En este Día de Todos los Santos, recordamos a todos aquellos que están ya en el cielo: los santos de altar y los santos desconocidos o “de la puerta de al lado”, como el Papa los llama. Hablar de sus virtudes, no es novedad. ¿Por qué no hablamos de sus pecados?
He contado muchas veces que uno de los motores de mi vida de fe es la llamada que nos hizo a los (entonces) jóvenes san Juan Pablo II en el Encuentro Europeo de Santiago de Compostela en 1989. “No tengáis miedo a ser santos”, nos dijo, y se quedó tan pancho.
¿Pero cómo que seamos santos? –nos preguntamos los miles que lo oímos y que entendíamos la santidad como algo reservado a gente especial, a quien Dios marcaba con estigmas y daba capacidad de levitar–.
Comenzamos a entender entonces que querer ser santo o santa no tenía nada que ver con la canción de Alaska y Parálisis Permanente, que destacaba los aspectos más góticos de lo que la tradición nos ha transmitido, sino que se trata del proyecto de vida de quien ha conocido a Jesús y su mensaje y quiere seguir su camino de verdad y libertad para transformarse en Él.
Desde los primeros siglos, la comunidad cristiana ha guardado como un tesoro la memoria de quienes han dado testimonio de esta fe. Un testimonio que, como nos recuerda el apóstol Santiago, se compone sobre todo de obras. Obras como las que pusieron en práctica los mártires, confesando la fe hasta la muerte; los primeros misioneros, llevando la Palabra de Dios hasta el confín del mundo; los servidores de los pobres, entregando su vida por los necesitados, etcétera, etcétera.
Al principio, cuando las comunidades cristianas eran pequeñas, los santos eran conocidos por todos. Era gente “de mi parroquia”. Se visitaban sus tumbas y se guardaba en la memoria todo cuando habían hecho. Se les veneraba porque, a pesar de sus defectos, que todos conocían, la gracia había sido más fuerte. Ya no eran ellos quienes actuaban, sino Cristo que vivía dentro de ellos. Pero, poco a poco, los testimonios de primera mano se fueron perdiendo, y los relatos de las vidas de los santos se fueron convirtiendo en leyendas a las que, con el fin legítimo de ensalzar sus figuras, se iban añadiendo anécdotas extraordinarias.
No nos llevemos las manos a la cabeza, cualquier padre o abuela que se precie ha adornado literariamente alguna historia familiar para provocar en los niños el orgullo de sentirse parte del clan. Sí, usted también.
Y esto, que pasa en las mejores familias, pues también ha pasado un poco en la historia de la gran familia eclesial, llegando al extremo de que muchos textos de vidas de santos son tan creíbles como las aventuras de cualquier superhéroe de Marvel.
Quizá para otro tiempo, en una sociedad acostumbrada a los mitos, fueran válidos los relatos extraordinarios; pero en una sociedad descreída como la nuestra, lo que la gente necesita son historias reales. Y la historia real de cualquier cristiano, la historia real de cualquier santo, está llena de luces y de sombras; de momentos de fe clara y de oscura rebeldía; de caídas, de errores, de debilidades, ¡de humanidad!
Hablar de los pecados de los santos, lejos de escandalizar a los hombres y las mujeres de hoy, los acercan, los hacen reales y, por tanto, y lo más importante, imitables. Porque un santo perfecto es un perfecto invento, pues no sería compatible con la condición humana.
Y no hablo de los santos que, como san Pablo, santa Pelagia o san Agustín tuvieron una vida de pecado público anterior a su conversión, hablo de santos que, a lo largo de su vida de fe, tuvieron que combatir con su soberbia, su avaricia, su ira, su gula, su lujuria, su envidia o su pereza.
¡Cuánto echo de menos más capítulos en las vidas de los santos en los que se explicaran estas luchas de quienes se querían dejar ayudar por la gracia, pero fueron seguro a menudo derrotados por su frágil naturaleza! Santo no es quien no cae, sino quien mantiene la esperanza en la victoria final a pesar de sus fracasos parciales y vuelve a levantarse para la siguiente batalla.
¿Para qué me sirven los relatos de combates físicos contra el demonio que recogen muchas hagiografías, si no me cuentan antes cómo hacían frente a sus sugerencias sutiles, sus tentaciones diarias, sus engaños de andar por casa, los mismos que sufrimos todos?
Ciertamente muchos santos cuentan en sus autobiografías sus oscuridades, pero sus seguidores e hijos espirituales se empeñan en maquillarlas, haciendo que sus historias no sean creíbles. ¡Cuánto daño ha hecho y sigue haciendo el puritanismo! La rigidez genera frustración en quien la practica, pues convierte la vida cristiana en una checklist imposible de completar; y provoca escándalo en quien la contempla, pues tarde o temprano el sepulcro blanqueado termina dejando escapar su hedor.
Por favor, dejen a los santos ser santos; déjenlos ser divinamente humanos; déjenlos ser vasijas de barro conteniendo un tesoro; déjenlos mostrar que donde abundó el pecado sobreabundó la gracia; déjenlos presumir muy a gusto de sus debilidades porque, cuando son débiles, entonces son fuertes; déjenlos demostrarnos que no hay que tener miedo a ser santos pues el Señor no ha venido a santificar a los justos sino a los pecadores; y déjenlos mostrar sus virtudes heroicas, pero poniendo en primer lugar la de la humildad. ¡Feliz Día de Todos los Santos y Pecadores!
Periodista. Licenciado en Ciencias de la Comunicación y Bachiller en Ciencias Religiosas. Trabaja en la Delegación diocesana de Medios de Comunicación de Málaga. Sus numerosos "hilos" en Twitter sobre la fe y la vida cotidiana tienen una gran popularidad.