Álvaro era un liante. Siempre lo fue, también antes de estar enfermo. La esclerosis lateral amiotrófica (ELA) le arrebató el movimiento, pero no la habilidad -parafraseando al Papa Francisco- de “hacer lío”. ¡Qué se lo digan a don Enrico! Para grabar los vídeos de sus homilías semanales -que llevaban por título “El Evangelio a los enfermos”-, con la ayuda de sus amigos Mariano y Marco preparaban la mejor “location” y todo el set para la puesta en escena, sin tener en cuenta que luego el párroco se volvería loco buscando la imagen de la Virgen que habían cambiado de sitio o la casulla azul sin la cual no podía celebrar la Misa.
Se empeñó en redecorar el salón adjunto a la iglesia donde pasaba la mayor parte del día recibiendo a gente y le pidió a una amiga que le regalara un cuadro. Había que ver las caras de los otros curas cuando la señora apareció con “El Beso” de Gustav Klimt. En otra ocasión, ante el ofrecimiento de una amable parroquiana de traerle algo del sur de Italia, no se le ocurrió nada mejor que pedir “sanguinaccio”, pensando que sería parecido a la morcilla española, sin sospechar que la buena mujer iba a tener que trapichear en el mercado negro porque la venta de ese macabro derivado del cerdo está prohibida desde 1992.
No se me olvida cuando fui a verle en pleno “ferragosto” romano y, al preguntarle qué quería que llevara de merienda, me pidió unas aceitunas rellenas de anchoa. La enfermedad -como se ve- no le quitó el apetito.
Que levante la mano quien haya ido a visitarlo y se haya encontrado con que había dado cita a la misma hora a otras dos personas. O quien se haya quedado dando vueltas por los pasillos de la iglesia porque había llegado un amigo inesperado para una confesión o una charla consoladora.
El pasado 1 de noviembre fui al hospital donde estaba ingresado para una intervención médica y me pidió que le diera una vuelta empujando la silla por la terraza. Estaba prohibido, pero los dos nos divertimos con aquella pequeña trastada. Entonces pudo contemplar los prados verdes que rodean aquel centro hospitalario y la línea del horizonte, mientras la luz del sol y la brisa le daban en la cara.
Cuando no podía gozarlos al natural, se ponía en YouTube vídeos de pastores turcos que van por las montañas de una lado a otro con sus rebaños, o unas tomas hechas con dron de Noja, el pueblo de la costa cántabra donde pasó los veranos de su infancia.
Álvaro era un enamorado de la vida. En la homilía que nos predicó a sus familiares el día de su 57 cumpleaños, en 2021, nos decía: “El amor es el centro del cristianismo. Hay que amar. Hay que amar la vida”. Fue una predicación hecha carne. Y no una carne cualquiera, sino paciente, lo cual añade todavía más mérito a su capacidad de disfrute. A veces no fue fácil.
La última temporada, cuando la ELA ya le afectaba al habla y la capacidad respiratoria, le costaba más sonreír. Tuvo incluso su noche oscura. Pero no se dio por vencido. Le decía a su hermana, que fue a visitarlo a Roma desde Madrid, catorce días antes de morir: “Siento la tentación de dejarme morir, pero le pido a Dios la gracia de aferrarme a la vida para darle gloria con mi enfermedad mientras Él quiera”.
Seguramente el enredo más monumental fue pedir a sus hermanos que trajeran a la Ciudad Eterna a su madre, enferma de Párkinson y recién convaleciente, el pasado mes de julio, para despedirse de ella. Preguntó si habría un 1% de posibilidades de hacer realidad aquel viaje, y a ese 1% se “aferraron”. La capacidad de armar jaleo, o viene de cuna, o se vuelve contagiosa.
Don Santiago, que se ha entregado en cuerpo y alma a cuidarlo en los últimos meses, en un mensaje a la familia escrito la pasada Navidad, decía que “como Álvaro se ha dedicado a complicarse la vida y a darse a los demás, ahora está recogiendo, en el cariño de la gente, un poco de los frutos de lo que ha sembrado”.
El camarote de los hermanos Marx
Mariano, que además de “filmmaker” de las homilías de Álvaro es cirujano cardiovascular, comentaba que como médico le era difícil aceptar el hecho de que la enfermedad de su amigo no tuviera cura. Así que se propuso hacerle sonreír, como la mejor terapia alternativa. Él y Marco lograron este propósito con creces la última vez que yo vi a Álvaro. El salón parroquial esa mañana era lo más parecido al camarote de los hermanos Marx: primero llegó Angelina, enfermera, acompañada de una podóloga para hacerle la pedicura y la manicura.
Alessandro, otro enfermero, vino para ponerle la intravenosa, improvisando un gotero con una percha del revés puesta en un colgador de sotanas. Veronique, una cuidadora nueva, que tenía turno de asistencia, trataba de ayudar moviendo la bombona de oxígeno.
Otra parroquiana y amiga, Giuliana, le hacía compañía mientras grababa la escena con su teléfono móvil. Entonces llegaron Mariano y Marco con la idea fija de cortarle el pelo. Marco le pasaba la maquinilla mientras Mariano sujetaba el respirador. De fondo se oía El Barbero de Sevilla. Giovanni, el sacristán, irrumpió con un espejo y lo plantó delante de Álvaro para que pudiera ver cómo estaba quedando. Allí nos encontrábamos su hermana con su marido y la prima, sin dar crédito a nuestros ojos.
Cualquier que nos hubiera visto desde fuera habría pensado que estábamos locos. Pero aquel día robamos a Dios un pedazo de cielo, de ese cielo en el que Álvaro entraría -por la puerta grande- apenas dos semanas después. Desde allí seguirá haciendo lo que mejor se le daba aquí en la tierra: un gran lío. Seguro que don Enrico tiene algún consejo para transmitir a san Pedro. Por cierto, conseguimos un paisaje de Monet para sustituir al Klimt.