Soy subnormal

El lenguaje cambia, pero los problemas siguen ahí. Nos obsesionamos con las palabras, mientras ignoramos lo esencial: la dignidad de cada ser humano.

15 de febrero de 2025·Tiempo de lectura: 3 minutos
subnormal

«¿Conque Dios os ha dicho que no comáis de ningún árbol del jardín?» –dijo la serpiente a Eva–. Pero, si Dios les prohibió solo uno, ¿por qué dijo «ninguno»? 

Hoy, la serpiente sigue retorciendo el lenguaje para lograr sus perversos propósitos, como con la palabra «subnormal». 

Cualquiera que peine canas recuerda que el término era de uso habitual para hacer referencia a las personas con discapacidad intelectual. Existía incluso oficialmente un «Día del subnormal» puesto en marcha por las propias asociaciones de familiares para sensibilizar sobre sus necesidades y reivindicar su inclusión. 

Todavía hoy es frecuente escuchar a personas mayores referirse a amigos o parientes muy queridos con esta palabra que no tiene nada de peyorativo para ellos. Vamos que se usaba «subnormal» como por ahora usamos la más políticamente correcta «persona con discapacidad intelectual». Y digo «por ahora» porque no creo equivocarme si digo que dentro de unos años esta denominación empezará a sonarnos mal y tendremos que buscar otra distinta. Lo mismo pasó con las palabras inválido, minusválido, deficiente, disminuido, discapacitado y tantas otras que, en su tiempo, sustituyeron a otras malsonantes, pero que pronto, de tanto usarlas, empezaron a serlo ellas mismas. 

Parece que, cambiando la palabra, va a desaparecer el problema, pero lo cierto es que el problema permanece y eso es insoportable. La sociedad del bienestar nos había prometido acabar con todos los sufrimientos, pero la vida real se rebela y una alteración genética, una enfermedad, la vejez o un accidente nos lleva de repente a reflexionar sobre el misterio de la vida, sobre qué es un ser humano. ¿Dónde está la dignidad humana? ¿Qué vidas vale la pena vivirlas y cuáles no?

Creemos que cambiando el lenguaje cambiamos algo, pero solo caemos en la trampa de la astuta serpiente que vuelve a desviar nuestra atención de lo importante como con aquel «ninguno» pronunciado en el jardín del Edén. La mejor mentira es la que tiene algo de verdad. Y es verdad que Dios les había advertido del peligro de comer de un único árbol, pero no que no les dejara probar de ninguno de ellos. Del mismo modo, también es verdad que el lenguaje debe ser inclusivo, no paternalista ni ofensivo, pero no es verdad que solo cambiando las palabras cambie nuestra percepción de las personas. 

La prueba está en la popularización actual del término «subnormal». Dese una vuelta por cualquier patio de instituto, por cualquier corrillo de café en la oficina o por cualquier red social. Es el insulto estrella. Yo no puedo evitar sentir un escalofrío cuando oigo a alguien usar la palabra de forma despectiva contra otro. Fíjense hasta dónde puede llegar el retorcimiento del lenguaje que el término que hemos dejado de usar farisaicamente para designar a quien tiene limitaciones del funcionamiento intelectual lo usamos ahora para designar a las que consideramos peores personas. ¿O me dirán ahora que el insulto no busca la comparación con los primeros? Pues claro, porque, aunque cambiemos las palabras, el corazón no ha cambiado. 

Distraídos como estamos con el lenguaje inclusivo no nos damos cuenta de que ese rechazo absoluto a estas personas es real y está detrás del hecho de que, en España, hasta el 95 por ciento de los niños diagnosticados con Síndrome de Down no llegan a nacer. Como el prestidigitador consigue centrar nuestra atención en la baraja para sacarse la carta del bolsillo y hacer su magia, el mal nos la consigue colar con el juego de la corrección política del lenguaje. 

Yo, ¿qué quieren que les diga? Obras son amores y no buenas razones. Una sociedad inclusiva sería aquella en la que a nadie se le negara el derecho a nacer por tener un cromosoma más; en la se valorara a cada ser humano, no por lo que produce, sino por el mero hecho de existir; en la que la sociedad apoyara a las familias ante sus miedos e inseguridades y les ofreciera más ayudas económicas; en la que todos volvieran a tener un primo, un vecino o un compañero de colegio con síndrome de Down porque serían bienvenidos y acompañados; en la que nadie insultara a nadie comparándolo con quien no se puede defender y en la que no nos chirriaran tanto las palabras como los hechos. 

Habrá quien me llame subnormal por este artículo. ¿Mi respuesta? ¡A mucha honra!

El autorAntonio Moreno

Periodista. Licenciado en Ciencias de la Comunicación y Bachiller en Ciencias Religiosas. Trabaja en la Delegación diocesana de Medios de Comunicación de Málaga. Sus numerosos "hilos" en Twitter sobre la fe y la vida cotidiana tienen una gran popularidad.

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