El mundo católico ha vivido las últimas semanas pendientes de Roma. La larga hospitalización del Papa Francisco, y sus consecuencias para el desarrollo de lo que parecen ser los compases últimos de su pontificado, han llevado a la Iglesia al primer plano informativo de medio planeta.
Son muchos los interrogantes que la situación de estas jornadas ha dejado sobre la mesa de la conciencia de muchos católicos. Entre ellas, el hecho de lo que hoy llamamos testimonio personal: considerar si estamos verdaderamente convencidos de que la luz de la fe es capaz de iluminar todos los aspectos de nuestra vida y llevarla a plenitud de tal modo que seamos capaces de proponer una reflexión filosófica sólida que surja desde una perspectiva cristiana, traducida en presencia activa y crítica en los espacios donde se construyen las ideas que guían nuestras sociedades.
No se trata de construir una sociedad cristiana al margen de la actual, ni siquiera en contraposición a ella sino de que la condición de católico no sea óbice sino impulso para una decidida actuación pública y transformación de la sociedad.
En estos años, hemos vivido un pontificado en el que, desde la consideración de Dios padre de todos, el Papa ha puesto en el centro lo que llamó las periferias existenciales: los pobres más pobres, los que carecen de patria, de lugar al que volver, de cuidados para vivir, etc. Frutos de una sociedad del descarte que ha descartado, en primera instancia, a Dios de sus principios y, por ende, a toda su creación.
El secularismo ha ganado terreno, y con ello, una visión del mundo que deja de lado las raíces cristianas que, por siglos, han dado sentido a la reflexión sobre lo humano. Un secularismo también presente, en la práctica, en instituciones de inspiración cristiana y que, en no pocas ocasiones, se llena con filosofías que, no solo están alejadas de la tradición cristiana, incluso se oponen a ella.
Quizás no sea necesario que la vida de la Iglesia sea portada de diario, más allá de la noticia “extraordinaria” como la que estamos viviendo estos días, pero sí es urgente que las ideas cristianas retomen su lugar en los debates públicos, en las universidades, en los medios de comunicación y, sobre todo, en la vida cotidiana de los ciudadanos. No como un añadido o una “capa” de cristianismo, sino como la fuente del razonamiento dialógico. Sólo entonces será real la opción misionera “capaz de transformarlo todo” que pedía el Papa Francisco en Evangelii Gaudium, su “programa de pontificado” y que no termina con el fin de una era.