Mi generación (los millennials) ha sido educada con la idea de que puedes hacer lo que quieras en la vida, con tal de que pongas todo tu corazón y todos tus esfuerzos por conseguirlo. ¿Quieres ser estrella del fútbol? ¿O ser presidente de tu país? ¿O erradicar la pobreza? ¡Ánimo, tú puedes! ¡Sigue tu pasión, que lo conseguirás!. Ni te digo la cantidad de decepciones que esta idea ha conllevado.
En la Iglesia, corremos el peligro de transmitir un mensaje similar. “Si quieres, puedes hacerte santo. Depende de ti, de tus esfuerzos y decisiones, de las virtudes que vas forjando. Tú ponle voluntad y ya verás”.
No niego que para ser santo hace falta esfuerzo, voluntad y virtudes. De hecho, son imprescindibles. Pero cuando el camino hacia la santidad se transmite de esta manera, es fácil caer en errores como el individualismo, la meritocracia y el voluntarismo. “Si yo no consigo lo que me propongo, es por mi culpa, porque al fin y al cabo mi destino está en mis manos. Mi felicidad y mi éxito dependen de mí, de mis decisiones y de mis esfuerzos”.
Estas convicciones pueden hacer mucho daño, porque tarde o temprano uno es confrontado con fracasos, limitaciones y pecados. Y si uno no tiene la actitud adecuada, esto hiere la intimidad y la autoestima, lo que fácilmente lleva a una mediocridad basada en la desesperanza.
Tú no puedes hacerte santo. Pero aquí viene la verdad más increíble de tu vida: Dios sí que puede. Y quiere. Él desea con todo su corazón que seas santo. Y te conoce mejor de lo que te conoces tú mismo. Sabe exactamente qué limitaciones tienes y el bagaje que arrastras de tus pecados y los de tus antepasados. Y todo esto no presenta ningún problema para Dios. Porque la santidad no es tanto lo que yo hago, sino lo que dejo hacer a Dios en mi vida. Santidad es dejarse amar por Dios sin condiciones.
Esta verdad tiene una implicación radical: Dios puede hacer santo a todas las personas. También los que se sienten débiles, heridos y sucios. Justamente ellos. Cuando uno descubre su propia incapacidad, puede decir con santa Teresa del niño Jesús: “Dios no puede inspirar deseos irrealizables; por lo tanto, a pesar de mi pequeñez, puedo aspirar a la santidad”.
Creo que la mayor enfermedad que hay en la sociedad es el individualismo. La santidad es justamente lo opuesto, ya que es esencialmente relacional, como lo es la naturaleza del hombre. No puedo avanzar un paso en la santidad y, por tanto, no puedo dar una gota de amor a mi prójimo, si no es desde el amor incondicional de Dios. Como dijo Josef Pieper: “Quien no es amado ni siquiera puede amarse a sí mismo”. Un santo está enamorado de su vida, porque Dios está enamorado de su vida. Abraza el abrazo de Dios, porque gradualmente ha aprendido a no resistirse a ese abrazo divino y a dejarse transformar por ello.
Esta transformación no pasa desapercibido, justamente porque se palpa todo lo que el hombre no es capaz de hacer por sí mismo. El ejemplo más hermoso de ello es el Magnificat de la Virgen. Cuando María entra en la casa de Zacarías e Isabel, se siente la presencia de Cristo y ella no puede hacer otra cosa que alabar a Dios, “porque ha hecho en mí cosas grandes el Todopoderoso”.
Las vidas de santos modernos como Carlo Acutis y Guadalupe Ortiz y otros jóvenes que murieron en olor de santidad, como Clare Crockett, Pedro Ballester o Chiara Corbella, son versiones modernas del Magnificat. Son historias de cómo Cristo gradualmente ha transformado la vida de gente normal, vulnerable y pecadora en cantos de alabanza a Dios, cada uno de una manera única y especial.
Creo que en el mundo de hoy hay tres virtudes que son de vital importancia para ayudar a las personas a dejarse transformar por Dios: la humildad, la esperanza y la paciencia.
Por la humildad somos capaces de descubrir nuestra identidad más profunda: que somos hijos de un Padre que nos ama incondicionalmente.
La esperanza es la convicción firme de que Dios nunca abandona su proyecto de santidad con una persona, por grande que hayan sido los errores y pecados cometidos.
Por la paciencia no perdemos la alegría y la paz interior cuando somos confrontados con reveses, limitaciones y errores, a sabiendas que el Espíritu Santo está en nuestra alma en estado de gracia.
Uno de los mensajes más importantes del Concilio Vaticano II es que todos los hombres están llamados a la santidad. Medio siglo después queda mucho por hacer para transmitir este mensaje y que la gente se lo crea. Imagínate si todos los fieles se convencen de que realmente pueden ser santos. Sería una verdadera revolución; un magnificat que iluminaría el mundo entero.
Autor de “Santidad para losers”