El fin de la obligatoriedad de las mascarillas en los hospitales, centros sanitarios, residencias de mayores y farmacias visibilizará el final de la pesadilla pandémica, pero aún nos quedan muchas máscaras por quitar.
Y es que cada persona tiene su máscara, una careta que la separa de los demás y que impide que se sepa quién es en realidad. Enseñamos una parte de nosotros mismos, y ocultamos otra, la que nos parece que no nos conviene revelar. La propia palabra “persona” deriva del término que designaba, en el mundo clásico, las máscaras con las que los actores cubrían sus rostros. Un mismo actor podía interpretar distintos papeles, por lo que la palabra pasó a designar a cada uno de los «personajes» del gran teatro del mundo, a cada ser humano.
Las máscaras, como las mascarillas en estos tres años, nos protegen de un mundo hostil. Son una barrera frente a las agresiones externas, pero a la vez dificultan la comunicación, el entendimiento, la comunión. ¿A quién no le ha pasado que, después de conocer a una persona durante la pandemia, le ha resultado difícil reconocerla luego cuando la vio sin mascarilla? Cuando solo podíamos ver la frente y los ojos de nuestro interlocutor, nos imaginábamos el resto de la cara según nuestro criterio, sin datos objetivos. Para nosotros, esa persona era así, tal y como nuestro cerebro nos lo presentó, por lo que luego nos costaba trabajo reconocer a la misma persona con una cara distinta. «No puede ser, esta no es la persona que yo conocía», pensamos, cuando la única verdad es que esa persona siempre fue así y por eso continúa siendo tal como era antes del covid. Lo único que ha cambiado es nuestra percepción.
¡Cuántos malentendidos pasan por no haber sabido leer bien a la otra persona! Cuando nos falta información, conocimiento real del otro, rellenamos los huecos con los prejuicios que cada uno construimos en torno a él, para bien o para mal. Así, juzgamos con severidad a esa amiga poco sonriente que en realidad arrastra un dolor del que no tenemos ni idea, o nos enamoramos perdidamente del egoísta que se esconde tras la máscara aparentemente inofensiva de la timidez.
Tapamos lo malo porque creemos que nadie nos va a querer así, cuando lo cierto es que manifestar nuestra vulnerabilidad nos hace más amables, en su sentido original de posibilidad pasiva del verbo amar. Es más fácil creer y, por tanto, querer al débil, al que no va de nada de lo que no es, al que se presenta como uno más, tan falible como cualquier otro; que al que aparenta no tener fallos, porque es de sentido común y de humanidad no ser siempre perfectos.
Es bueno tener esto en cuenta a la hora de manifestar nuestra fe en el mundo de hoy, como cristianos de a pie y como Iglesia institución. Flaco favor hacemos al mensaje de Jesús cuando tratamos de presentarnos como perfectos, cuando tratamos de ocultar nuestros defectos, cuando nos ponemos la máscara de fieles seguidores del Resucitado cuando en realidad somos pobres siervos que, solo a veces, y solo contando con la asistencia divina, podemos hacer lo que el Señor nos manda. Porque, «cuando soy débil», dirá san Pablo, «entonces soy fuerte».
Esto lo sabían bien los primeros cristianos y, por eso, los Evangelios no tienen apuro en presentar las debilidades incluso de los miembros más distinguidos de la Iglesia: el Papa (Pedro, el renegado) y los obispos, como el apóstol santo Tomás, cuya fiesta celebramos hoy y que fue ridiculizado ante todos por su incredulidad.
¿Diríamos hoy que los pecados de Pedro o de Tomás fueron un escándalo que impidieron llevar a los hombres a la fe? Obviamente, no solo no fueron un escándalo, sino que todavía hoy estas debilidades de los seguidores de Jesús son un criterio de historicidad de los Evangelios, porque hacen creíble la historia. Si hubiera pretensión de mentir, los evangelistas habrían tratado de maquillar la historia a su favor, no en
contra.
¿No será que, con la excusa de no escandalizar, lo que queremos hoy es conservar nuestra imagen en un ejercicio farisaico de soberbia y vanidad quitándole a Dios su protagonismo? ¿No nos damos cuenta de que, con la mascarilla, los que tendrían que ver nuestro rostro real rellenan los huecos de información y nos imaginan mucho más feos de lo que ya somos en realidad?
Perdamos el miedo a manifestarnos pecadores, a mostrarnos como pueblo débil y necesitado de la gracia divina. Perdamos el miedo a quitarnos la máscara que nos separa del resto de hombres y mujeres para mostrarles quién es Dios y quiénes somos nosotros realmente y para que vean que «la fuerza se realiza en la debilidad».
Periodista. Licenciado en Ciencias de la Comunicación y Bachiller en Ciencias Religiosas. Trabaja en la Delegación diocesana de Medios de Comunicación de Málaga. Sus numerosos "hilos" en Twitter sobre la fe y la vida cotidiana tienen una gran popularidad.