Me gusta mucho el pasaje en el que el Señor pregunta a los suyos: “Y vosotros ¿Quién decís que soy yo? Y Pedro… con una gran fortaleza dice ‘Tú eres el hijo de Dios’. El Señor le bendice y le hace Piedra sobre la que edificará la Iglesia; pero, inmediatamente, Pedro es amonestado por Jesús con palabras duras: ¡apártate de mí, Satanás! ¡ponte detrás de mí! (Mt 16, 13-23).
En este texto se ve perfectamente cómo es Jesús. Él ha elegido a Pedro, sabe cómo es, sus virtudes, entrega y fortaleza, pero conoce, también, sus pobrezas y limitaciones… Sabe que, a veces, es cobarde y se deja llevar por criterios meramente humanos…
Pero eso no le impide poner en él su confianza, fiarle su Iglesia. Ese Pedro bravucón, firme, audaz, es también cobarde, pecador y frágil, y va a ser ‘el dulce Cristo en la tierra’ como llamaba santa Catalina de Siena al Papa.
Y es que nosotros no amamos a los sacerdotes, a los religiosos y religiosas, a los obispos o al mismo Papa por sus virtudes. Los queremos sabiendo, que, como Pedro, son personas, con limitaciones y pobrezas, pero con deseos de santidad y de amar a Dios, a pesar de que no estén patentes por sus pobrezas… ¡los queremos porque el Señor los ha elegido! El Señor no se arrepiente de haberlos llamado…
Y lo mismo con nuestros misioneros: no son perfectos, no tienen la patente de la impecabilidad… son lo que son, con todo lo bueno y todo lo malo que esto conlleva… pero el Señor los ha elegido. Son luz, son sal, son levadura que ilumina, da buen sabor y hace fermentar el mundo al que han sido enviados… No nos fijamos sólo en sus pobrezas o en sus limitaciones, muchas o pocas… rezaremos por ellos, ¡tendremos que mirarles con ojos de misericordia y caridad!
Ellos están ahí no para predicarse a sí mismos, su ciencia o sus opiniones, sino para predicar a Cristo y a Cristo crucificado. No pretendemos imitarles a ellos, sino al que ellos predican: Jesucristo.