Cada año, la Iglesia participa en la Semana Mundial de Oración por la Unidad de los Cristianos.
¿Nos acercamos al gran objetivo, o las diferencias son demasiado grandes y las fisuras demasiado profundas? Y las dificultades en las que se encuentra la propia Iglesia: con un retroceso masivo de la práctica de la fe, especialmente en los países altamente desarrollados, a pesar de una tradición cristiana milenaria, con controversias interminables, críticas desde todas las partes, lo que también constituye un problema para el Papa Francisco.
¿Logrará la Iglesia superar la pérdida de confianza sufrida como consecuencia de los incidentes de abusos y, a pesar de las disputas entre fuerzas liberales y conservadoras que existen desde el Concilio, ser fiel al mensaje del Evangelio, proclamarlo con valentía, pero también transmitir caminos de sanación y perdón cuando surgen necesidades como consecuencia de fracasos y dificultades de todo tipo, como destaca especialmente el Papa? ¿O logrará el adversario acallar la voz de la Iglesia en cuestiones esenciales y cegar los caminos de la curación y el perdón?
Es bueno que nos sintamos atraídos por la Semana Mundial de Oración por la Unidad de los Cristianos y percibamos la urgencia de rezar por todos los cristianos, muy en especial por el Papa Francisco y sus colaboradores, es más, por toda la Iglesia y todos los cristianos.
A veces -precisamente en los últimos años- me he planteado qué nos diría san Josemaría, cuyo cumpleaños acabamos de celebrar, en la situación actual de la Iglesia. Siempre llego a la misma conclusión. Sin duda, nos gritaría: “¡No tengáis miedo!”. Lo mismo oiríamos decir a todos los Papas de las últimas décadas, desde san Juan XXIII hasta el Papa Francisco. Sí, el propio Jesús nos da esta respuesta cuando nos dirigimos a Él en la oración.
Él ha vencido al mundo, ha dado testimonio de la verdad, ha entregado su vida por ella y por medio de su sufrimiento y muerte en la cruz, por su obediencia hasta la muerte, y muerte de cruz, ha vencido al pecado y superado la muerte. Ha resucitado y regresado a la casa del Padre como “primogénito de entre los muertos” (Col 1, 18). Sin embargo, sigue presente en la Iglesia, porque el Espíritu Santo es enviado al mundo por el Padre y por Él, su Hijo, hasta el final de los tiempos, para que haga surgir en la Iglesia la obra de la redención realizada por Jesús y por Él mismo, haciéndola accesible a todos y, de algún modo, también visible, a pesar de la debilidad de quienes la llevan, es más, precisamente a través de ella. Así es como puede perdurar el cristianismo, en todas las situaciones y problemas, en todos los tiempos; también hoy.
Contraposiciones ha habido siempre, desde el principio de la Iglesia. A veces fueron muy encarnizadas e incluso dieron lugar a escisiones. En cuestiones difíciles, los procesos de clarificación han llevado a menudo mucho tiempo. Y las decisiones papales han tropezado a veces, en otras épocas, con incomprensión y resistencia. Pero el Espíritu Santo no sólo ha salvado a la Iglesia de la destrucción, sino que también la ha renovado, en cuanto el tiempo estaba maduro.
La unidad de la Iglesia surge -en cierto sentido, siempre de nuevo- de Cristo: “Permaneced en mí y yo en vosotros” (Jn 15, 4), ha prometido; y ha hecho la promesa: “Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y se os concederá” (Jn 15, 7). Tenemos buenas razones para tener confianza.
El hombre puede, ciertamente, lograr muchas cosas y alcanzar un gran éxito sin Dios, pero suele resultar difícil a largo plazo. Sin Dios, no hay centro interior. ¿Para qué todo el empeño, todo el esfuerzo? No es raro que estalle una especie de guerra en nuestra propia vida y en nuestro entorno, porque cada uno sólo se busca a sí mismo. El Papa Benedicto XVI lo ha expresado a veces de manera más acertada, diciendo que sin Dios, la vida se convierte en un infierno. La fe en Jesús abre la perspectiva de la salvación: Jesús nos conduce al Padre, que nos perdona y nos enseña a perdonar. Jesús nos da el pan que viene del cielo. Se da a sí mismo y nos enseña a amar como Él ama. Sin embargo, la sociedad del “bien-estar” y del “bien-sentirse” también nos enseña que un cristianismo rutinario, sin esfuerzo personal, o un “cristianismo selectivo”, que toma de la fe lo que conviene al propio estilo de vida, sin necesidad de un cambio, no redimen, y a menudo conducen a la pérdida de la fe a más tardar en la generación siguiente, si no se produce un encuentro nuevo y personal con Cristo. En este sentido, todo cristianismo tibio está en peligro.
Para la Semana Mundial de Oración 2024 se ha elegido el siguiente lema: “Amarás al Señor tu Dios y a tu prójimo como a ti mismo”. Nos ayuda a mirar al futuro con cierta serenidad; con el deseo de llevar a Jesús en el corazón, bien dispuestos a levantar la voz cuando sea útil; pero también dispuestos a escuchar, como desea el Papa Francisco, y siempre con la firme intención de evitar la crítica negativa, lo que no nos impide implorar al Espíritu Santo para que se produzcan las aclaraciones necesarias en cuanto esté maduro el momento; es más, que haga que tenga lugar lo antes posible.
Obispo emérito de Sankt Pölten, Austria.