El pontificado de san Juan Pablo II, en sus reflexiones sobre la familia, le otorgó una gran importancia al noviazgo cristiano, entendido como una preparación para el sacramento del matrimonio y para la vida familiar: «Debéis prepararos para el maravilloso compromiso del matrimonio y la fundación de la familia, la unión más importante de la comunidad cristiana. Como jóvenes cristianos debéis prepararos cuidadosamente para llegar a ser buenos esposos y buenos padres de vuestra familia» (San Juan Pablo II, Encuentro con las nuevas generaciones, Uganda, 6 de febrero de 1993).
El Papa polaco insistió en acompañar a los jóvenes porque, entre otras razones, la juventud es una etapa en la que se buscan respuestas a los grandes cuestionamientos de la vida. Así lo expresaba en una oportunidad, respondiendo al significado de la juventud: «¿Qué es la juventud? No es solamente un período de la vida correspondiente a un determinado número de años, sino que es, a la vez, un tiempo dado por la Providencia a cada hombre, tiempo que se le ha dado como tarea, durante el cual busca, como el joven del Evangelio, la respuesta a los interrogantes fundamentales; no sólo el sentido de la vida, sino también un plan concreto para comenzar a construir su vida. Ésta es la característica esencial de la juventud» (San Juan Pablo II, “Cruzando el umbral de la Esperanza»).
También explicó que, ante una sociedad golpeada y disgregada por tensiones y problemas a causa del choque entre los diversos individualismos y egoísmos, es crucial que los padres ofrezcan a sus hijos una «educación al amor», «una educación sexual clara y delicada» (Cfr. San Juan Pablo II, “Familiaris consortio”, n. 37).
Esta preocupación por la educación de los jóvenes ya se vislumbraba en el inicio de su trabajo pastoral, cuando era un joven sacerdote: «La vocación al amor es, de modo natural, el elemento más íntimamente unido a los jóvenes. Como sacerdote, me di cuenta muy pronto de esto. Sentía una llamada interior en esta dirección. Hay que preparar a los jóvenes para el matrimonio, hay que enseñarles el amor» (San Juan Pablo II, “Cruzando el umbral de la Esperanza»).
Enseñar y construir el amor
En 1973, en un encuentro con capellanes universitarios, Karol Wojtyla expresaba: «El amor es, ante todo, una realidad. Es una realidad específica, profunda, interna a la persona. Y a la vez, es una realidad interpersonal, de una persona a otra, comunitaria. Y en cada una de estas dimensiones –interior, interpersonal, comunitaria– tiene su particularidad evangélica. Ha recibido una luz» (K. Wojtyla, “Los jóvenes y el amor. Preparación al matrimonio”).
Así mismo, el término “amor” adquiere una forma más madura al inicio de su pontificado. En su primera encíclica, “Redemptor hominis” n. 10, Juan Pablo II explicó que «El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente». Podemos preguntarnos, ¿dónde hunden sus raíces dichas palabras? Una posible respuesta a este interrogante se encuentra en “Familiaris consortio” n. 11, publicada unos años después de “Redemptor hominis”: «Dios ha creado al hombre a su imagen y semejanza: llamándolo a la existencia por amor, lo ha llamado al mismo tiempo al amor. Dios es amor y vive en sí mismo un misterio de comunión personal de amor. Creándola a su imagen y conservándola continuamente en el ser, Dios inscribe en la humanidad del hombre y de la mujer la vocación y consiguientemente la capacidad y la responsabilidad del amor y de la comunión. El amor es por tanto la vocación fundamental e innata de todo ser humano».
La vocación al amor
Entonces, los dos textos señalados, “Redemptor hominis” y «Familiaris consortio», nos muestran la «vocación al amor» como algo fundamental e innato, pues revelan que el amor hunde sus raíces en el misterio de Dios. Así, en el origen de toda vocación se encuentra el Amor primero, que es Dios, y que se basa en un amor de comunión entre las Personas divinas. De esta forma, el hombre y la mujer, creados como «unidad de los dos», están llamados a vivir una comunión de amor y, de ese modo, reflejar en el mundo la comunión de amor que se da en Dios, «por la que las tres Personas se aman en el íntimo misterio de la única vida divina» (Cfr. San Juan Pablo II, “Mulieris dignitatem”, 15 de agosto de 1988, n. 7).
Esto último expuesto, lo vemos también reflejado en su obra “El Taller del orfebre». En ella, Karol Wojtyla expresó esta verdad con una imagen: los anillos de los esposos son forjados por el orfebre, que representa a Dios. Es decir, las alianzas no sólo simbolizan la decisión de permanecer juntos, sino también que ese amor será estable porque se apoya en el Amor primero, un Amor que les precede y les llevará más allá de sus expectativas. Dicho de otro modo, apoyados en ese Amor primero, hombre y mujer serán capaces de mantenerse unidos y fieles (Cfr. C. A. Anderson – J. Granados, “Llamados al amor: teología del cuerpo en Juan Pablo II”).
El Pontífice precisó además que, según la Revelación cristiana, los dos modos específicos de realizar «integralmente» la vocación de la persona al amor son el matrimonio y la virginidad. Ambos, en su forma característica, manifiestan la verdad más profunda del hombre, el de su «ser imagen de Dios». Por esta razón, exhortó con frecuencia a tomarse en serio la experiencia del amor, basada en amar como Jesús: «La razón más profunda del amor cristiano está en las palabras y el ejemplo de Cristo: “Amaos unos a otros como yo os he amado” (Jn 15, 12). Esto se aplica a todas las categorías del amor humano, se aplica a la categoría del amor comprometido, el amor en preparación para el matrimonio y la familia» (San Juan Pablo II, Encuentro con los jóvenes de Lombardía, 20 de junio de 1992).
El amor que «va siendo»
San Juan Pablo II subrayó que si se ama el amor humano, nace también la viva necesidad de dedicar todas las fuerzas a la búsqueda de un “amor hermoso”, porque el amor es hermoso, y los jóvenes siempre buscan la belleza del amor, quieren que su amor sea bello (Cfr. San Juan Pablo II, “Cruzando el umbral de la Esperanza»; el amor hermoso es para Juan Pablo II, desde mucho antes de iniciar su pontificado, el amor casto (Cfr. K. Wojtyla, “Amor y responsabilidad”). Además, explica que, dado que ese amor no es posible alcanzarlo por las solas fuerzas humanas, es necesario descubrir que sólo Dios puede conceder un amor así. Dios nos brinda este amor hermoso al entregarnos a su Hijo, por lo que seguir a Cristo es el camino para encontrar este amor hermoso (Cfr. San Juan Pablo II, Encuentro con los jóvenes de Lombardía, 20 de junio de 1992).
Pero no sólo se trata de buscar ese amor hermoso, sino también de construirlo, pues el don del amor reclama la tarea de amar: «El amor nunca es una cosa preparada y sencillamente ‘ofrecida’ a la mujer o al hombre, sino que ha de ir elaborándose. En cierta medida, el amor nunca ‘es’, sino que ‘va siendo’, a cada momento, lo que de hecho le aporta cada una de las personas y de acuerdo con la profundidad de su compromiso» (K. Wojtyla, “Amor y responsabilidad”).
Los novios y la castidad
Para la construcción del amor, Juan Pablo II destacó la castidad como algo fundamental; se trata de una «virtud que desarrolla la auténtica madurez de la persona y la hace capaz de respetar y promover el “significado esponsal” del cuerpo» (Cfr. “Familiaris consortio” n. 37). Dicho de otro modo, la castidad desarrolla la madurez personal que se ve reflejada en la virtud de la responsabilidad, reconociendo al otro y respondiendo, de modo adecuado, al bien que es en sí mismo.
La castidad repercute en toda la totalidad del hombre: en cuanto alma que se expresa en el cuerpo informado por un espíritu inmortal, está llamado al amor en esta totalidad unificada; así, el amor abarca también el cuerpo humano y el cuerpo se hace partícipe del amor espiritual (Cfr. san Juan Pablo II, “Familiaris consortio” n. 11.). Por esta razón, el Pontífice insistió en la vocación a la castidad como un aspecto esencial para la preparación al matrimonio. Además, explicó que la castidad –que significa respetar la dignidad de los demás, ya que nuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo– lleva a crecer en el amor hacia los demás y hacia Dios, como así también ayuda a preparar la «dedicación mutua» que es la base del matrimonio cristiano (Cfr. San Juan Pablo II, Encuentro con las nuevas generaciones, Uganda, 6 de febrero de 1993).
Por sus amplios estudios previos, sabía bien por qué la castidad lleva a crecer en el amor: «Ella tiene la misión de liberar el amor de la actitud de gozo egoísta. (…) Muchas veces se piensa que la virtud de la castidad tiene un carácter puramente negativo, que no es más que una serie de negativas. Por el contrario, se trata de un ‘sí’ del que enseguida resultan los ‘noes’. (…) La esencia de la castidad consiste en no dejarse ‘distanciar’ del valor de la persona. (…) La castidad no conduce en modo alguno al desprecio del cuerpo, pero sí que implica cierta humildad. El cuerpo humano ha de ser humilde ante la grandeza de la persona, y el cuerpo humano ha de ser humilde ante la grandeza del amor» (K. Wojtyla, “Amor y responsabilidad»).
Por otro lado, alertó a no dejarse engañar por las palabras vacías de quienes ridiculizan la castidad o la capacidad de autocontrol. Pues, la fuerza de un futuro amor conyugal, depende de la fuerza del compromiso actual vivido ya en el noviazgo, de aprender el amor verdadero sostenido en «una castidad que implica el abstenerse de toda relación sexual fuera del matrimonio» (Cfr. San Juan Pablo II, Encuentro con las nuevas generaciones, Uganda, 6 de febrero de 1993).
El orden del corazón
Se puede observar cómo las enseñanzas sobre la castidad, expuestas por san Juan Pablo II, coinciden con lo establecido en el Catecismo de la Iglesia Católica, por él promulgado: «Los novios están llamados a vivir la castidad en la continencia. En esta prueba han de ver un descubrimiento del mutuo respeto, un aprendizaje de la fidelidad y de la esperanza de recibirse el uno y el otro de Dios. Reservarán para el tiempo del matrimonio las manifestaciones de ternura específicas del amor conyugal. Deben ayudarse mutuamente a crecer en la castidad» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2350.).
En sus catequesis sobre el amor humano, en el contexto de mostrar cómo la castidad se encuentra en el centro de la espiritualidad conyugal, afirmó: «La castidad es vivir en el orden del corazón. Este orden permite el desarrollo de las “manifestaciones afectivas” en la proporción y en el significado propios de ellas» (San Juan Pablo II, Hombre y Mujer los creó, Catequesis 131, 14 de septiembre de 1984).
Además, en otra oportunidad explicó: «Cuando Dios nos creó, nos dio más de una forma de ‘hablar’ unos con otros. Además de expresarnos a través de las palabras, también nos expresamos a través de nuestro cuerpo. Los gestos son como ‘palabras’ que revelan lo que somos. Los actos sexuales son como ‘palabras’ que revelan nuestro corazón. El Señor quiere que usemos nuestra sexualidad según su plan. Él espera que ‘hablemos’ diciendo la verdad. Un ‘lenguaje’ sexual honesto exige un compromiso de fidelidad de por vida. Dar tu cuerpo a otra persona significa entregarle todo a esa persona. Sin embargo, si no está casado, admita que puede cambiar de opinión en el futuro. Por tanto, la donación total estaría ausente. Sin el vínculo del matrimonio, las relaciones sexuales son falsas, y para los cristianos el matrimonio significa matrimonio sacramental» (Cfr. San Juan Pablo II, Encuentro con las nuevas generaciones, Uganda, 6 de febrero de 1993).
Esto último expuesto por san Juan Pablo II lleva a considerar que el amor tiene sus expresiones afectivas y físicas según la etapa en la que esté. En este sentido, el noviazgo es el tiempo único e irrepetible de la promesa, no el de la vida conyugal. Por tanto, el trato mutuo en un noviazgo cristiano tiene que ser el de dos personas que se quieren pero que no se han entregado totalmente al otro en el sacramento del matrimonio. Por esta razón, los novios tienen que aprender a descubrir el significado y la vivencia del pudor; eso les llevará a ser delicados en el trato y en las manifestaciones de afecto, evitando las ocasiones que pueden poner al otro en circunstancias límites (Cfr. K. Wojtyla, “Amor y responsabilidad»).
Desaconsejar lo contrario puede llevar a alimentar una intimidad impropia –determinándola reductivamente a lo sexual–, y esto no une, sino que separa ( Cfr. San Juan Pablo II, Hombre y Mujer los creó, Catequesis 41, 24 de septiembre de 1980). Además, llegarían a verse mutuamente como un objeto que satisface el propio deseo personal, en lugar de verse como una persona a la que el amor inclina a darse (Cfr. San Juan Pablo II, Hombre y Mujer los creó, Catequesis 32, 23 de julio de 1980).
Por último, conviene resaltar que para conseguir «vivir en el orden del corazón», no hay que olvidar que se cuenta con la gracia de Dios para conseguirlo: «Permaneced en Cristo: esto es lo esencial para cada uno de vosotros. Permaneced en él escuchando su voz y siguiendo sus preceptos. Así conoceréis la verdad que os hace libres, encontraréis el Amor que transforma y santifica. De hecho, todo adquiere un nuevo significado y valor cuando se lo considera a la luz de la persona y de la enseñanza del Redentor» (Cfr. Encuentro con los jóvenes de Lombardía, 20 de junio de 1992).
Bachiller en Teología por la Universidad de Navarra. Licenciado en Teología Espiritual por la Universidad de la Santa Cruz, Roma.