Sobre el ser humano, su naturaleza y las virtudes

La ciencia intenta responder a la pregunta: ¿cuáles son las propiedades físicas de las cosas? La filosofía intenta responder a lo que es la naturaleza última de lo real.

10 de octubre de 2023·Tiempo de lectura: 4 minutos

Virtudes cardinales: justicia, prudencia, fortaleza y templanza.

El filósofo escocés Alasdair MacIntyre (1929/-) publicó en 1981 su obra «After Virtue» («Tras la virtud»). En ella, recuerda de «La Ética a Nicómaco», de Aristóteles, que su esquema teleológico descansa sobre tres elementos:

a) El hombre tal como es.

b) El hombre tal como podría ser si realizase su naturaleza esencial.

c) Un conjunto de reglas éticas.

Las reglas éticas ordenan las diversas virtudes y prohíben sus vicios contrarios instruyéndonos acerca de cómo realizar nuestra verdadera naturaleza y alcanzar nuestro verdadero fin.

Estas reglas presuponen: una concepción de la esencia y del fin del hombre como animal racional cuya razón nos instruye sobre cuál es nuestro verdadero fin y cómo alcanzarlo.

Para MacIntyre este esquema se vino abajo en el siglo XVII al surgir la concepción protestante y jansenista según la cual el pecado original, al corromper totalmente la razón, la privó de su capacidad para comprender el fin del hombre. Desde entonces “se ponen estrictos límites a los poderes de la razón. La razón es cálculo; puede asentar verdades de hecho y relaciones matemáticas, pero nada más. En el dominio de la práctica, puede hablar solamente de medios. Debe callar acerca de los fines.”

Los filósofos de la Ilustración, privados de aquella concepción normativa y teleológica de la naturaleza humana, fundamentaron su ética sobre los imperativos categóricos de la razón práctica (Kant) o sobre la maximización del placer (Hume). Para MacIntyre, este fracaso, engendrando a Nietzsche y a todo el irracionalismo moderno, deja limitada la elección actual entre la teoría aristotélica de las virtudes y el amoralismo irracionalista.

MacIntyre, tras hacer una exposición histórica de la valoración de las virtudes humanas (las virtudes supremas en las sociedades heroicas descritas por Homero: la fortaleza o la lealtad; las virtudes, como el amor o la humildad, aportadas por el cristianismo) opta por una ética de las virtudes conforme a la tradición aristotélica–tomista, consciente de la importancia que tiene volver a descubrir el valor de las virtudes humanas.

El filósofo norteamericano Peter Kreeft (1937/-) intenta demostrar que las ciencias naturales y la filosofía son dos órdenes de conocimiento distintos aunque complementarios.

La ciencia intenta responder a la pregunta: ¿cuáles son las propiedades físicas de las cosas? La filosofía intenta responder a lo que es la naturaleza última de lo real. Sus más importantes preguntas:

-¿qué es lo que es?, pregunta metafísica.

-¿qué es este ser que se pregunta sobre lo que es? o, más sencillamente, ¿qué es el hombre?, pregunta antropológica.

-¿qué hacer y qué no hacer?, pregunta de naturaleza ética.

-¿cómo conocemos?, pregunta epistemológica.

Las respuestas a estas preguntas dependen unas de otras, se hallan entrelazadas. No podemos determinar qué conducta conviene al hombre si no sabemos qué es el hombre, y lo que es el hombre depende de lo que es ser.

Desde Sócrates hasta principios del siglo XX se mantuvo la idea de que la búsqueda de la verdad constituía una de las tareas más nobles del hombre y que era la razón el principal recurso para esa búsqueda.

Desde comienzos del siglo XX asistimos a la siembra de un pensamiento nietzscheano en el que la voluntad prevalece sobre la razón: en lugar de tratar de comprender lo real para adaptarnos mejor, se nos invita a crear nuestros propios valores y nuestras propias verdades a fin de imponerlos a lo real. No debemos someternos a lo real, a lo que es, sino más bien a modelarlo según nuestros deseos y ambiciones sirviéndonos de las poderosas tecnologías que la ciencia pone a nuestra disposición.

La naturaleza humana se concibe como una realidad que se deja modificar según las circunstancias o preferencias de cada uno. Todo lo que nos rodea, incluido nuestro cuerpo, es una materia prima manipulable a voluntad.

La misma noción de naturaleza queda abolida y reemplazada por la idea de que corresponde a cada uno definir para sí mismo lo que es natural y lo que no lo es, con lo que se instaura un culto supremo a la autonomía individual que encuentra una de sus más claras expresiones en el juicio de la Corte Suprema de Estados Unidos, en 1992, en el caso «Planned Parenthood vs. Casey» donde se estableció el derecho de cada uno a definir su propio concepto de la existencia, del sentido, del universo y del misterio de la vida humana.

Ese culto a la autonomía humana está en el origen de los derechos al aborto y al suicidio asistido, que se reconocen en muchos países. Según una versión de la teoría o ideología de género, además de negar que el cuerpo humano tenga una naturaleza afirma que no somos varones o mujeres más que en la medida en que consintamos serlo. La distinción entre masculino y femenino en los seres humanos sería puramente arbitraria, una construcción social resultante de relaciones de poder. Esa antropología está dominada por la supremacía de la subjetividad sobre la objetividad.

¿En la naturaleza humana cabe percibir el libre albedrío?

La idea de que el ser humano carece de libre albedrío encuentra sus raíces en la Reforma protestante del siglo XVI. Tanto en los «Loci communes» de Melanchthon como en la «Institution de la religion chrétienne» de Calvino, la salvación no tiene nada que ver con la práctica de las virtudes, porque no tiene relación con la libertad humana. Según Melanchton una conducta virtuosa no puede contribuir en nada a la salvación eterna, porque esa conducta no es más que una consecuencia feliz de la salvación por la fe en la que solo interviene Dios.

Esa interpretación protestante ha abierto la vía al materialismo científico que señala que el hombre forma íntegramente parte del mundo natural y no puede liberarse del determinismo universal que rige el mundo de la naturaleza. Admitir la existencia del libre albedrío equivaldría a negar la universalidad del principio de causalidad y, por tanto, las leyes científicas.

Para Kreeft nuestras elecciones, incluso sin estar determinadas, son influenciadas por numerosos factores externos (el entorno social o físico), corporales (la herencia) o espirituales (motivaciones). En todo caso, es posible resistir a estas influencias o a esas tentaciones.

Las ciencias sociales y humanas nos hacen descubrir no ya las causas que determinan mecánicamente comportamientos humanos, sino los factores que los condicionan o los favorecen.

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