Casi a diario nos llegan noticias de hermanos inmigrantes que mueren en el intento de llegar a nuestro país, huyendo del hambre y del empobrecimiento principalmente. Todos los partidos políticos del arco parlamentario español y europeo, y muchos católicos con ellos, defienden que hay que evitar a toda costa la llegada de personas inmigrantes empobrecidas. Detrás de esa postura hay miles de vidas que se desgarran cada año en nuestras fronteras. Muchos escapan de la guerra, de persecuciones, de catástrofes naturales. Otros, con todo derecho, buscan oportunidades para ellos y para sus familias. Sueñan con un futuro mejor.
Lamentablemente, otros son “atraídos por la cultura occidental, a veces con expectativas poco realistas que los exponen a grandes desilusiones. Traficantes sin escrúpulos, a menudo vinculados a los cárteles de la droga y de las armas, explotan la situación de debilidad de los inmigrantes, que a lo largo de su viaje con demasiada frecuencia experimentan la violencia, la trata de personas, el abuso psicológico y físico, y sufrimientos indescriptibles” (exhort. ap. postsinodal Christus vivit, 92).
Queramos o no, las migraciones son un signo de los tiempos. Constituyen un elemento determinante del futuro del mundo
Jaime Gutiérrez Villanueva
Los que emigran “tienen que separarse de su propio contexto de origen y con frecuencia viven un desarraigo cultural y religioso. La fractura también concierne a las comunidades de origen, que pierden a los elementos más vigorosos y emprendedores, y a las familias, en particular cuando emigra uno de los padres o ambos, dejando a los hijos en el país de origen” (ibid., 93). El Papa Francisco, en su encíclica Fratelli tutti, reafirma, una vez más al derecho de las personas a no tener que emigrar, a tener unas condiciones de vida dignas en su propia tierra.
Francisco lamenta que “en algunos países de llegada, los fenómenos migratorios suscitan alarma y miedo, a menudo fomentados y explotados con fines políticos. Se difunde así una mentalidad xenófoba, de gente cerrada y replegada sobre sí misma” (ibid., 92). Los migrantes no son considerados suficientemente dignos para participar en la vida social como cualquier otro, y se olvida que tienen la misma dignidad intrínseca de cualquier persona. Por lo tanto, deben ser “protagonistas de su propio rescate” (Mensaje para la 106 Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado 2020).
Nunca se dirá que no son humanos pero, en la práctica, con las decisiones y el modo de tratarlos, se expresa que se los considera menos valiosos, menos importantes, menos humanos. Es inaceptable que los cristianos compartan esta mentalidad y estas actitudes, haciendo prevalecer a veces ciertas preferencias políticas por encima de las hondas convicciones de la propia fe: la inalienable dignidad de cada persona humana más allá de su origen, color o religión, y la ley suprema del amor fraterno (FT, 39). Todos somos responsables de todos.
Queramos o no, las migraciones son un signo de los tiempos. Constituyen un elemento determinante del futuro del mundo. Europa “inspirándose en su gran patrimonio cultural y religioso, tiene los instrumentos necesarios para defender la centralidad de la persona humana y encontrar un justo equilibrio entre el deber moral de tutelar los derechos de sus ciudadanos, por una parte, y, por otra, el de garantizar la asistencia y la acogida de los emigrantes” (FT, 40).
Párroco en las parroquias de Santa María Reparadora y Santa María de los Ángeles, de Santander.