Rezando, hace unos días, con el salmo 128, según el comentario que hace E. Beaucamp en su libro “Dai Salmi al Pater”, pensaba en todos los sacerdotes de la Iglesia latina, que, siguiendo una tradición eclesial antiquísima, nos comprometimos en el seguimiento de Cristo, dejando atrás aspiraciones humanas tan básicas y bellas como el amor conyugal y la formación de un hogar.
El salmo canta la bendición de los justos de Israel que «temen a Yahvé y recorren todos sus caminos!» (v.1). Dicha bendición ratifica la mirada benevolente de Dios para quien tiene fe viva en Él y, sin reservas, se abandona a su Voluntad. Además, esta bendición lleva consigo la seguridad de que fuera de «sus caminos», los hombres no encontrarán sino ilusiones y desilusiones. No se puede construir la propia vida fuera de Yahvé. No se puede construir la propia vida sin confiarse a las manos fuertes de Dios o, para decirlo con las palabras mismas del salmo, viviendo «en su temor». El temor de Dios no es el miedo a Dios que lleva a huir de Él, sino que el verdadero temor de Dios invita a servirlo, a refugiarse en Él, a esperar en su amor (Sal 33,18; 147,11); en definitiva a echarse confiadamente entre sus brazos. Dios no dejará de repetirnos a lo largo de toda la Revelación: “no temas, Yo estoy contigo”.
«…Del trabajo de tus manos comerás/ ¡dichoso tú, que todo te irá bien!» (v.2). La bendición del salmo 128 se traduce en éxito, en deseos colmados, en descanso feliz. Ver fructificar el propio trabajo es la primera señal de una vida lograda. Al contrario, sembrar y no recoger, no habitar la casa que se ha construido con esfuerzo es para todo israelita una de las peores maldiciones. Yahvé ya había advertido a los israelitas. Fuera de “mis caminos”, «sembrareis en vano vuestra semilla, pues el fruto se lo comerán vuestros enemigos» (Lv 26,16); «el fruto de tu tierra y toda tu fatiga lo comerá un pueblo que no conoces» (Dt 28,33). Esta amenaza fue probada por los israelitas, en toda su crudeza, durante el exilio. No obstante, es necesario interpretar bien esta bendición. Sabemos que Dios no es un distribuidor automático de recompensas y castigos. Sin embargo, el Señor nos asegura que, trabajando con Él, nuestras fatigas y trabajos no serán en vano: «Yahvé tu Dios te bendecirá en todas tus cosechas y en todas tus obras, y serás plenamente feliz» (Dt 16,15).
El Salmo continúa: «tu esposa como parra fecunda dentro tu casa» (v.3). La parra, la viña es símbolo de paz y de felicidad. La mujer viene asociada a esa paz y felicidad doméstica. Si la viña era un don de Dios para Israel, como fruto exquisito de la tierra prometida, la mujer es el don de Dios por excelencia. La Sagrada Escritura parece conceder ventaja al hombre sobre la mujer como sujeto posesivo, pero también el hombre procede de la mujer, es posesión de la mujer y ambos se deben una común responsabilidad y empeño de amor total y mutuo, tal como lo trasmitirá el apóstol Pablo, refiriendo el todo al misterio entre Cristo y la Iglesia: «sed sumisos los unos a los otros en el temor de Cristo: las mujeres a sus maridos como al Señor (….). Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su Iglesia y se entregó a Sí mismo por Ella» (Ef 5, 21-25).
A continuación, el Salmo dice: «Tus hijos, como brotes de olivo, en torno a tu mesa» (v.3). La casa se llena de hijos, que aseguran la prosperidad y la perpetuidad de la felicidad doméstica y que todos los huéspedes admirarán cuando se sienten a la mesa repleta de los frutos del campo. Los hijos como los brotes de olivo han de ser injertados en el viejo olivo de la tradición religiosa de Israel. Sólo así las hijas e hijos en Israel podrán ser la felicidad de sus padres y asegurar un futuro de paz y prosperidad a la familia.
Si la bendición del Salmo 128 pone la felicidad del hombre en la constitución de un matrimonio y una familia bien unida y próspera en torno a la mesa doméstica, ¿por qué Jesús no se acogió a ella? El celibato de Jesús no pone en discusión la promesa de felicidad formulada por el Salmo 128. La imagen de la mujer como viña fecunda en el corazón de la casa conserva en la vida y el ejemplo de Jesucristo todo su valor. El Evangelio presenta a Jesús como Esposo, como el Esposo por excelencia: «mientras tengan consigo al esposo….» (Mc 2,19; Mt 9,15); «ya está aquí el esposo!» (Mt 25,6). La Esposa es la nueva comunidad que surgirá de su costado abierto en la cruz (cf. Jn 19,34), como Eva del costado de Adán. Todo llegará a su plenitud con las bodas del Cordero: «Alegrémonos y regocijémonos y démosle gloria, porque han llegado las bodas del Cordero y su Esposa se ha engalanado y se le ha concedido vestirse de lino deslumbrante de blancura -el lino son las buenas acciones de los santos-. Luego me dice: “Escribe: Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero”» (Ap19,7-9). Todos aquellos que se comprometerán, con su gracia, en seguirle en esa dimensión esponsal exclusiva y perpetua para con la Iglesia deberán dar su vida enteramente, compartiendo su responsabilidad marital con la Iglesia, engendrando hijos para la eternidad feliz.