Comienza el nuevo curso escolar con un deseo de volver a empezar, como diría José Luis Garci en su mítica película. Y recomenzamos con esa tensión del deseo de volver a la normalidad y la necesaria prudencia que requiere la situación de pandemia y que nuestras administraciones educativas han regulado.
Ese deseo de recuperar la normalidad, que implica muchas facetas de la vida escolar, tiene para mí un elemento especialmente importante: redescubrir la trascendencia de la figura del maestro y, más en concreto, la necesidad de la presencialidad en el proceso educativo.
Hemos vivido un tiempo de pandemia que nos ha obligado a trabajar de manera telemática y en el que las videoconferencias se han convertido en una herramienta habitual de trabajo, tanto entre nosotros como con los alumnos.
Pero, si bien hemos podido quedar deslumbrados por las posibilidades que nos abrían (poder reunirnos sin movernos de casa, ahorrarnos viajes, estar unidos desde todos los puntos del planeta…), también hemos caído en la cuenta de que este trabajo on-line entraña limitaciones (la no separación de los ámbitos de trabajo y personal, hablar a pantallas en negro detrás de las que presuponíamos que estaban nuestros alumnos, la desconexión de dinámicas de trabajo y esfuerzo….)
La tecnología tiene un hálito casi mágico. Para muchos es la panacea de todas las necesidades de la Humanidad, también de las educativas. Pero estos meses nos han demostrado precisamente que, en la educación, hay un tándem esencial: el del profesor-alumno, y que esa relación necesita de cercanía, contacto, presencialidad.
En el fondo, la educación es una comunicación, más que de conocimientos, de vida. Y la vida no se transmite igual a través de una pantalla. El maestro sólo con ponerse delante del discípulo le está diciendo ya ‘el mundo es así’. Le muestra en su forma de hablar, en sus valoraciones, en su manera de comportarse y relacionarse, cómo deben ser las personas y cómo deben vivir en sociedad.
En la educación, hay un tándem esencial: el del profesor-alumno, y que esa relación necesita de cercanía, contacto, presencialidad.
Javier Segura
Esto lo vivimos de una manera gozosa la mayor parte de los profesores cuando te encuentras con antiguos alumnos, quizás ya con sus propios hijos, que se alegran de una manera visible al verte y que te comentan lo importante que fuiste en su vida. Porque para un niño, para un adolescente, el profesor es sin duda una de esas figuras de referencia, un maestro de la vida.
Recuperar la presencialidad es volver a la esencia de la educación y redescubrir el valor que tiene el maestro en este proceso. El niño no se educa solo a sí mismo, aunque él es el gran protagonista del proceso. Sus padres, sus profesores, tienen una labor capital en ese crecimiento. Son guías, referentes, enseñan, aportan claves de interpretación de la realidad, unen con sus raíces y tradiciones, aportan seguridad y confianza… Y ninguna máquina, por inteligente que sea, puede sustituir esa acción.
Esa presencialidad que hace vivir con el maestro, aprender de él, que se te peguen sus formas de ver la vida, es lo que san Ignacio de Loyola propone en sus Ejercicios Espirituales, cuando nos plantea contemplar las escenas de la vida de Cristo con los cinco sentidos, como ‘si presentes nos hallásemos’, que he tomado como título del artículo.
El santo guipuzcoano, como todos los grandes maestros, sabía bien el valor configurante de esa presencialidad. ¡Ojalá nosotros lo descubramos también y sepamos recuperarlo, compaginándolo con todas las aportaciones positivas que, sin duda, también trae la tecnología.