Cuando se acerca el día 30 de enero los centros educativos suelen realizar diversas acciones para unirse a la iniciativa de UNICEF de promover un día escolar para desarrollar en una cultura de no violencia y la paz.
En ese día se celebra el aniversario de la muerte del Mahatma Gandhi (India, 1869-1948), líder pacifista que defendió y promovió la no violencia y la resistencia pacífica frente a la injusticia. Su pensamiento «no hay camino para la paz: la paz es el camino» se ha convertido en lema para las distintas acciones educativas destinadas a promover entre los alumnos este deseo de paz y de compromiso con la justicia.
Creo que hoy más que nunca necesitamos una verdadera educación para la paz y la convivencia. Vivimos en una sociedad crispada y fragmentada, menos cohesionada que en generaciones anteriores. Una sociedad que necesita reencontrar ese camino para la paz del que hemos tomado como referencia a Gandhi y del que los cristianos tenemos un ejemplo insuperable en San Francisco de Asís. Y, por supuesto, en el mismo Jesucristo.
Para trabajar a fondo una cultura de la paz hay que educar hombres y mujeres que sean capaces de vivir en paz consigo mismos y de convivir en paz con los demás. Un deseo que no se debería quedar en un mero gesto de palomas pintadas en la pared o globos soltados al cielo. Todos sabemos que estos gestos están bien, pero que no suponen una verdadera educación para la paz. No producen un auténtico cambio.
Mi experiencia personal en este ámbito me retrotrae al año 2000, cuando un terrorista de ETA asesinó en la navarra localidad de Berriozar a Francisco Casanova. Poco me imaginaba yo cuando oí la notica ese verano que justo ese curso acabaría siendo profesor de Religión en el centro escolar donde estudiaban sus hijos.
La experiencia de encontrarme como profesor de Religión en un centro golpeado por la muerte, en el que estudiaban alumnos en euskera y en castellano, me llevó a proponer al claustro la realización de un proyecto educativo llamado ‘Mundo en paz’ que sirviese para restañar heridas y generar comunión dentro de la propia comunidad educativa. Algo que no era fácil en medio de un ambiente socio político tan crispado. Pero precisamente por eso se hacía especialmente necesario. Y como profesor de Religión y como cristiano me sentí llamado a promoverlo.
El proyecto se desarrolló a lo largo de todo el curso y participaron alumnos de distintos niveles educativos, desde primaria hasta cuarto de ESO. Tomamos como referencia una escultura del escultor guipuzcoano Manuel Iglesias que simbolizaba el deseo de un mundo en paz. En la parte inferior se reflejaba una casa destrozada por un atentado, en medio una bola del mundo, en la parte superior cinco figuras que simbolizaban los cinco continentes y que en su hueco dibujaban la paloma de la paz.
Cada una de esas partes de la escultura sirvió para trabajar durante todo el trimestre, desde distintas asignaturas, aspectos como la paz en casa, la resolución de conflictos, la paz en el mundo, la diversidad de culturas, la necesidad de justicia, la paz como solidaridad y como un don espiritual. Realizamos las más diversas actividades implicando a todo el centro: conferencias, exposiciones, olimpiadas deportivas, conciertos, edición de un disco…
Pero quizás lo más significativo del proyecto fue el hecho de poner a trabajar a todos los jóvenes juntos para conseguir fondos para levantar la escultura que nos servía de referencia en la puerta de su instituto. Ser capaces de trabajar con otro, ponerle rostro, quitarse ideologías… es el mejor camino para aprender a respetarle y amarle.
Veinte años más tarde la escultura de seis metros de altura levantada por aquellos alumnos sigue en pie a la puerta del instituto. Cubierta por una nieve que la fusiona con la naturaleza, me lleva a pensar en que en este camino de la paz los educadores, y especialmente los profesores de Religión, tenemos mucho que aportar. Una labor callada, silenciosa y fecunda.
Como la de esa nieve que fecunda la tierra y nos deja una inmensa paz.