Graciano apretó el paso mientras se arreglaba la bufanda. Qué frío hacía aquella madrugada. Se metió la mano en el bolsillo para comprobar si había cogido la llave de su casa al salir. “Con las prisas todo se olvida” pensó acordándose de aquella vez en la que, requerido también en plena noche, se había dejado la llave por dentro. Una noche tan fría como aquélla no era para pasarla a la intemperie. Pensó en Petra. Quizás era su última noche. Aquella viejecita llena de energía. Cuántas veces le había llevado la comida a la sacristía: “Graciano, que si me descuido no come usted en días”, solía decirle.
Cuando llegó a la pequeña casita con luz se acercó a la puerta y llamó. Abrió Clara, la hija pequeña de Petra.
– Gracias, Padre. A estas horas no sabía si llamarle, pero ella insistió tanto… Hace días que casi no habla y lleva toda la tarde pidiéndome que le llamara.
– Has hecho bien, hija. Yo no tengo ni días ni noches propias. Son todas del Señor.
Clara le miró agradecida, y tras cogerle el grueso abrigo lo llevó a la habitación en la que yacía su madre.
Petra era una anciana minúscula. Parecía perdida entre tantas mantas y almohadas. En la mano agarraba con fuerza un rosario y miraba con fijeza a la puerta. Al escuchar los pasos y ver que entraba su hija, se llenó de vida. Como si concentrara toda la que le quedaba en la mirada.
– ¿Has traído a Graciano?
– Sí, madre. Aquí está el Padre Graciano.- Una sonrisa de alivio iluminó su arrugado rostro y pareció llenarse de paz. Graciano entró en la habitación y se acercó con cuidado a la enferma. Clara se marchó cerrando la puerta.
– Hola, Petra. Buenas noches. Me ha dicho su hija que está peor y aquí vengo a administrarle la extremaunción y darle la Comunión.- Don Graciano le administró con piedad el sacramento y, después de darle la Comunión, se sentó a su lado. Petra parecía feliz y le agarró la mano.
– Cuántas cosas desde que usted llegó al pueblo, ¿se acuerda? Recién ordenado y de la ciudad. Aquí dijeron que no se adaptaría usted a una vida tan dura y retirada.- Graciano sonrió.
– Aquí encontré la familia que Dios quiso para mí. Cada uno de mis feligreses y de los que se resisten a serlo.- Petra asintió.
– He sido muy feliz, Graciano. Ahora que llega el fin, comprendo que Dios lo hace todo bien. Me casé joven y perdí cuatro hijos antes de tener a Manuel y a Clara. Pensé que nunca superaría tanto dolor. Luego el trabajo duro, sacar a mis hijos adelante para que estudiaran fuera y la enfermedad de Antonio.
– Me acuerdo de él, en su silla de ruedas y con la garrota en la mano. Cuando alguno le impedía el paso o le molestaba le daba con ella.- Petra rió bajito.
– Sí, cuántos problemas nos dio la dichosa garrota. Hasta dormía con ella.
– ¿Tiene muchos dolores, Petra?
– Muchos, pero no me importa. Tengo ya muchos años y una fe grande. Dios me ha enseñado lo que no viene en los libros: a vivir y, por lo tanto, a morir cuando Él disponga.- Graciano la miró con cariño y sin disimular las lágrimas que empezaban a humedecerle el rostro. Aquella mujer, como toda su generación, era una mujer fuerte. Cuántas lecciones le seguían dando. Era una generación sabia, nacida para sostener.
– Es posible ser feliz en el sufrimiento, Graciano. Mis hijos no lo entienden y es posible que sea porque todo lo han tenido fácil. Y la vida enseña también con el dolor. Quizás les falta la experiencia de saberse nada. Creen que todo lo pueden. Creen que todo lo arregla la ciencia y su inteligencia.
– Y, ¿no es así?- Graciano sonrió. Le gustaba que hablara. Aprendía con ella. Nunca se cansaba de escuchar.
– No, claro que no. En esta vida sólo darle sentido y valor a las cosas es lo que da la felicidad.
– ¿Qué sentido tiene el dolor, Petra?
– Ah… Graciano, bien lo sabe usted pero me hace hablar. No, no se sonría. Nos conocemos desde hace muchos años. Ha comido usted en mi casa más veces de las que pueda recordar. Me acompañó en el entierro de varios de mis hijos y en el de mi marido. Nunca se me olvidó una cosa que dijo en el funeral del pequeño: “En la vida y en la muerte somos de Dios”.
– Eso es de la Escritura.
– ¿Sí? No sé, no aprendí a leer. Pero cuánta verdad hay ahí. No hay miedo para quien se sabe hijo de Quien más le ama.
– ¿Te sientes amada por Dios, Petra?
– Sí. En cada dolor le grité y me enfadé. Pero siempre supe que estaba a mi lado. Sufriendo conmigo. Él da sentido al sinsentido. Él nos moldea en cierta forma. Como hacía mi marido con las esculturas. Con golpes, con dureza. Para dejarnos luego libres.
– ¿Libres?
– Sí, libres. Nos agarramos a tantas cosas que pasan. Ponemos nuestro corazón en tantas cosas que no valen la pena. Y, sin embargo, en la desgracia, nos damos cuenta de que lo único que cuenta es el amor a Dios y a los demás. Eso es ser libre. No estar atado a nada en el corazón. Yo hoy me iré en paz. Con mis defectos, sé que mi vida ha sido lo que Él ha querido. Sólo me preocupan mis hijos y mi nieto. Mis hijos están tan ocupados por cosas que no valen. El mayor, con el tema del virus, se ha vuelto loco. “Mamá, lo único que importa es la salud”, me decía el otro día.
– ¿Y qué le dijiste?
– Le dije que era un mendrugo. Imagínese, poner tu felicidad y confianza en algo que sabes que vas a perder. Y la otra, Clara, es buena chica pero todo lo quiere dirigir ella. No entiende que el camino de la felicidad es obedecer a Dios y hacer su voluntad. Sólo le importan los dineros y la comodidad. Tendría que haberles enseñado mejor de niños.
– Aprender el sentido de la vida es un aprendizaje de ciertos años, Petra.
– ¿Cree que llegarán a comprenderlo?- suspiró- Me equivoqué como madre en eso. Nunca les enseñé a sufrir. Siempre que tenían cualquier contrariedad hacía lo imposible por quitársela. Y, cuando llegaba el dolor, les dejaba mirar para otro lado. Nunca les enseñé cómo afrontarlo. Debería haberles enseñado. Porque luego se han encontrado con baches y no han sabido a qué agarrarse. Para ellos la oración es recitar palabritas a toda velocidad. No saben Quién es Jesús. No saben qué significa la Cruz. No les enseñé a ofrecer, como me enseñó a mí mi madre. Pensé que era una enseñanza demasiado dura. Pensé que no comprenderían hasta que tuvieran una fe más fuerte. Y, sin embargo, qué lejos se han ido.
– Todavía están a tiempo de conocer a Dios, Petra. Vamos a rezar por ellos y por su nieto. Cuando usted falte, yo seguiré acompañándoles. Pero ya puede ayudar desde el cielo, que la tarea es grande.- Petra sonrió.
– Gracias, Graciano. Me voy feliz.- Graciano comenzó a rezar y Petra le acompañó. Primero bajito y luego ya desde el cielo.
Tras consolar a la hija y prometer volver a primera hora, Graciano salió de nuevo al frío. Pero ahora se olvidó de arreglarse la bufanda y hasta de abrocharse el abrigo.
Educar en el sufrimiento… educar y dar razones, pensaba. Pero, ¿Cómo? ¿Cómo explicar el gran misterio del Amor de Dios y del sufrimiento? La sociedad no comprende el dolor ni la muerte porque no comprende la vida. Graciano pensó en el aborto. Pensó en la eutanasia. En el materialismo que tan frecuentemente veía y en la frialdad hacia todo lo trascendente. Pensó en tantas personas para las que una vida como la de Petra, sin calidad, carecía de sentido. Pensó en aquéllos que piensan que Dios es como un genio de la lámpara que debe conceder todo lo que deseemos y si no, fuera. En lugar de comprender que Él es Dios y nosotros débiles criaturas. Criaturas nacidas para hacer su Voluntad en la cual está nuestra felicidad. ¿Cómo mostrarles todo esto a los demás cuando ni se preguntan ni interesan por ello? Graciano se sintió muy pequeño y entonces sonó la campana de la iglesia. Sonrió como lo hacen los enamorados y modificó su camino. No volvería a su casa ya aquella noche. Iría a la casa de su Padre. A la iglesia donde, en un pequeño sagrario, mora el Señor de todas las cosas. A Él le pediría la gracia, la ayuda y el consuelo para enfrentarse al día siguiente, con alegría, a la inmensa tarea que Dios le había encomendado.
¿Sociedad sin sufrimiento?
En una sociedad en la que no se da valor a la vida humana que no goza de “calidad” según los estándares modernos, es cada vez más necesaria la existencia de focos, de faros que iluminen y llenen de sentido el sinsentido. Encontrar un sentido al sufrimiento nos ayuda a vivirlo de la forma más humana posible. Por ello es importante profundizar en esta realidad. Cuántas veces hemos escuchado de nuestros mayores, aquello de “ofrécelo” cuando teníamos alguna contrariedad. ¿Entendemos bien qué significa?
En nuestra sociedad se hace cada vez más necesario educar en el sufrimiento. Enseñar a los niños, de acuerdo con su capacidad, que el sufrimiento forma parte de la vida. Sería ingenuo pensar que podemos privar a nuestros hijos de la experiencia del dolor y es importante mostrarles cómo comportarse en esos momentos, a qué agarrarse y cómo salir adelante. Genera una frustración muy grande no saber cómo afrontar el dolor propio o de quienes nos rodean. Hablar con los niños, según las circunstancias y capacidad de comprensión, sin ocultarles lo que más tarde o más temprano van a encontrarse, supone darles competencias para enfrentarse a esos momentos. Es sorprendente además, cómo los niños comprenden el misterio del dolor y cómo se hacen fuertes y empáticos cuando les ayudamos a afrontarlo, y no a negarlo como si no existiera. Es muy positivo educar en este ámbito. Apena, por el contrario, ver como tantos creyentes no quieren enseñar a sus hijos pequeños la cruz, por miedo a dañar su sensibilidad. Resulta incluso hipócrita en una sociedad en la que videojuegos y películas están invadidos de violencia sin sentido. Enseñar a ofrecer el dolor, a apoyarnos en la oración, en el rezo del rosario y en los sacramentos, en el amor y en el apoyo de los nuestros. Todas estas herramientas nos ha dejado Dios para poder encontrarle en el dolor.
El sufrimiento cristiano
Es posible encontrar alegría en el dolor. Es posible encontrar esperanza donde parece que no queda nada por hacer. Y es posible porque Cristo existe. Porque Cristo resucitó y nos liberó de la muerte y del sufrimiento, asumiéndolos en su plan de redención. Y lo hizo a través de la obediencia. Pues fue obediente hasta la muerte, y muerte de Cruz. Efectivamente, existe una relación entre la obediencia y el sufrimiento. Y no una obediencia como mero acatamiento o como aceptación pasiva. Sino la obediencia como afirmación. Como acción positiva que afirma algo más grande, aunque no se vea claro a veces: el Amor de Dios en todas las circunstancias y su cuidado amoroso a cada uno. Cristo fue obediente hasta la muerte porque amó a los suyos hasta el extremo. Su obediencia fue perfecta, nacida del Amor. No se limitó a aceptar “lo que se le vino encima” sino que fue más allá viendo en el sufrimiento ocasión de afirmar algo más grande: el amor a su Padre en el amor a los hombres.
Cristo aprendió sufriendo a obedecer. Esta afirmación es muy reveladora. La obediencia que nace del amor, que afirma, nos exige un sufrimiento. Nos exige una muerte a nosotros mismos. Implica dejar de mirarnos a nosotros y mirarle a Él. Esto, paradójicamente nos es más “fácil” en el dolor. Nos es más fácil cuando no nos queda nada. Cuando somos sólo nosotros y Él. Nos es preciso ser “destruidos” para dejar que Él nos reconstruya.
Sólo nos asemejamos a Cristo cuando dejamos que sea Él quien actúe en nosotros. Y sólo le dejamos actuar por la experiencia de morir a nosotros mismos. Si hemos tenido esta experiencia, lo comprenderemos. Para quienes nunca han experimentado su propio derrumbamiento es incomprensible. Cuando carecemos de todo lo que nos parecía importante es cuando podemos ver de verdad nuestro corazón. Qué o mejor, a Quién necesitamos ante todo.
El sufrimiento, en sí mismo, es un mal y el mal es ausencia de bien. El sufrimiento es ausencia de bien físico y/o espiritual. El verdadero sufrimiento y el más grande es la ausencia de Dios, dado que sin Él no puede existir bien alguno. Por eso Jesucristo venció al sufrimiento en la Cruz. Porque lo asumió de tal forma que en cada dolor podemos identificarnos con Él. En cada dolor estamos con Él. Ya no hay ausencia completa. El sinsentido puede tener sentido, valor.
Cristo no eliminó el sufrimiento del hombre porque respeta la libertad humana y también la naturaleza dañada por el pecado. Hasta que llegue la hora de la Justicia y del fin de los tiempos conviviremos con el dolor y la muerte. Jesucristo no eliminó el sufrimiento pero sí lo transformó en su raíz más profunda. Participó en el sufrimiento hasta el extremo, hasta invadirlo de su Presencia.
Quien nunca se ha preguntado por el valor de su propia vida es muy difícil que pueda comprender el sentido del sufrimiento y de la muerte. Uno muere según ha vivido. El problema de la sociedad actual no es que no valore al enfermo o que no respete la muerte porque sea “el fin”, el problema de la sociedad actual es antes que nada, que no valora la propia existencia. Encontramos personas endurecidas que viven como si fueran mera materia y así es muy difícil abrirles un horizonte de esperanza. Para ellos todo se ha acabado. A estas personas primero habría que plantearles cuál es el sentido de su existencia para poder abrirles a que encuentren sentido a su fin.
A veces pensamos que Dios es un genio de la lámpara que nos tiene que conceder lo que nosotros deseamos si lo pedimos con fuerza. Apenas se predica hoy sobre cumplir la voluntad de Dios sea cual sea. Toda la Biblia está impregnada de pasajes en los que se invita al Pueblo de Dios a cumplir la voluntad de Dios. Nuestra vida es para Dios, para cumplir su voluntad. Es verdad que podemos orar para pedir que nos quite este o aquel sufrimiento o para que se solucionen nuestros problemas. Pero la oración y la confianza en Dios siempre deben estar orientadas a aceptar su Voluntad. El enfado con Dios, cuando llega el sufrimiento, está en no querer soltar las riendas de nuestra vida porque la queremos a nuestro modo, o bien en entender de forma errónea que el sufrimiento lo manda Dios.
Como sociedad podemos ayudar mucho. En primer lugar, como hemos señalado, educando desde pequeños a nuestros hijos en el sentido del sufrimiento. Pero también, promoviendo la solidaridad, el cuidado a los enfermos, invirtiendo en la formación del personal sanitario, en cuidados paliativos…Se debe cambiar la imagen que muchas veces se muestra de las personas mayores, dándoles su espacio y la importancia y valor que tienen frente a una cultura de la juventud y de lo material. Debemos cambiar el valor que le damos a la vida, para aprender así el valor del sufrimiento y de la muerte.