Familia

El matrimonio y el paso del tiempo

De esta unión única, exclusiva, perpetua, que es el matrimonio válido, surge la ayuda mutua que se concreta en el día a día de los cónyuges a través de mil y un detalles de auxilio, cuidado e interés.

Alejandro Vázquez-Dodero·13 de agosto de 2024·Tiempo de lectura: 3 minutos
El matrimonio y el paso del tiempo

En el punto 339 el Catecismo de la Iglesia Católica, refiriéndose al modo como el pecado amenaza al matrimonio, recuerda que ”la unión matrimonial está muy frecuentemente amenazada por la discordia y la infidelidad. Sin embargo, Dios, en su infinita misericordia, da al hombre y a la mujer su gracia para realizar la unión de sus vidas según el designio divino original”.

Un poco más adelante, en el punto 346, señala que “este sacramento confiere a los esposos la gracia necesaria para alcanzar la santidad en la vida conyugal y acoger y educar responsablemente a los hijos”.

El paso del tiempo, las circunstancias personales de cada cónyuge, las dificultades u otros aspectos ordinarios de la vida, no desfiguran la esencia del vínculo matrimonial que se origina en el mutuo consentimiento de los cónyuges manifestado legítimamente: del matrimonio válido se origina entre los esposos un vínculo perpetuo y exclusivo por su misma naturaleza.

En el matrimonio cristiano los cónyuges son fortalecidos y quedan como consagrados por un sacramento peculiar para los deberes y dignidad de su estado.

Es en ese “sí, quiero” cuando los esposos se “transforman” en una realidad nueva, una unidad en la diferencia personal; su matrimonio será el lugar en que cada uno busque en el bien y la felicidad del otro: su propia plenitud.

De esta unión única, exclusiva, perpetua, surge la ayuda mutua que se concreta en el día a día de los cónyuges a través de mil y un detalles de auxilio, cuidado, interés. Detalles que abarcan desde lo más íntimo y espiritual hasta lo material: un “te quiero”, una sonrisa, un obsequio en ocasiones señaladas, un pasar por alto menudos roces sin importancia, etc.

Por el acto espiritual del amor se es capaz de contemplar los rasgos y trazos esenciales de la persona amada. Mediante el amor, la persona que ama posibilita al amado la actualización de sus potencialidades ocultas. El que ama ve más allá y urge al otro a consumar sus inadvertidas capacidades personales.

El Papa Francisco, en una de sus catequesis sobre el matrimonio y la familia proponía en tres palabras un refugio, no exento de lucha contra el propio egoísmo, un camino para sostener el matrimonio: estas palabras son: permisograciasperdón.

Si no somos capaces de disculparnos, quiere decir que ni siquiera somos capaces de perdonar. En la casa donde no se pide perdón comienza a faltar el aire, “las aguas se estancan”. Tantas heridas de los afectos, tantas laceraciones en las familias comienzan con la pérdida de esta preciosa palabra: discúlpame.

No podemos olvidar que ese otro, esa otra, a quien nos dirigimos, es la persona a la que un día libremente escogimos para recorrer juntos el camino de la vida y a la que nos entregamos por amor.

Conviene ejercitar la memoria afectiva, que actualiza el cariño: porque conviene, porque hace bien al amor entendido como acto de la inteligencia, de la voluntad y del sentimiento; y entonces “re-cordamos” –volvemos a colocar, con sumo cuidado, en el corazón– todos aquellos rasgos distintivos –también los defectos y las limitaciones– que nos llevaron a comprometernos, a querer “para siempre”.

La vida conyugal está llamada a adquirir matices insospechados que llevan a “priorizar” el matrimonio por encima de cualesquiera otras circunstancias o realidades, en tanto que vocación específica –humana y sobrenatural– para cada uno de los llamados a ese estado. 

Para descubrir tales matices es necesario no solo el amor sino el buen humor: ante los errores que nos permiten alejarnos de una pretendida y al mismo tiempo inalcanzable perfección; ante las situaciones adversas o los pequeños -y a veces no tan pequeños- despistes.

Cuando las cosas no salen como las habíamos planeado, saber reírse de uno mismo, aceptar la crítica constructiva con agradecimiento y simpatía, ayudan a no caer en el “orgullo herido”, que tanto mal hace a cualquier relación, sea de amistad, filial o conyugal.

Ahí está la grandeza y la belleza del amor conyugal, que redunda directamente en el bien de los hijos.

Muchas veces se ha dicho: “si el matrimonio está bien, los hijos están bien”. Una educación sin amor “despersonaliza” pues no alcanza el núcleo central, constitutivo de la persona. 

Si falla el amor entre los esposos se quiebra el orden natural de la entrega recíproca, que tiene como beneficiarios no solo a los propios cónyuges sino a los hijos. 

Hoy educamos a los hombres y mujeres que algún día acogerán lo que Dios quiera de ellos: y serán capaces de respeto, de amor, de generosidad y de entrega en la medida en que lo hayan visto en sus padres y compartido en sus familias.

Por último, y a modo de colofón, podríamos afirmar que mirar el pasado con agradecimiento, el presente con determinación y el futuro con esperanza, ayuda a vivir la entrega con plenitud, aceptar el paso del tiempo en el matrimonio con alegría.

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