El Instrumentum laboris de la Asamblea del Sínodo de los Obispos sobre la Amazonia (6-27 de octubre) ha puesto sobre la mesa la posibilidad de ordenar como sacerdotes hombres casados, probados en virtud y fidelidad a la Iglesia. A propósito de ello, no podemos dejar de tomar en consideración –como han demostrado, entre otros, el Cardenal Alfonso M. Stickler y Christian Cochiní S.I.- que el celibato para las órdenes sagradas en la Iglesia de los primeros siglos no debe ser entendido sólo en el sentido de una prohibición de casarse, sino también en el de una continencia perfecta para los ordenados siendo ya casados, y que era lo normal.
Los documentos de los Concilios, de los Pontífices y de los Padres de los tres primeros siglos referidos al celibato-continencia son, en general, respuesta a dudas o a planteamientos que contestaban el celibato de los ministros sagrados generalmente en el sentido de no exigir a los casados la continencia perfecta tras la ordenación, como en el canon 33 del Concilio de Elvira (¿305?): “Nos ha parecido cosa buena prohibir absolutamente a los obispos, presbíteros y diáconos de tener relaciones (sexuales) con la propia mujer”. Son documentos que manifiestan la voluntad de permanecer fieles a la tradición de los “antiguos” e incluso a la tradición apostólica, cuya defensa inspirará a Pontífices, Santos Padres o Padres conciliares a oponerse a innovaciones sospechosas en esta materia.
A la luz de esos documentos, sería anacrónico hacer depender el origen del celibato de los ministros del momento en que los Concilios o los Pontífices romanos promulgan tales normas, o pensar que comenzó a practicarse cuando se promulgaron. Esos testimonios escritos de los s. III y IV reflejan una práctica más antigua y así deben ser entendidos. Por otra parte, debe distinguirse en estos primeros siglos entre “celibato-prohibición” de contraer matrimonio tras la ordenación y “celibato-continencia”, como obligación de observar la continencia perfecta quienes se casaron antes de recibir las órdenes sagradas.
La historia de la Iglesia muestra la unión profunda entre el celibato de los ministros y el lenguaje y espíritu del Evangelio. Lejos de ser una disposición de origen puramente eclesiástico, humana y susceptible de derogación, aparece como una práctica con origen en el mismo Jesús y en los Apóstoles, mucho antes de ser establecido formalmente por leyes. Jesucristo aparece como el único sacerdote del Nuevo Testamento sobre el cual todo sacerdote y ministro sacro debe modelarse, a ejemplo de los Apóstoles, primeros sacerdotes de Cristo, que dejaron “todo” para seguirle, incluida la eventual mujer.
Cuando san Pablo pide a Timoteo y a Tito escoger como guías de la Iglesia a “maridos de una sola mujer”, pretende garantizar la idoneidad de los candidatos para la práctica de la continencia perfecta, que les será pedida al imponerles las manos. La exégesis de este pasaje es autenticada por los escritos de Papas y Concilios a partir del siglo IV, que entienden la tradición anterior cada vez más claramente no sólo como prohibición de casarse de nuevo si el ordenado quedase viudo, sino también como continencia perfecta con su mujer. Por eso se encuentran testimonios pontificios y patrísticos muy antiguos que atribuyen a los Apóstoles la introducción del celibato obligatorio.
A la luz de la Tradición, ¿qué responder, entonces, a la pregunta sobre una eventual ordenación de hombres casados en la Iglesia de hoy? Según la opinión del Cardenal Stickler, no sería imposible en la medida en que les fuera exigida la continencia, como sucedía ampliamente durante el primer milenio de la Iglesia latina. Cuando, sin embargo, hoy se habla de ordenación de hombres casados se sobreentiende generalmente que les sea concedida la posibilidad de continuar la vida conyugal tras la ordenación, ignorando que tal concesión no se hacía nunca en la antigüedad cuando se ordenaba a hombres casados.
¿Se dan hoy las circunstancias para que la Iglesia latina retorne a la práctica de ordenar hombres casados, exigiéndoles la continencia? Si se piensa que la Iglesia ha tratado de reducir esas ordenaciones por los inconvenientes que comportan y ordenar sólo hombres célibes, no parece conveniente restaurar en las circunstancias actuales una práctica ya obsoleta. Nada impide la ordenación de ancianos célibes o viudos o incluso de personas casadas, si ambos cónyuges se comprometen a mantener la continencia. Es claro que la mentalidad corriente hoy no entendería esa continencia, pero éste no era el modo de pensar en las primitivas comunidades cristianas, mucho más cercanas en el tiempo a la predicación de Jesús y de los Apóstoles.
Entonces, ¿por qué la distinta disciplina de las Iglesias orientales católicas? El mismo Cardenal Stickler responde: en la Iglesia latina, el testimonio de los Padres y las leyes de los Concilios bajo la guía del Obispo de Roma constituyen un conjunto más coherente que en los textos orientales, más oscuros y cambiantes por razones diversas: influjo de herejías como el arrianismo; falta de suficiente reacción de las jerarquías ante los abusos; ausencia de un efectivo ejercicio de vigilancia por parte de los Pontífices romanos… Por estos y otros motivos, el Oriente conoce un relajamiento de la primera disciplina, que será institucionalizado en el Concilio de Trullo o Quininsesto del año 691.
Arzobispo de Mérida-Badajoz.