Vivir la unidad en la Iglesia y con el Papa es un don que Dios concede a los corazones humildes, verdaderamente libres. La unidad es un don y una tarea que cada católico ha de llevar a cabo diariamente.
Unidos a Cristo en su Iglesia
Unidad es la propiedad de un ser que impide que pueda dividirse. El vínculo de unidad más firme y profundo lo constituye el amor, por ser de carácter netamente divino. Por eso, hablar de unidad es hablar de amor y hablar de amor a la unidad es hablar de la unidad del amor, es decir, de la unidad del único Dios, que es amor: “Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (1 Juan 4, 16).
Los católicos sabemos por la fe del misterio de la unidad de Dios en la Trinidad de personas, es decir, en una comunión de amor. Siendo Dios uno, el Padre que ama es uno, el Hijo amado es uno y el Espíritu Santo, vínculo de amor, es uno. Sabemos también por la fe que Jesucristo es verdadero Dios y verdadero Hombre en la unidad de su Persona divina y que su Cuerpo Místico, la Iglesia, es una: una sola es la fe, una sola la vida sacramental, y única la sucesión apostólica.
Es Cristo quien, por la acción vivificadora del Espíritu Santo, otorga unidad a su Cuerpo Místico, la Iglesia. Por eso, la Iglesia, como nos recordó san Juan Pablo II, “vive de la Eucaristía” (Ecclesia de Eucharistia 1), que nos une sacramentalmente a Cristo y nos hace partícipes de su Cuerpo y de su Sangre hasta formar un solo cuerpo. Todo bautizado participa de este sagrado misterio de la unidad.
Unidos al Papa en la Iglesia de Cristo
El amor a la unidad de la Iglesia se manifiesta de una manera muy particular en la unión con el Romano Pontífice, “principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, tanto de los obispos como de la muchedumbre de los fieles” (Lumen Gentium 23).
Por eso, los católicos debemos vivir profundamente unidos al Papa, en plena comunión con él, con independencia de su raza, lengua, color, lugar de nacimiento, inteligencia, capacidad, carácter, gustos o simpatía personal. Se trata de una unión netamente espiritual, y, por tanto, estable, permanente, que no puede depender de los avatares de la vida, de la atracción emocional que nos produzca el talante o el talento de un Papa concreto ni de la satisfacción intelectual que nos generen sus enseñanzas. El verdadero amor al Papa, al dulce Cristo en la tierra, como lo llamaba santa Catalina de Siena, es más divino que humano. De ahí que deba pedirse a Dios como un don que se recibe, que el Espíritu Santo otorga a cada uno para que fructifique en obras de servicio a la Iglesia.
Esta unión con el Papa se ha de manifestar en un profundo respeto y afecto filial hacia su persona, una oración constante por sus intenciones, una ininterrumpida escucha de su doctrina, una obediencia pronta a sus disposiciones y un servicio desinteresado en todo cuanto solicite.
No ser más papistas que el Papa
Cuando el modo de ser y gobernar de un Papa nos atraiga y sintamos que “hay química”, podemos dar gracias a Dios porque esas emociones positivas que surgen en nosotros nos facilitarán una mayor oración de petición por el Romano Pontífice. Lo emocionalmente positivo constituye un potente motor que allana el camino de la virtud.
Cuando el modo de ser y gobernar de un Papa concreto no nos satisfaga plenamente o no compartamos algunas de sus decisiones en materias opinables, será el momento de ir emocionalmente e intelectualmente contra corriente, de purificar la intención, y de aumentar y redoblar la oración por su persona e intenciones hasta alcanzar ese estado de amor y oración constante por el Papa que nada tiene que ver con emociones pasajeras ni argumentos cambiantes. Amar al Papa no significa ser más papistas que el Papa, sino vivir unidos a su persona e intenciones en Cristo.
Esta unión con el Papa, como cabeza del colegio episcopal, se manifiesta también en la unión con todos y cada uno de los obispos en comunión con el Papa, como sucesores de los apóstoles. Como decía san Ignacio de Antioquía (Carta a los esmirnianos 8.1): “nadie haga al margen del obispo nada en lo que atañe a la Iglesia”. La Iglesia, como nos ha recordado el Papa Francisco, es esencialmente comunión y, por ende, “sinodal”, porque todos caminamos juntos (Discurso 18.9.21, entre otros muchos).
Conclusión: la unidad como don y tarea
Vivir la unidad en la Iglesia y con el Papa es un don que Dios concede a los corazones humildes, verdaderamente libres, que viven completamente eucaristizados (san Justino, Apología 1, 65), dentro del Corazón de su Hijo y se nutren de él. Además de don divino, la unidad también constituye una tarea gustosísima, que requiere un esfuerzo continuado y exige, cada día, una nueva conquista, en la que, una vez más, se unen el cielo y la tierra.