El 13 de marzo se cumplió un nuevo aniversario del momento en que un obispo de Roma llegado “desde el fin del mundo” se asomó por primera vez a la logia de la basílica vaticana. En esa tarde de lluvia rezamos junto al Papa de nombre Francisco y escuchamos la frase que ha llegado a ser el ritornello con el que concluye cada una de sus intervenciones: “recen por mí”.
Quizá no percibimos entonces la trascendencia que tenía la elección del nombre. Ahora, con una mirada retrospectiva a ocho años de pontificado, resulta evidente que la misión de Francisco -como hiciera nueve siglos antes il poverello di Assisi– ha sido devolver al corazón de la Iglesia un aspecto central del Evangelio: el amor por los pobres. Alrededor de este eje de misericordia han girado todas sus palabras, sus gestos y su acción pastoral.
El Santo Padre nos ha regalado imágenes únicas como la Misa que celebró en Lampedusa, en su primer viaje como pontífice y en plena crisis migratoria, portando un báculo hecho con la madera de un cayuco naufragado. O la apertura de la puerta santa en la catedral de Bangui, la capital de la República Centroafricana, durante el Año jubilar de la Misericordia. O su recorrido por el campo de refugiados de Moria, en la isla griega de Lesbos, junto al Patriarca Bartolomé y al Arzobispo Ieronymos. Por no hablar de la bendición urbi et orbi que impartió en una Plaza de San Pedro desierta, el 27 de marzo de 2020, ante el azote de una pandemia que -en poco más de un año- se ha cobrado millones de vidas.
En su primer encuentro con la prensa, el 16 de marzo de 2013, el Papa expresó este deseo: “¡Cómo me gustaría una Iglesia pobre para los pobres!”, y habló de san Francisco como “el hombre de la pobreza, el hombre de la paz, el hombre que ama y custodia la creación”. Tomando al santo mendicante como modelo, ha firmado encíclicas como la Laudato Si’ o la Fratelli Tutti.