Nos jugamos la vida en la respuesta que demos a las grandes preguntas, esas que, al menos en Occidente, hemos dejado de hacernos. El sentido de la vida y el acuciante aguijón que representa la muerte son, sin duda, las mayores de las preguntas que tiene que resolver cada ser humano y cada cultura. En cómo respondan esas preguntas cada persona y cada civilización se juegan su consistencia. Y mucho me temo que las respuestas que estamos dando a estas grandes preguntas son demasiado débiles como para sostenernos.
En nuestro mundo tendemos a mirar a otro lado para no plantearnos el hecho ineludible de que vamos a morir. Como el niño que se tapa los ojos, imaginando que si no ve el problema no le va a afectar, nosotros llenamos nuestra vida de diversión y ruido creyendo que, por no pensar en esta realidad, no nos va a afectar. Pero el corazón es contumaz y reclama una respuesta.
En lo más profundo de nuestro ser necesitamos una razón para vivir. No es suficiente que nos prometan que en el año 2030 vamos a ser felices, aunque no tengamos nada, o que viviremos, gracias a la tecnología, en un continuo Disneyland donde no tendremos que trabajar y la vida será solo diversión. Porque, aunque haya montado un ingente negocio en torno a ello, la diversión no llena el alma. Tan solo la entretiene.
Por eso no es extraño que los nuevos gurús se hayan apresurado a prometernos una cercana inmortalidad. ‘Ya ha nacido la primera persona que vivirá 1.000 años, según un científico’, leía en el titular de un artículo. El científico que hace este planteamiento es Raymond Kurzweil, autor de ‘The Singularity is Nearer’. Defiende la idea de que los nanorobots y, en definitiva, la unión de la biotecnología y la inteligencia artificial podrán permitir al ser humano llegar a los mil años. Otros hablan incluso de alcanzar la inmortalidad.
Al leer esto recordaba al viejo profesor, Tolkien, y la advertencia que nos hace en su obra que, como él reconoce, tiene como tema central la muerte y, junto a ello, el deseo de inmortalidad que tiene en su corazón el hombre. Merece la pena escucharle.
En su mitología hay dos tipos de seres creados por Eru. Los elfos, que son inmortales, y los hombres, destinados a morir. Pero la muerte, tal como lo concibe Tolkien, no es un castigo, sino un don del mismo Dios. Oigamos al profesor y maestro.
La muerte no es una consecuencia de la ‘Caída’. Un ‘divino castigo’ es también un ‘divino don’ si se le acepta, pues su objetivo es la bendición final, y la suprema inventiva del Creador hará que los castigos produzcan un bien no alcanzable de otro modo, un hombre mortal tiene probablemente un destino más alto, si bien no revelado, que un ser longevo. Intentar por algún recurso o magia recuperar la longevidad es, pues, la suprema locura y maldad de los mortales. La longevidad o la falsa inmortalidad es el principal anzuelo de Sauron; convierte a los pequeños en un Gollum y a los grandes en un espectro del Anillo. (Carta n.º 212)
Así ocurrió en la mitología tolkiana. Sauron engañó a los hombres introduciendo en su corazón la idea de que la muerte era una maldición de Eru, de Dios. Y les hizo buscar sus sucedáneos, que eran el poder y la gloria. Y en última instancia les alentó a revelarse contra los Valar e ir a quitarles el don de la inmortalidad al mismo Reino Bendecido.
En una sociedad que no cree en la vida eterna emergerán con fuerza los sucedáneos con los que los hombres intentaremos llenar ese vacío. El poder y la gloria serán las máximas aspiraciones del ser humano, como nos alertaba el escritor inglés. Y de nuevo los charlatanes de siempre se aprovecharán de la sed de nuestro corazón para hacerse ellos ricos. Nos prometerán la inmortalidad si, en última instancia, nos despojamos de los límites que nos ofrece nuestra débil corporeidad. Ese es el destino del nuevo paso evolutivo que nos prometen a través del transhumanismo y de esa fusión de tecnología y biología.
Pero mucho me temo que el ser humano está destinado a convertirse en una sombra de sí mismo si emprende ese camino. Como nos alerta el profesor de Oxford, los poderosos llegarán a convertirse en espectros. Los pequeños estaremos destinados a ser como Gollum.
Por eso no tengo duda de que hoy debemos hablar más que nunca de la revolución que supone la resurrección de la carne, que llena completamente las últimas aspiraciones de nuestros corazones y nos destina a ser nosotros mismos, auténticamente humanos, en plenitud.
Ser o no ser Gollum o un espectro. Ese es el dilema que nos plantean.
Resucitar en Cristo, esa es la respuesta.
Delegado de enseñanzas en la Diócesis de Getafe desde el curso 2010-2011, ha ejercido con anterioridad este servicio en el Arzobispado de Pamplona y Tudela, durante siete años (2003-2009). En la actualidad compagina esta labor con su dedicación a la pastoral juvenil dirigiendo la Asociación Pública de Fieles 'Milicia de Santa María' y la asociación educativa 'VEN Y VERÁS. EDUCACIÓN', de la que es Presidente.