Han pasado ya casi dos meses desde que el pasado 6 de febrero un terremoto de 7.8 grados en la escala Ritcher sacudiera varias provincias del sureste de Turquía y el noroeste de Siria, dejando a su rastro la cifra de 53.000 muertos y 24 millones de damnificados. Tras el seísmo, equipos de rescate de todo el mundo se trasladaron a la zona para ayudar en la búsqueda de supervivientes.
Durante varios días, fuimos testigos en tiempo real de unas imágenes conmovedoras: entre oleadas de cadáveres, emergían noticias del hallazgo de personas -la mayoría niños- que eran rescatadas vivas bajo los escombros. Emocionaba ver a los bomberos y voluntarios, aplaudir y llorar de felicidad, mientras besaban a los pequeños que iban pasando de unos brazos a otros, a lo largo de una cadena humana que los devolvía a la luz.
Reconozco que durante esa semana vi aquellos vídeos en bucle y que también me conmoví hasta las lágrimas contemplando ese milagro de vida. Venía a mi cabeza lo que ya había considerado en otras ocasiones: la maravillosa paradoja del ser humano, el cual, siendo frágil y vulnerable, expuesto a los embates de la naturaleza, sigue no obstante dando la batalla en una lucha casi obstinada por la supervivencia.
En los días sucesivos al terremoto, en España fuimos testigos de otra “pelea”. Se trató de una contienda ideológica en sede parlamentaria, donde se aprobaron unas leyes que tienen más de imposición ideológica que de bien común. Y mientras algunos se empeñan en propagar la cultura del descarte, que con tanta fuerza ha denunciado el Papa Francisco, disfrazándola falsamente de “libre autodeterminación”, bajo una amalgama de ruinas y polvo el hombre continúa demostrándonos que -a pesar de todo- es un ser para la vida.