Dice el refrán, más que conocido, que todos los caminos conducen a Roma. Pocas veces, como en el entorno de un Jubileo universal de la Iglesia, estas palabras toman su significado de un modo más profundo. Aún más, si cabe, en medio de un mundo en el que los caminos parecen desdibujados y la esperanza de una meta se torna borrosa y poco realista. Casi podríamos decir que la Iglesia tiene, humanamente hablando, poco o nada que celebrar.
De tejas para abajo, el júbilo y la alegría se tornan casi un reto para el católico de hoy, pero lo importante es que los cristianos estamos llamados (con los pies en la tierra, en el barro) a mirar al cielo, a seguir la lógica del peregrino.
“¿Qué felicidad esperamos y deseamos?”, se pregunta el Papa Francisco en la Bula de convocación del Jubileo, Spes non confundit. en la que el propio pontífice se responde: “no se trata de una alegría pasajera, de una satisfacción efímera que, una vez alcanzada, sigue pidiendo siempre más, en una espiral de avidez donde el espíritu humano nunca está satisfecho, sino que más bien siempre está más vacío. Necesitamos una felicidad que se realice definitivamente en aquello que nos plenifica, es decir, en el amor, para poder exclamar, ya desde ahora: Soy amado, luego existo; y existiré por siempre en el Amor que no defrauda y del que nada ni nadie podrá separarme jamás.”
Esa es la meta del peregrino jubilar. El peregrino no es un simple andador de caminos inconclusos. El peregrino tiene una meta que supera el punto cardinal terreno para adentrarse en la forma de la vida, en el corazón. Es a la vez caminante y constructor; abre, con el Espíritu Santo, nuevos caminos al andar. No los crea, los descubre con la mirada hambrienta del amor.
Celebrar un nuevo Jubileo bajo el signo de la esperanza es otra de esas paradojas con las que el católico se hace presente en el mundo.
Recordar que Dios nos perdona, a cada uno, más allá del mal que hayamos podido realizar, es recordar que hay vida: si hay vida, hay esperanza; si hay esperanza, hay vida. Reconocer que todos y cada uno de nosotros necesita ser salvado, necesita volver a su dueño originario, como aquellas tierras que retornaban a sus dueños primigenios en los jubileos veterotestamentarios.
Un regreso que marque el comienzo de una nueva vida en Dios: “Esa experiencia colma de perdón no puede sino abrir el corazón y la mente a perdonar. Perdonar no cambia el pasado, no puede modificar lo que ya sucedió; y, sin embargo, el perdón puede permitir que cambie el futuro y se viva de una manera diferente, sin rencor, sin ira ni venganza”.