El 15 de mayo, fiesta de San Isidro Labrador, patrón de los agricultores, la Iglesia pone en el candelero a un seglar, casado con otra santa, María de la Cabeza, y padre de familia. Los matrimonios santos son pocos en el calendario cristiano, pero la cosa va a cambiar.
Digo pocos en proporción, dada la superioridad numérica entre los bautizados, con respecto a los ordenados o consagrados; pero claro que hay muchos matrimonios santos. Desde el modelo de la Sagrada Familia, con María y José; pasando por santos Priscila y Aquila –colaboradores de San Pablo–, San Gregorio el viejo y Santa Nona –padres de los santos Gregorio el teólogo, Cesáreo y Gorgona– o los numerosos matrimonios mártires de la persecución religiosa en Japón o Corea; hasta llegar a los más recientes beatos Luis Martín y Celia María Guerin –padres de Santa Teresa de Lisieux– o Luis y María Beltrame Quattrocchi, entre otros.
Y digo que va a cambiar porque en una sociedad que se ha transformado radicalmente en las últimas décadas, la forma de ser buena noticia en el mundo ya no puede ser igual que antes.
Las vocaciones de especial consagración se consideraban para los que tenían una mayor inquietud, para aquellos que habían realizado un planteamiento más radical de entrega a Dios, mientras que el matrimonio era el estado de vida, digámoslo así, por defecto del cristiano de a pie. Quienes no llegaban a cura, a monja o monje, se casaban y quienes no llegaban ni siquiera a casarse, se quedaban –dicho despectivamente– para vestir santos. Esa injusta gradualidad de la vida cristiana, como si la santidad se midiera por estados de vida en lugar de por la estatura que Cristo alcanza en nosotros, emborrona la llamada de Dios que todos: solteros, casados, sacerdotes o religiosos tenemos desde nuestra consagración bautismal.
Recientemente, charlando con una amiga religiosa, bromeábamos sobre cómo el matrimonio podría ser, hoy por hoy, la vocación cristiana para los más aguerridos (en realidad todas son imposibles sin la gracia de Dios, claro). Reflexionábamos afirmando que nada como el matrimonio para vivir hoy los tres consejos evangélicos (castidad, pobreza y obediencia) que profesan los religiosos.
En cuanto a la castidad, la hipersexualización de la sociedad y los nuevos usos y costumbres hacen que cada vez sea más extraño y contracultural vivir esta gracia en sus distintas facetas: ya sea en el noviazgo, durante la etapa fértil del matrimonio cuando la apertura a la vida se convierte en una batalla o durante la madurez, cuando la desidia puede derivar en infidelidad; ¡y siempre y cuando no haya de por medio problemas de salud! La castidad conyugal es también singular don de la gracia y hasta manifestación del siglo futuro pues el cónyuge no es sino reflejo de Cristo como único esposo.
Si hablamos de pobreza, no se me ocurre mejor manera de vivirla hoy en día que formar una familia cristiana. ¡Cuántas renuncias hacen los padres por los hijos! Aquel viaje de sus sueños, aquella afición que les apasiona o aquel capricho que vieron en un escaparate siempre se posponen para poder pagar la hipoteca, adquirir desde toneladas de pañales, hasta las medicinas del abuelo, pasando por el pago de la matrícula del universitario que no ha podido sacar beca o las enésimas gafas del más revoltoso. ¡Y la cuota de la parroquia, claro! ¿Dónde vivir mejor el compartir, la fraternidad, que en una familia? Lo dicho, el matrimonio podría ser perfectamente una de esas «formas nuevas» de expresar la pobreza voluntaria abrazada por el seguimiento de Cristo que proponía cultivar el Concilio.
La obediencia es la parte más seria, porque en un mundo tan individualista como el nuestro y en el que las relaciones entre hombres y mujeres solo se plantean desde la perspectiva del conflicto, hablar de someterse a otro te hace sospechoso casi. Pero en el matrimonio cristiano, los cónyuges (literalmente, los que están sometidos bajo un mismo yugo), saben que su libertad está en amoldarse a la voluntad del otro. Los que se han convertido en una sola carne se obedecen como Jesús obedece a su Padre, a quien él decía: «Tú y yo somos uno».
No trato con esta reflexión de quitarle valor a la vida consagrada, sino todo lo contrario: hacer ver que no puede haber estados de primera y de segunda como así lo parece leyendo la lista de santos reconocidos por la Iglesia, sino que, como señala Lumen Gentium, «todos los fieles, cristianos, de cualquier condición y estado, fortalecidos con tantos y tan poderosos medios de salvación, son llamados por el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de aquella santidad con la que es perfecto el mismo Padre».
La actual crisis de la vida consagrada es la misma de la vida matrimonial. Cuanto más las equiparemos y más invitemos a los fieles a vivir la radicalidad evangélica, más fácil será que los jóvenes vean la llamada a las vocaciones de especial consagración porque no son sino otro carisma dentro de la misma llamada a la santidad.
Encomendemos hoy a San Isidro y a Santa María de la Cabeza a todos los solteros, sacerdotes y religiosos; pero pidámosles también para que haya más matrimonios santos que den testimonio de que, amándose como Cristo amó a su Iglesia, se puede llegar a ser signo de la perfecta caridad.
Periodista. Licenciado en Ciencias de la Comunicación y Bachiller en Ciencias Religiosas. Trabaja en la Delegación diocesana de Medios de Comunicación de Málaga. Sus numerosos "hilos" en Twitter sobre la fe y la vida cotidiana tienen una gran popularidad.