«El término democracia “iliberal” es relativamente reciente y procede del mundo anglosajón. Se refiere a un tipo de democracia parcial, de baja intensidad, vacía, un régimen híbrido o una democracia guiada, con tendencias tecnocráticas o incluso oligárquicas, donde según algunos la voz de la ciudadanía es cada vez menos importante. También se utiliza para designar proyectos políticos que rechazan el modelo ideológico liberal, en el sentido estadounidense de “progresista”».
En las últimas décadas hemos contemplado el surgimiento de diversos programas políticos, en países tan distintos como Estados Unidos, Rusia, Brasil, Hungría o Polonia, que reúnen una serie de aspectos en común. Junto al liberalismo económico en la mayoría de ellos, una cierta visión nacionalista claramente contraria a la inmigración ilegal, así como una ideología marcadamente anticomunista (con algunas lógicas peculiaridades – estos días dramáticamente presentes- en el caso de Rusia), podemos descubrir un cristianismo “cultural” que les lleva a rechazar algunos “dogmas” de la sociedad secularizada occidental (el aborto, la eutanasia, la ideología de género o las “nuevas profecías” del cambio climático), mientras parecen restar importancia a otros valores cristianos (la paz, la no violencia, la justicia, los pobres y el cuidado de la creación).
Nos parece que puede ser de interés situar el foco por un momento sobre un aspecto concreto del complejo momento actual, en concreto sobre el factor religioso de estas democracias iliberales que parecen en auge en diversos países del mundo occidental. Aquellos que se acerquen a este fenómeno desde una visión maniquea y simplista corren el riesgo de no entender lo que realmente está sucediendo en países de la importancia de Estados Unidos, Rusia, Brasil o el este de Europa y, aquí entre nosotros, el proyecto político de Vox.
Guste o no, la realidad es que la inmensa mayoría de los habitantes de la tierra son personas con un sentido religioso de la vida. Las minorías laicistas o antirreligiosas de Europa y América han podido confundir el proceso de secularización occidental de las últimas décadas con la paulatina desaparición del sentimiento religioso en el mundo moderno. Al intentar implantar un modelo de sociedad y de democracia ajenos cuando no completamente contrarios a los sentimientos religiosos de muchos millones de personas, pensamos que han provocado sin quererlo una reacción de afirmación religiosa y política con la que no contaban y que no está exenta de riesgos.
Alexis de Tocqueville estaba convencido de que la democracia no podría sobrevivir a la pérdida de la fe cristiana. “Si una nación democrática pierde su religión -escribió el preclaro pensador francés-, cae presa del individualismo y el materialismo feroces y del despotismo democrático e inevitablemente prepara a sus ciudadanos para la esclavitud”. Pensamos que en la misma línea se sitúan y actúan los políticos iliberales a los que nos estamos refiriendo.
Ante las voces de alarma de algunos sobre el avance de lo que han autodenominado “ultraderecha”en Europa y América, cabe plantearse si no será más inteligente seguir avanzando en unas sociedades más respetuosas con todas las personas y con sus maneras de pensar. El problema aparece cuando las propuestas ideológicas se presentan incompatibles entre sí. Si una intenta imponerse a la otra, cabe el riesgo de provocar que la otra luego intente imponerse a ella. La solución pensamos que pasa por entender la libertad real en nuestras sociedades democráticas.
Ha podido llegar el momento de dejar de intentar monopolizar un tipo de sociedad e imponerlo a los demás, en un sentido o en otro. Si bien las personas religiosas en occidente entienden desde hace muchos años que hay gente que no comparte sus creencias e ideales, las personas no religiosas deben respetar a las que sí lo son. Pensamos que bienes como la libertad religiosa, la libertad educativa y la de expresión, así como la posibilidad de no financiar mediante impuestos actividades sancionadas por las leyes que repugnan gravemente la conciencia de muchas personas (como el aborto, la eutanasia o todo lo relacionado con la ideología de género), así como el deber de respetar las leyes justas y a los que no piensan como nosotros, deben de estar especialmente protegidos en nuestras sociedades.
Si no se entiende esto, cabe la posibilidad de que mucha gente se sienta atacada y experimente por tanto la necesidad de defenderse. Conviene que los intolerantes de todos los espectros lo tengan en cuenta si no queremos volver a repetir algunos de los errores más famosos del pasado.
Por otra parte, cabe el riesgo de que los políticos usen la religión como excusa para hacer política y que lleven a ésta la polarización propia de la “arena política”. En ese caso, habría que distinguir entre la defensa de la libertad religiosa y las ideas que representan a una mayoría de ciudadanos y el uso partidista de las creencias religiosas por unos líderes políticos que pueden caer en la tentación de erigirse en sus intérpretes, papel que pensamos no les corresponde a ellos. En frase atribuida a Unamuno, “una posible crisis de la política y de la religión puede hallarse en la práctica de la religión como política y de la política como religión”.
Hay una película titulada “Vida oculta” (Hidden Life), del norteamericano Terrence Malick, que narra la historia real de Franz Jägerstätter, un agricultor austríaco beatificado hace unos años por la Iglesia Católica que se negó a prestar juramento a Hitler durante la Segunda Guerra Mundial, sacrificándolo todo, incluida su vida. La historia que narra puede ilustrar sobre la fortaleza de las convicciones de algunas personas creyentes que conviene no conculcar jamás.
Como dijo una vez Benedicto XVI “quien se inclina ante Jesús no puede y no debe postrarse ante ningún poder terreno, por más fuerte que sea. Los cristianos sólo nos arrodillamos ante Dios, ante el Santísimo Sacramento”. Terminamos con esta frase pues nos parece que la compresión del fenómeno religioso, especialmente en occidente, se ha vuelto una necesidad si queremos lograr unas sociedades donde las diversas mentalidades y formas de vida puedan convivir en paz, sin tratar de imponerse unas a las otras, como ha sucedido desgraciadamente en el pasado.