Fue hace una cantidad de años, 1977, si no me equivoco. El Obispo de San José de Mayo era monseñor Herbé Seijas, amigo de mi familia. Yo era un sacerdote casi de estreno: había recibido la ordenación tres años antes y en 1974 había empezado a trabajar en Montevideo.
El caso es que me encontré aquí con monseñor Seijas y enseguida me pidió si podía ir a San José tal fin de semana, para ayudar con las Misas: – Es que tenemos varios casamientos, me explicó, y Misas y no hay curas… Le dije que sí, naturalmente.
El párroco de la Catedral era el P. Palermo, tan recordado y tan querido. Me dio un abrazo muy afectuoso cuando llegué y, sonriente, exclamó: – ¡Sos el último sotanosaurio!…
Sí, yo usaba entonces la sotana con la que había sido ordenado. Era la prenda todouso en la que me embutía al levantarme y me despedía de ella al irme a la cama: Misas, confesiones, reuniones, comidas; caminatas, viajes en ómnibus… siempre con sotana; me parecía lo más lógico del mundo.
En nuestro laico país educado, que conste, nunca nadie comentó o se rió o sonrió de mi sotana. Pero, con el correr de poco tiempo más, viendo que se iba normalizando su desuso entre los clérigos, tomé la decisión de reservarla para la celebración de los sacramentos y, en las demás actividades, usar el traje negro (clergyman) con camisa y cuellito.
Han pasado muchos años (figúrense, el próximo cumpliré 50 de sacerdocio, si Dios quiere) y estamos en tiempos de full freedom. Pero advierto que, en este contexto, es la sotana del sacerdote la que ha adquirido un inesperado prestigio.
Algo intuía yo, porque vistiéndola alguna vez, ahora, por nuestras calles montevideanas, había escuchado algún comentario tipo “¡mirá, un Padre!”… Ayer tuve la confirmación de este interesante cambio cultural.
Había recibido una llamada, pidiéndome ir a la Médica Uruguaya a atender a una señora.
Sábado, de 4 a 6 de la tarde horario de visitas, allá vamos, con sotana, a la Torre D, piso 5º.
Portero de la entrada: – Sí, mire: vaya hasta donde están las cajas; agarra a la derecha y ahí está el ascensor para el quinto piso.
Ascensorista mujer: – Ahora lo dejo en otra planta; sigue hasta el fondo y toma el ascensor para la torre D. ¡Adiós, encantada!
Ascensorista hombre: – ¿Cómo anda?… Sí, hasta las seis, pero cada tanto hay un hueco y se puede ventilar un poco. ¡Gracias!
Encuentro la habitación. La señora está con una acompañante de servicio, que enseguida se levanta y dice qué alegría que haya venido; sale de la habitación. En la cama de al lado está otra señora, dormida, acompañada también ella.
Obispo emérito de Minas (Uruguay).