en Roma. De hecho, recuerdo la primera vez que llegamos a la Basílica de San Pedro a un acto. Mi esposa y yo nos sentamos en el lugar de los embajadores y unos guardias nos dijeron “¡Venga!, tómense la foto y salgan porque los van a echar!” (ríe).
Cuando llegamos a Roma, la embajada estaba hecha añicos. Era una embajada sin influencia. No había ni un convenio de cooperación en más de 165 años de representación diplomática. Empezamos a trabajar y, en esos años, se firmaron convenios por ejemplo con el hospital de San Giovanni Rotondo, también se entronizó a la Virgen de los Ángeles en la parroquia pontificia de Santa Ana y vivimos la canonización de San Juan Pablo II que fue posible gracias al milagro de la curación de Floribeth Mora Díaz, una mujer costarricense. Pasamos a ser una de las embajadas con más actividad de Roma.
Tras esta etapa, me encomendaron la Universidad católica de Costa Rica. Cuando llegué estaba en una situación complicada y hemos ido solucionando diversos asuntos.
De alguna manera, creo que el Señor me lleva a lugares de responsabilidad para que busque restaurarlos. Y acudo con las bases en la oración y en trabajar durísimo para que las cosas marchen. Sé que sin la fuerza espiritual no hubiera asumido ninguna de las tres, porque no era el momento, pero el Señor no escoge a los capacitados, sino que capacita a los que llama.