Como podemos leer a continuación, la temática de salir al encuentro de Cristo sigue estando fuertemente presente en esta parte del Adviento:
«Dios todopoderoso, rico en misericordia, no permitas que, cuando salimos animosos al encuentro de tu Hijo, lo impidan los afanes terrenales, para que, aprendiendo de la sabiduría celestial, podamos participar plenamente de su vida».
«Omnípotens et miséricors Deus, in tui occúrsum Fílii festinántes nulla ópera terréni actus impédiant, sed sapiéntiae caeléstis erudítio nos fáciat eius esse consortes».
La estructura de esta colecta, en su versión latina, consta de una rica invocación, seguida de una petición compuesta por dos partes en oposición. En cambio, no tiene el elemento conocido como «anámnesis», una referencia a una acción salvífica de Dios de la que se hace memoria, pareciéndose en esto a la que ya analizamos el primer domingo.
Dios tiene prisa, ¿y tú?
El destinatario de nuestra plegaria es Dios Padre, pero acudimos de manera especial a su Omnipotencia y a su Misericordia. Después de todo, “tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna. Pues Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él” (Jn 3,16-17).
Las primeras palabras de la petición («in tui occúrsum Fílii festinántes») nos sitúan en continuidad con la manera como la liturgia nos propuso comenzar el Adviento el domingo pasado, es decir, saliendo al encuentro del Hijo de Dios que viene. Resulta nuevo, en cambio, el énfasis que se hace con el participio «festinántes», que nos transmite la idea de prisa (aunque ha quedado algo desdibujada en la traducción castellana).
Ya nos hemos encontrado antes con esta palabra, al estudiar las colectas del tiempo de Cuaresma (cuarto domingo). Es interesante ver el rol que juega en la concientización de los fieles respecto a la sucesión del tiempo. Después de todo, las semanas pasan rápido y cada vez queda menos para el momento esperado.
Pero no solo la podemos considerar en su sentido cronológico a secas. También califica la actitud de la Virgen cuando va a visitar a su prima Isabel (Lc 1,39) y la actitud de los pastores que se acercan a Belén buscando al Niño tras el anuncio de los ángeles (Lc 2,16). Por tanto, también pretende retratar la actitud interior de los fieles, llamados a dar mayor prioridad a la vivencia de su fe, al encuentro con el misterio de Dios.
Solamente en la colecta de la misa matutina del 24 de diciembre la Iglesia se atreve a pedirle esta prisa a Dios mismo, en vez de a sus fieles: “Apresúrate, Señor Jesús, te lo pedimos, no te tardes”. Es muy sorprendente la confianza que podemos tener como Iglesia para dirigirnos a Dios con una petición que suena casi a exigencia. Pero, evidentemente, si alguien tiene prisa para amar, para darse, es Dios.
Se han abierto los caminos divinos de la tierra
Por lo que señala la primera parte de la petición, la respuesta pronta del cristiano al amor de Dios encuentra una posible oposición en los afanes terrenales («actus terreni»). Por eso, pedimos ayuda para que no sean un impedimento para nuestra voluntad de salir al encuentro del Señor. Estos afanes “terrenales” nos pueden traer a la memoria los distintos “tipos de terreno” sobre los que cae la semilla, según otra conocida parábola de Jesús (Mt 13). Es decir, las distintas respuestas posibles a la Palabra de Dios y el distinto fruto que llega a dar en la vida de cada persona.
Pero no deberíamos pensar en abandonar nuestras ocupaciones diarias para generar una vida espiritual paralela a las realidades cotidianas en las que tenemos que ocuparnos. La Encarnación de Cristo, su vida oculta en Nazaret y su trabajo, nos muestran que el problema no está en la materialidad de esas acciones (que de por sí no nos impiden el encuentro con Dios) sino en que nos falte el Espíritu de Jesús, capaz de convertir cada instante en un diálogo con su Padre y cada acto en una demostración de obediencia y amor.
Por eso, a esa posible carencia lo que le oponemos es la sabiduría celestial («sapientiae caelestis eruditio») con la que deseamos llenarnos. Si nos dejamos instruir por el Espíritu de Sabiduría y la aplicamos a la vida ordinaria en la que Dios mismo nos ha puesto, conseguiremos convertirla en un camino de santidad que nos haga coherederos (consortes) junto con el Hijo. El Adviento es, entonces, un tiempo de enriquecimiento espiritual y una nueva llamada a apurar el paso. Todos los cristianos que viven y trabajan en medio del mundo están llamados a convertir sus logros cotidianos en obras valiosas a los ojos de Dios. Como enseñaba san Josemaría: “Hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir” (Homilía «Amar al mundo apasionadamente»).
Sacerdote de Perú. Liturgista.