Siempre que llega la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos, me hago la misma pregunta: ¿para cuándo otra Semana de Oración por la Unidad de los Católicos?
Y es que, si bien hay que seguir alentando el movimiento ecuménico que busca superar rencillas entre confesiones históricamente separadas, no podemos descuidar la comunión dentro de la propia Iglesia Católica, donde las divisiones existentes son cada vez más patentes. Y no creo que sea porque haya más desunión que antes, sino porque hay medios de comunicación permanentemente dedicados a airearlas. Porque estamos en la era de las redes sociales, donde la corrección fraterna se ha pervertido convirtiéndose en un ir y venir de zascas.
En las mejores familias hay filias y fobias, envidias, recelos y gente que, no sabemos bien por qué, nos cae bien o mal. También en la gran familia de los hijos de Dios que es la Iglesia nos suele pasar a nivel particular, cuando no soportamos al párroco o a la hermana del banco de al lado; a nivel de grupo, cuando quien nos produce rechazo es la parroquia vecina, la cofradía de enfrente o el movimiento de allá arriba; y a nivel extremo, cuando rechazamos en pleno a la Iglesia y al Papa.
Disentir es legítimo, pero no entender que las acciones o estilos de otros pueden venir también de parte de Dios, aunque uno no las comparta, es no conocer la multiforme gracia del Espíritu Santo, que sopla como quiere, en quien quiere y hacia donde quiere.
Frente a la obra del diablo (etimológicamente significa “el que divide, el que separa, el que crea odios o envidias”), la obra del Espíritu Santo es la comunión.
Una comunión que no es boba, ni ajena a la verdad, ni conformista, sino que entiende que el mismo Dios se manifiesta de manera distinta a través de personas concretas.
Trabajar en la comunicación eclesial me ha permitido conocer ampliamente la Iglesia, sus distintos sectores, sus distintas sensibilidades y descubrir el tesoro de su diversidad. Les puedo asegurar que he visto santos y pecadores en todos los ámbitos.
Frente a quienes promueven una Iglesia cuadriculada, uniformada según su propio punto de vista, el valor de la comunidad cristiana está en su diversidad, en su pluralidad.
Como pasa en el matrimonio cristiano con los cónyuges, la diferencia no es un obstáculo, es precisamente una llamada al amor, a abrirse al misterio del otro.
Salir de uno mismo para descubrir que las cosas pueden hacerse de otra manera, que cuando no somos dos sino una sola carne somos mejores porque nos complementamos, y de ahí brota una vida nueva. Es lo que le pedía Jesús al Padre para la Iglesia: “que sean uno”; es lo mismo que vive Él en el misterio trinitario: unidad en la diversidad.
Las divergencias no deben llevarnos, por tanto, a tratar de cambiar al otro, sino a dejar de lado nuestros prejuicios y descubrir lo que de bueno está obrando el Espíritu a través de él. ¿Qué puedo aprender del hermano? ¿Qué podría yo aportarle? ¿Qué aspecto de mi vida denuncia su estilo de vivir el Evangelio? ¿Cómo podría yo cubrir sus carencias para ser complementarios? La corrección fraterna, bien entendida, comienza por uno mismo.
Periodista. Licenciado en Ciencias de la Comunicación y Bachiller en Ciencias Religiosas. Trabaja en la Delegación diocesana de Medios de Comunicación de Málaga. Sus numerosos "hilos" en Twitter sobre la fe y la vida cotidiana tienen una gran popularidad.