Hace pocos años, muchos problemas se solventaban sin necesidad de acudir a un juez o un tribunal. Esto era posible porque existía un substrato moral compartido. Hoy no es así.
Los grupos religiosos no pueden sustraerse a esta juridificación. Y no porque las religiones lo quieran, sino porque lo que Carl Schmitt llamó “legislación motorizada” (v.gr. la producción de normas estatales de forma desbocada para arreglarlo todo) se hace presente en sectores de la sociedad civil que antes se confiaban al libre arreglo de los individuos y grupos, incluido el sector religioso.
Por eso, a la vista de las noticias judiciales que pueblan la prensa, cada vez estoy más convencido de que las iglesias no solo necesitan creyentes fervorosos, ministros de culto ejemplares o hermosos lugares de culto. Necesitan también buenos abogados. Y una dosis no pequeña de mentalidad jurídica.
Un ejemplo entre muchos. El 22 de febrero de 2021 el Tribunal Supremo español tuvo que pronunciarse, ante una resolución de la Agencia Española de Protección de Datos desfavorable para los Testigos de Jehová, acerca de qué datos personales concretos de un exmiembro puede conservar una confesión religiosa. Lo de menos es el fallo de la sentencia, ratificando que solo se pueden conservar los datos mínimos para que la confesión religiosa pueda cumplir sus fines. Lo más importante es el debate de fondo. Es decir: se podría argumentar, no sin cierto fundamento, que las religiones son autónomas o independientes del Derecho del Estado: gozan de la autonomía en la gestión de sus asuntos internos, la libertas ecclesiae que se abrió paso en la Edad Media frente al poder temporal. Pero simultáneamente cada actuación que desarrolla un grupo religioso o una parte de él tiene una dimensión jurídica que no se puede ignorar, es más, que se debe tener presente… Lo cual nos aboca a una delicada operación de deslinde de competencias entre lo sacro y lo profano.
Catedrático de Derecho Eclesiástico del Estado